Quisiera suscitar en ustedes la atención y el interés suficientes para hilvanar un argumento que vincule temas al parecer extraños, distantes o, al menos, carentes de hermandad evidente y despojados de inicial parentesco: la lengua y la cultura en ella encapsulada, con el viaje como vocación humana, como aventura y descubrimiento. Y como potencia creadora.
El propósito de este texto apunta a tratar brevemente lo que he llamado “la teoría y la nostalgia del viaje”, o “el idioma como hijo de la vocación viajera”, ponencia entendida como una aproximación inicial hacia reflexiones mayores que, al menos momentáneamente, permitan rescatar de la frivolidad en que ha caído una de las características más fecundas de la humanidad: su trashumancia, su inclinación migratoria, su conducta errabunda y las marcas que semejante costumbre dejaron en la vida y en los libros, en la lengua y en la historia.
Esta ponencia trata de explorar, aunque fuese de soslayo, el fenómeno del viaje como experiencia humana, como hilo argumental de la costumbre, vieja y actual a la vez, de irse, dejar la familia y la tierra originaria y fundar sociedad, patria y mundo en otra parte.
Así, pues, me propongo explorar la inclinación viajera que todos llevamos dentro, aunque fuese oculta y vergonzante, y pese a que practiquemos el más radical sedentarismo. Parto, además, de la convicción, que desde hace tiempo me acompaña, de que la riqueza y la renovación de la palabra y la necesidad de hablar con el otro, son hijas, todas ellas, de la capacidad de asombro, de la curiosidad innata del ser humano, empeñado siempre en otear lo nuevo y en bautizar las cosas, en nombrarlas, ejerciendo el inquebrantable empeño de apropiarse de la circunstancia e incorporarla a su patrimonio espiritual. Y obsesionado también por el persistente afán de transmitir a los demás los descubrimientos que hacemos cada día. De paso diré, la vida es un proceso nunca concluido de encuentros e invenciones, de hábitos y sorpresas.
Una forma de “crear” nuestro mundo como coyuntura personal, y un modo de reconocerlo e incorporar la circunstancia al alma de cada cual, es marcar con las palabras a los seres y a los sitios, a los montes y a los valles; es identificar los horizontes, sembrarlos de alusiones y recuerdos y llamarlos con nombres familiares. La palabra tiene la virtud de permitir que nos apropiemos de la circunstancia en torno, que la reconozcamos, que hagamos de ella parte de nuestro patrimonio espiritual. La palabra es la prolongación de cada cual, es el brazo con que delimitamos nuestro espacio vital y con el cual conquistamos el ajeno.
El Diccionario de Americanismos, editado por la Asociación de Academias de la Lengua Española, con la participación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, es prueba de lo que afirmo. Sin la índole trashumante del hombre, sin su vocación migratoria y colonizadora, no se habría producido el mestizaje humano ni el mestizaje de la palabra; no se habrían fertilizado mutuamente el castellano con el quechua y los demás idiomas nativos, como el guaraní y el araucano y, por cierto, con los profundos decires africanos, tan densos y misteriosos, tan evocadores de la libertad perdida y de las selvas distantes, y tan rítmicos como los sones de sus tambores.
El Diccionario de Americanismos es testimonio de lo fecundo del mestizaje, y es evidencia, por cierto, de que en el origen de todo lo americano estuvieron innumerables viajes: los de los españoles y genoveses que buscaban otras rutas marineras. Estuvieron, por cierto, los viajes de los criollos, los de las tribus nativas, los de los conquistadores y descubridores, los de los ejércitos libertadores, los de los arrieros y ferroviarios y los penosísimos de los esclavos. Y estuvo como hecho primigenio ese accidental encuentro con las islas del Caribe que cambió el mundo para siempre, y estuvo el encuentro con el Imperio Azteca y con las remotas maravillas andinas.
Los latinoamericanos somos hijos de viajeros, somos el producto humano de viajes hacia lo desconocido, y de la fundación de colonias, pueblos y ciudades con que ellos concluyeron. Y esto aunque nos hayamos convertido después en seres sedentarios. En todo caso, estuvo como causa eficiente del viaje la curiosidad, la ambición, el fundamentalismo religioso, y el afán de imperio y de poder. Estuvo la simple e irresistible vocación de irse y dejar a las espaldas el mundo que fue.
Peter Watson dice: “Desde el punto de vista de la historia de las ideas, el descubrimiento de América fue un acontecimiento trascendental porque los nuevos territorios supusieron un desafío para las ideas que los europeos albergaban sobre la geografía, la historia, la teología y la naturaleza humana… Esta América no solo que estaba fuera de la experiencia de los europeos, sino que estaba mucho más allá de sus expectativas”[1]
Watson enuncia un tema central en relación con la teoría del viaje y los descubrimientos como factores de formación de las sociedades y de creación y modificación de la ciencia y la cultura, porque viajes y descubrimientos provocaron revoluciones en la concepción del mundo y acerca de la naturaleza de las cosas; en la estructura de los estados y en la dimensión del poder. Los viajes modificaron la humanidad, cambiaron sus perspectivas, ampliaron los horizontes. Los viajes modelaron el mundo a partir del ejercicio de la innata curiosidad del ser humano, de su capacidad de descubrir y nombrar, de afirmar con la palabra la pertenencia a un sitio, a un mundo, a un nuevo vecindario.
La historia prueba la dimensión del viaje y, si se sabe mirar, en ella está implícita la sorpresa ante los mundos nuevos y sus efectos en las sociedades descubridoras y en las sociedades descubiertas; basta recordar que, después del 1492, Europa no fue nunca más el mundo anterior a Colón. Desde ese día, todo cambió y comenzaron el Renacimiento y la Edad Moderna. Cambió la ciencia, se desvinculó de la religión y germinó la posibilidad de que, años después, Galileo Galilei niegue con fundamento científico una tesis extraída de la Biblia, y sostenga que no éramos el centro del universo. De ese modo, echó por tierra aquel dogma que sintetizó la soberbia de una cultura.
Y surgió también la evidencia de que el mundo no terminaba en el estrecho de Gibraltar, que era redondo y que había horizontes, tierras y gente más allá de los límites de la Europa mediterránea. Esto implicó la destrucción de numerosos dogmas y el surgimiento de otros. Esa madrugada de octubre de 1492, con el grito de Rodrigo de Triana, se anunció de algún modo el surgimiento del racionalismo y de la idea, después confirmada, de que vendría un tiempo en el que el individuo sería el centro del universo y que su pensamiento libre sería el fundamento del progreso. Ese día y ese grito fueron, pues, la anticipación de innumerables “herejías venturosas” sobre las que se construyó una cultura basada en el hombre, la libertad y la posibilidad de hacer de la duda la lógica universal.
El entramado de la historia continental, que comienza con el choque de culturas, está hecho de viajes que parecen anunciados por la mitología e inspirados en los sueños que se gestaron a partir de los dioses antiguos y sus leyendas, sueños y mitos que venían en la cabeza de los europeos. Ese entramado está construido también en torno a las tradiciones y creencias de los pueblos originarios, de chibchas, mayas, aztecas, incas, cañaris y tehuelches. Está hecho de rutas por el mar y por la tierra, y de episodios tan inesperados, inusuales y sorprendentes que, ellos solos, superan toda capacidad de fabulación.
Las Crónicas de Indias cuentan, con idéntico “realismo”, el descubrimiento de un río que arrastra oro, el encuentro con la selva que se traga a los hombres, la incursión en ciudades fabulosas nunca antes vistas y en templos cubiertos de oro y plata. Las crónicas describen, al mismo tiempo, la euforia descubridora y misionera, el estrecho dogmatismo de los frailes para entender el Mundo Nuevo, y aluden a los paisajes, los desconciertos e ilusiones, así como a la muerte miserable o heroica de los compañeros de aventura. Las crónicas, esas memorias iniciales, describen, por igual, la llegada a playas ignotas, la sorpresa ante la geografía monumental, los combates y traiciones, y las angustias en tierra desconocida, y lo hacen con el mismo tono con el que registraron el episodio de la plaza helada de Cajamarca, la prisión de un monarca y la noche triste en la antigua Tenochtitlan.
Esas crónicas, testimonio del idioma castizo que se fue empapando poco a poco con el quichua, el nahual, el guaraní y el araucano, cuentan jornadas épicas, miserias inmensas, cobardías insignes y acciones heroicas. Entre sus personajes están, por igual, gente con la frialdad y la ambición de los Pizarro y seres con la genialidad y valentía de Hernando de Soto; lúcidos y astutos políticos como Hernán Cortés, a la par que locos sanguinarios como Pedro de Ursúa o Lope de Aguirre. Está Bernal Díaz del Castillo y su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Están, después, como cronistas y protagonistas, Jorge Juan y Antonio de Ulloa, con sus Noticias Secretas de América.
Y están, entre esos testimonios nacidos de la capacidad de asombro de los descubridores, del afán de memoria de algunos y de la indignación de los otros, los alegatos de Fray Bartolomé de las Casas, y el incomparable del Códice Florentino, transcrito con estremecedora fidelidad por Bernardino de Sahagún. Está la visión de los vencedores, su arrogancia y su fuerza, y está la visión de los vencidos, su desconcierto, rabia y desesperanza.
Al principio, aquellos viajes descubridores tuvieron como argumento e ilusión movilizadora el oro, la fama y también la ambición de señorío y de poder, sin olvidar la vocación misionera de algunos. Esos viajes iniciales en donde está la semilla fundadora de nuestros pueblos, hechos en carabela o en galeón, a pie o a lomo de mula, y las crónicas y las memorias que de ellos quedaron, son, sin duda, el capítulo inicial del realismo mágico y la piedra angular de nuestra cultura o, al menos, el inicio de la memoria. Aquellos viajes son los antecedentes remotos pero sustanciales de la literatura de Alejo Carpentier y Roa Bastos, de García Márquez y Vargas Llosa.
En esas crónicas -escritas muchas de ellas a la luz de las fogatas y cuando aún estaban frescos la fatiga y los recuerdos de la guerra y de la sangre- la imaginación y la fábula quedaron largamente superadas por los hechos, al punto que los descubridores creyeron haber encontrado en las tierras nuevas los países de leyenda de los caballeros andantes; al punto que semejantes mitos, transformados en dogma de fe, fueron el motor de marchas fantásticas hacia selvas y montañas ignotas, porque, según la locura, el sueño o la tenacidad de sus conductores, en el Nuevo Mundo era posible beber en la fuente de la eterna juventud, combatir con las amazonas y entenderse con gigantes y pigmeos, o llegar por el Orinoco al paraíso terrenal. Era posible casi todo, al punto que el territorio descubierto por Hernán Cortés, ubicado en lo que hoy es Norteamérica, se bautizó como “California”, isla fantástica de la mitología caballeresca, “cercana al paraíso terrenal y poblada por mujeres negras a la manera de las amazonas.” [2]
Los nativos, por su parte, revivieron, sin saberlo, el mito griego de los centauros, porque entre el asombro, el miedo y el coraje, creyeron que jinete y caballo eran una sola pieza. Creyeron que los galeones y los marineros, y los hombres de allende el océano, constituían noticia certera y confirmación del fin de los tiempos y del desastre de los imperios, tal como lo habían anunciado los sacerdotes mayas, las tradiciones aztecas y los temores incaicos.
A la par que Don Quijote, en aquellos tiempos, hubo quienes anunciaban con idéntica naturalidad los hechos comunes de la vida cotidiana y la llegada de lo extraordinario, al punto que pensaron que el viaje desde la estepa castellana habría hecho posible que los mitos de los libros de caballería se encarnen en el suelo nuevo y adquieran vida propia. Es que en aquellos viajes de fábula, los aventureros y los frailes, los marineros y los esclavos, transportaban en sus alforjas, junto a la dotación y a la comida, las creencias medievales, las tradiciones, los fanatismos, la religión y los sueños que por largos siglos germinaron encerrados en los castillos y en los conventos. Acá, asombrados por todo lo nuevo, rotos los esquemas, empezaron a mirar la realidad del mundo nuevo a través de la lente de la cultura provinciana y conventual que dejaron en su pueblo, donde eran pastores, hidalgos pobres o escribanos.
Así, pues, el idioma, nuestro idioma, el habla de todos los días, tiene abuelos que fueron hombres y mujeres curiosos y andariegos. Sin la vocación viajera de sus progenitores, el español y los demás idiomas se habrían anquilosado y, quizá, se habrían convertido en lenguas muertas, como ocurrió con el latín una vez encerrada Roma tras los bastiones de sus ciudades, una vez perdida su tradición conquistadora y misionera, una vez prisionera su magia creadora en las abadías y en las iglesias, entre copistas y glosadores. El español renovado por el contagio con el Nuevo Mundo, sumergido en sus horizontes, superó largamente al latín como lengua imperial y de ese modo renació.
Coincidencia genial, en el año del descubrimiento de América, Antonio de Nebrija publicó la primera Gramática de la Lengua Castellana, obra cumbre del humanismo español. Ese mismo año, concluyó el dominio árabe en la península con la expulsión de los moros de Granada. A partir de entonces, la historia de España se vinculó con la de América, y el nexo esencial, diríase, el argumento, fue el viaje de Colón, primero, y los innumerables que ocurrieron después. Y por supuesto, el vínculo sustancial, además del poder, fue el idioma.
El español de América tiene sus fuentes en el viaje como hecho histórico; y en la necesidad de irse, de migrar, de dejar la casa solariega y fundar familia, ciudad y patria en tierra extraña. El idioma es lo que queda como parte viva y testimonio cotidiano de la cultura después de las conquistas y las migraciones, tras los años adormecidos de las colonias y después de los siglos y las turbulencias. En el ánimo del pueblo, entre la gente común, quedó el idioma, hijo del viaje y del viajero, hijo de sus obras. Y quedó penetrado y enriquecido por el habla general del Perú, por lo que los jesuitas aprendieron de los guaraníes en las misiones paraguayas, por los acentos que les enseñaron la cordillera, la selva y las pampas, y por los decires que empezaron balbucear los niños nacidos en las tierras nuevas.
El idioma es el testimonio de la historia. Es el notario de la sobrevivencia de cosas remotas, al punto que apenas uno se zambulle en la etimología, o tan pronto como hojea el diccionario, advierte que palabras familiares y cercanas como la que designa a la “chimenea” de la casa, o la que alude a la “almohada”, son palpitaciones que perduran de la antigua cultura morisca, de la que fundó Almanzor en Granada, allá en los tiempos de la Reconquista. Y que “poncho” es la certera designación araucana con la que se bautizó, algún día que debió ser memorable, a la prenda cariñosa que es el resultado de la transformación que sufrió la capa española en tierras americanas. Como dijo el cronista, ese poncho, para las tribus araucanas que poblaron la pampa, fue signo de identidad y prenda de amor, por ser tejido para el cacique por la mujer principal. Y ese mismo poncho, con la fuerza que impuso el mestizaje, pasó a integrar el vestuario del criollo, al igual que el idioma que se iba transformando con los años.
Los diccionarios y el habla viva, y también la etimología, son libros de historia que encierran en cada palabra una inmensidad de hechos, una cantera de recuerdos, leyendas y tragedias, de triunfos y derrotas, de modestísimos usos y conmovedoras costumbres. El idioma es lo más cercano a la persona, lo más íntimo y, a la vez, lo más social.
Pero, además, los diccionarios y el habla viva constituyen en sí mismos una paradoja porque, al tiempo que guardan el pasado y palpita en ellos la actualidad, convive en sus decires la antigüedad y la juventud, el pasado y el provenir ¿Se ha pensado alguna vez en el diccionario como un libro abierto que contiene, sin pretensiones ni retórica, los testimonios descarnados, silenciosos, densos, hondos, que encierra cada palabra? ¿Se ha pensado que ellos, y cada palabra, son un texto de historia viva?
En esta aproximación al habla a través del viaje, debo decir, además, que el idioma es como la sombra: camina siempre junto al hablador. Es su imprescindible acompañante, su hermano de suelo y de sangre. Se transforma con él, muda su acento, se contagia de las culturas descubiertas, se impregna con la visión de los vencidos; por eso, el viejo español se fundió en el complejo mestizaje cultural y humano del que nació el Nuevo Mundo. El idioma transformado fue, quiérase o no, el vínculo entre vencedores y vencidos. Esa transformación sigue ocurriendo cada día; es la que, en nuestro tiempo, viene con la cosecha que los migrantes traen en sus talegos de España, Alemania o Estados Unidos, y viene con la enorme carga de giros, decires y abreviaturas que introduce silenciosamente la tecnología a través de la mínima pantalla del computador o del teléfono.
El idioma es como el viaje y como el río: tan pronto se detiene, se anquilosa, se envejece y corrompe. De allí el parentesco entre el viaje y la palabra. El habla es nómada, caminante que no reposa, curiosa y exploradora. El viaje existe cuando hay horizonte y camino, y aún sin ellos. Existe cuando hay voluntad de irse e ilusión de andar, cuando hay afán de conocer, y de mirar lo que hay detrás de lo evidente y más allá de las limitaciones cotidianas.
La cultura es el precipitado que dejaron, y que dejan, las experiencias trashumantes, aventureras, conquistadoras y colonizadoras de nuestros bisabuelos y nuestros hijos. Es el resultado de la capacidad fundadora de quienes, sin temor y sin más equipaje que la determinación y la esperanza, se embarcaron -y se embarcan- en carabelas o en autobuses, en botes de pesca o en aviones, y se fueron, y se van, casi siempre sin otro adiós que su propio silencio.
El viaje es la expresión de la voluntad de irse,
y es la experiencia que está en la raíz de cada sociedad, pues no hay ninguna que,
en los días de su alumbramiento, no tenga la memoria y la huella de alguna emigración,
de alguna conquista, de una llegada o de algún adiós, o quizá de un éxodo o de un
destierro. La historia de las sociedades es la historia de las grandes migraciones,
de los viajes, de la inquietud por irse a otra parte, por comenzar de nuevo en horizontes
distintos. Y es la historia de la asimilación. La palabra es el testigo de esa terca
vocación viajera, porque en ella y de ella, se refrescan y renacen los idiomas.
Acerca de nuestra trashumancia
El hombre es un viajero esencial. El aventurero, el emigrante antiguo y el moderno, sin duda lo son. Su vida está hecha de despedidas, adioses, rutas y descubrimientos, de gentes distintas que se asoman a su curiosa humanidad y que llegan a su vida. Incluso el intelectual contemporáneo, atrincherado en su despacho, es un nómada virtual que, desde siempre, empleó como vehículo la imaginación, la capacidad de fabular, la habilidad de contar sin haber estado jamás en el escenario de sus cuentos.
El viaje constituye, en buena medida, la fecunda materia prima de la novela, y es la maravillosa fuente de la que nacieron las Crónicas de Indias, los testimonios de los extranjeros que vinieron a las tierras coloniales, las memorias de tantos locos ilustres y otros tantos despreciables, que, a lomo de mula o a la proa de un barco, llegaron a los remotos rincones de un continente en el cual el europeo inauguró su asombro ante la inmensidad.
El descubrimiento del Río de las Amazonas fue un capítulo del viaje que hiciera Orellana buscando el Dorado. En 1541, Hernando de Soto se encontró con el Missisipi vagando por las grandes praderas norteamericanas y lo llamó El Río del Espíritu Santo, y Alvar Núñez Cabeza de Vaca concluyó su largo periplo explorador frente a las cataratas del Iguazú. Pedro Cieza de León, antes que conquistador, fue un viajero y cronista que contó cómo fue nuestro país en el siglo XVI. La Crónica del Perú, escrita en los tambos incaicos, entre arrieros y soldados, es quizá el más temprano testimonio, el inicial reportaje de lo que fueron la tierra y las culturas de lo que hoy conocemos como el Ecuador. Gracias a él sabemos de las ruinas incaicas de Mulaló y de lo que fue la antigua ciudad de Tomebamba. Gracias a él intuimos como el Hatun Ñán, todavía intacto, atravesaba por las montañas y los riscos, como ruta y testimonio del poder del imperio incaico y de la cadencia y la velocidad de los chasquis.
Cieza de León confiesa que escribió la crónica al “…ver que en todas partes por donde yo andaba ninguno se ocupaba de escribir nada de lo que pasaba. Y que el tiempo consume la memoria de las cosas de tal manera que si no es por rastros y vías exquisitas, en lo venidero no se sabe con verdadera noticia lo que pasó.”
El crecimiento y la transformación del mundo occidental, la expansión de las fronteras y el comercio tienen raíces viajeras, desde Marco Polo hasta Magallanes, pasando por Elcano y Juan de la Cosa. En el comienzo del mundo moderno están el viaje, la curiosidad, la ambición, las colonizaciones y las tareas misioneras. El Renacimiento fue, en cierto modo, fruto temprano del afán viajero, vocación por romper fronteras, y voluntad e ilusión de remontar los viejos límites mediterráneos. El Renacimiento fue hijo de la imaginación, de la remota memoria de la cultura clásica y de las marcas espirituales con que llegaban los aventureros.
Si hay una diferencia fundamental entre la Edad Media y la Edad Moderna es que, en la primera, los hombres miraban hacia adentro, por eso, su arquitectura paradigmática son los castillos y los conventos: la reclusión militar como táctica y la monástica como método. En la segunda, los hombres son marineros, comerciantes, viajeros; su imagen paradigmática es el galeón, y su vocación, el mar abierto.
Nuestros bisabuelos fundaron ciudades y familias. Solo apostaron al reposo después de haber hecho largas rutas por el mar, por la montaña y los ríos, y después de haber viajado por un continente. Somos, pues, por parte de padre, descendientes de viajeros que decidieron quedarse por acá en un acto inaugural, que marcó el fin de aquella trashumancia y el inicio de otras vidas sedentarias.
Viajes, siempre viajes, como los que cuenta Concolorcorvo en su genial Lazarillo de Ciegos Caminantes, la crónica que describe la vocación andariega de criollos y españoles, de indígenas y arrieros, que era asunto cotidiano y humilde y, a la vez, esfuerzo constante para vincular a las colonias, abrir rutas al comercio, a las noticias, a los libros y a la guerra.
El viaje, entre la ruptura y el renacimiento
El viaje —todo viaje—, el histórico y trascendental, y el humilde que probablemente hagamos mañana, supone ruptura, y puede ser renacimiento. O puede ser condena y agonía, si de destierro se trata. De cualquier forma, es enajenación, sustitución de lo cotidiano y lo habitual por lo excepcional y lo nuevo. Es un cambio, momentáneo o definitivo, de horizonte y de circunstancia, una modificación de la perspectiva vital, aunque fuese transitoria: en adelante, ya no será la montaña familiar el punto de referencia en el paisaje; será, quizá, el espectáculo nuevo del mar o la visión de los rascacielos o la selva. Y serán otras las personas que formen parte del entorno, diferentes los interlocutores, los intereses y los puntos de relación. Y, a causa del viaje, lo familiar de hoy será nostalgia, recuerdo de lo que quedó lejos. Ortega y Gasset decía, que “la nostalgia es echar de menos la proximidad de lo distante”. El viaje, el verdadero por cierto, tiene como hilo argumental, como fundamento, como emoción, esa especie de juego dialéctico entre la cercanía de lo nuevo y la distancia de lo viejo, la aspiración a la proximidad de lo distante.
Todo esto, con las reservas que nos imponen “las habilidades virtuales”, la penetración de la red y de las comunicaciones en casi todos los aspectos de la vida humana. Y considerando la engañosa impresión de que ellas habrían modificado efectivamente la realidad, y no solo sus perspectivas y percepciones. Lo virtual no constituye suplantación radical de la realidad, no implica supresión absoluta de las distancias ni anulación de sus efectos. Lo virtual es sumaria apreciación de una realidad que en sustancia no ha cambiado. Lo virtual es un espejismo que marea, en cierta forma, una simulación.
En contraste, antes de que exista el viaje moderno —reiterativo, instantáneo, casi telegráfico— viajar era asunto de miedo y , nostalgia. La lentitud con que se movía el mundo y la precaria condición de los transportes hacían que se mire más hacia atrás que hacia adelante, hacían que se persista en recordar. Ese viaje, que ya pertenece al recuerdo, estuvo hecho de despedidas emotivas con el pie en el estribo o junto al recodo del puerto. Era asunto de adioses, lágrimas y testamentos. Era el anuncio de largas y quizá definitivas ausencias.
Hoy, para las elites y la clase media, el viaje ha perdido ese encanto. Y para los ejecutivos ha perdido todos los encantos. Las distancias han sido abreviadas por los aviones. La vida misma es una abreviatura. El habla en estos días es un telegrama de 140 caracteres que contiene la jerga habitual que empieza a socavar al idioma. La frecuencia de los viajes y el poder de la tecnología han generado la impresión, y quizá la convicción, de que se ha empequeñecido el mundo. Como dice el dicho, ahora “el mundo es un pañuelo”, y por eso, y más allá de sus ventajas, es posible que el aburrimiento nos abrume, porque todo resulta casi igual, y porque hemos perdido la capacidad de asombro. Ese es el costo de la posmodernidad.
Las despedidas, antes frecuentes, ahora son excepciones que aún practican las abuelas, y, valga decir, son costumbre del pueblo llano cuando acude al aeropuerto a cubrirle con bendiciones y besos al emigrante que se va, como los antiguos aventureros, a “buscarse la vida” en el hipotético Dorado que existe al norte. Para los otros, las despedidas son episodios superados, quizá vergonzantes, porque incurrir en ellas desmerece la condición de viajero frecuente, tan querida por los que practican el esnobismo y para los que presumen de mundanos.
Habrá, sin embargo, que meditar algo más sobre el viaje virtual, sobre “la noticia en tiempo real”, sobre la presunta anulación de las distancias y acerca de ese concepto que podemos llamar “distancia/cercanía”, paradoja que suscita no pocas confusiones y conflictos, y que es propia de nuestro tiempo. Creo que, pese a todo, ni la red ni la aviación han inaugurado todavía el don de la ubicuidad, y el espacio sigue como referente fundamental y eso se aprecia cuando uno se baja del auto, desciende del avión o, bajo el impulso de viejas remembranzas, retoma el caballo y enfrenta a la cordillera. Entonces, el mínimo país que vemos desde el cielo, en el breve vuelo sobre los Andes, nos parece enorme.
El viaje puede ser transitorio, turístico quizá, en cuyo caso triunfará en el corazón del viajero el apetito por lo nuevo y el entusiasmo por el descubrimiento. Pero, puede ser definitivo y, en tal condición, prevalecerá el recuerdo y hasta el dolor de lo que se deja.
Para los emigrantes, el viaje está marcado por la incertidumbre, y ese viaje es, quizá, el único, o uno de los pocos, que conserva el antiguo sabor de aventura. Los demás son episodios que, por repetidos, por planificados y previsibles, han perdido sabor y han ganado otras ventajas.
Como todo lo humano, el viaje tiene rostros. El viaje se mueve entre el entusiasmo y la nostalgia, entre el descubrimiento y el recuerdo, entre la renuncia y la adopción. Es una experiencia humanas rica, llena de matices, sorpresas y contradicciones, que pone a prueba la sensibilidad del sujeto, su capacidad de asombro o su simplicidad espiritual, porque, en este último caso, hay quienes no se conmueven y les da igual acodarse para charlar en la mesa del cafetín parisiense, que pasearse en un centro comercial de Quito. La frecuencia y la velocidad han embotado la sensibilidad y han anulado, en algunos casos, esa magia de irse que es propia del viaje.
Para la generación de nuestros padres, el viaje fue un hecho extraordinario, un episodio memorable, de esos que marcaron la memoria de las familias, y que, durante largo tiempo, fueron motivo de tertulia, de tardes enteras de mirar fotos y comentar las anécdotas de semejante acontecimiento. “Ser viajado” era, por entonces, signo de distinción y, por cierto, de secreta envidia, porque el afortunado personaje podía presumir ante la parroquia de haber estado en París, haber pernoctado en Nueva York y desayunado en Miami o, más modestamente, de conocer Bogotá o moverse con soltura en los restaurantes de Lima.
En nuestros días, la reiteración del viaje, la facilidad de irse y la posibilidad de quedarse por tierras que de pronto se hicieron cercanas le quitaron magia al tema. Las despedidas ya no significan nada o concitan tan poco interés que se reducen al gesto de “ya regreso”. Teléfonos celulares y computadores contribuyen a reducir el mundo y hacer de la distancia dimensión casi inexistente. La televisión, por su parte, transforma las salas familiares en miradores de las más remotas ciudades. Hay gente que presume conocer cada calle de Roma sin haberse movido de su casa. Y hay quien ha ascendido al Everest, vaso de cerveza en mano, sin haber hecho otro esfuerzo que cambiar de canal con el control remoto.
Sin embargo, el viaje mantiene la virtud de ser el valor agregado de la civilización, de ser la ventana que se abre y que permite que salga el aire viciado del encierro, y que las visiones aldeanas y la mentalidad de campanario, al menos, sufran el entredicho en que les colocan esas otras realidades que solo se descubren cuando uno va, palpa la vida de los otros, mira el paisaje y siente a ciudades y gentes que son parte del mundo.
Además, cuando se viaja, y aunque se lo haga con frecuencia, es inevitable sufrir al retorno el “shock de la pequeñez”, porque el curioso viajero, a menos que sea insensible, tan pronto aterriza en casa, encuentra que nuestras cosas no son tan grandes como imaginamos desde dentro; que no somos la potencia que nos vende la parafernalia política; que somos simplemente lo que somos, y que el orgullo nacional debe guardar concordancia con la realidad, porque, si olvidamos que los pies deben estar en la tierra, corremos el riesgo de incurrir en un chauvinismo cuyo lindero más cercano es la ridiculez y cuyo riesgo evidente es la cursilería.
El viajero siempre ha sido una especie de conspirador, porque viene de regreso con la mente y las maletas llenas de novedades, con inquietudes, con dudas sobre la legitimidad de los campanarios de la aldea, y con más dudas aún respecto de los que ofician las misas del poder. Por eso, quizá, las autocracias siempre han cerrado fronteras y se han empeñado hasta la fatiga en negar la importancia del mundo.
¿Quién puso nombres a los sitios?
Me pregunto, ¿quién designó con sus nombres a las lomas y a los ríos, a las travesías y caminos? ¿Quién llamó por primera vez Viudita a la montaña solitaria que preside el valle de Machachi? ¿Quién dijo que Yanahurco debía llaarse así, y quién dijo que debía nombrarse Sincholagua al Sincholagua, Puñay al Puñay y Llanganates a ese laberinto misterioso donde, según la leyenda, está enterrado el tesoro de Atahualpa?
¿A quién se le ocurrió denominar Quispicacha a una montaña, Guarguallá a un río, Quimsacocha a una laguna, Lluquillay a un caserío, Silante a otro río, Chacaloma, Pangor, Mulacorral, Lomagorda, Cuestalarga, Pumachaca a un puente y Pumallacta a un pueblo?
Se les ocurrió, seguramente, a nuestros anónimos tatarabuelos. Sospecho que los inventores de aquellos nombres serían gente de la tierra, nativos, conquistadores o colonos, criollos o extranjeros, seres dotados de sensibilidad para interpretar las íntimas pulsiones de cada lugar y el dejo del entorno, y portadores del talento necesario para darle sentido al paisaje y significado a los accidentes geográficos de un mundo al que recién llegaron. Es que los nombres de ríos y montañas, lagunas y quebradas, más allá de su registro en crónicas y mapas, tienen la virtud de la armonía, sintonizan con cada pedazo de suelo, con su perfil, con el ruido del viento o el rumor de una vertiente. Todos ellos hacen posible la memoria y aquerencian a la gente.
Estos nombres guardan consonancia con el habla común, con el modo de ser de aquellos que, en tiempos remotos, vivían en esos sitios y de quienes los amaron. Esos nombres son de antigua data; y si algún día fueron nuevos, pronto se incorporaron al imaginario de aquellos antepasados que, a lomo de mula o a pie enjuto, hicieron las rutas, trazaron los rumbos, treparon las laderas, durmieron en las estribaciones de los volcanes o orilla de una laguna.
Algún día remoto, un indio, un aventurero, un conquistador o un jinete fatigado, cualquiera de ellos, bautizó a la montaña, río o lago. Pocos nombres habrán sido invención de autoridades u oficiantes de burócratas, los más, seguramente, fueron ocurrencia de un anónimo caminante, de un cacique o de un señor.
Nombrar a los sitios es arte que se ejerce desde antiguo, sin rito ni solemnidad; es arte que pertenece al tiempo de la fundación de nuestras tierras, a los años en que llegaron los europeos y descubrieron la enormidad del continente. En algunos casos, los nombres españoles suplantaron a los originarios; en otros, los nativos persistieron. Pichincha, Cotopaxi, Tungurahua, datan, al parecer, de tiempos anteriores al incario. El Altar, con la llegada de los españoles, prevaleció sobre el antiguo Condorazo.
Hay nombres de raíz quichua que son simplemente poesía. Carihuayrazo, quiere decir viento macho de la nieve; Chimborazo, las tres cumbres nevadas; Rumihuayco, el hueco de las piedras; Huayrapungo, la puerta del viento; Yanahurco, montaña negra; Yanayura, blanco y negro; Tungurahua el niño que grita; Chuquipogyo, la vertiente de la izquierda; Quimsacruz, las tres cruces; Ingapirca, la pared del inca; Yaguarcocha, lago de sangre. Hay una hacienda que se llama Huayratazín, o nido del viento, otra se conoce como Huagrahuasi, o la casa del toro; un sitio remoto se llama Diablosaltana, otro Angahuachana y alguno más, Rodeoloma.
Las montañas y los valles fueron sitios fértiles para que en ellos, y sobre ellos, nazcan mitos y leyendas; para que quede la marca y la memoria de nombres que aluden a la grandeza de un nevado, a algún hecho ya olvidado, a la memoria de un trabajo, de una alegría o una desgracia. Aluden al viento, al agua, a la lluvia, al cóndor que anida, al color de las rocas, a la impresión que dejó un amanecer o una tarde, a la paz de un valle, a las tareas de las vaquerías y a las jornadas de exploración, a la sorpresa o al miedo, a la memoria de un puente viejo o al rumor de un río. Aluden a la tierra, a lo simbólico, a lo ritual, a las grandezas perdidas, a los dominios ganados, a la fuerza de los hombres, a veces, a la humildad y, con frecuencia, al fragor de la naturaleza.
Los nombres de montañas, ríos, caminos y lagos son una suerte de sinfonía. Son la evidencia del abrazo entre el quichua dominado y el castellano triunfador. Muchos, son testimonio de la sorpresa de los descubridores, de la imaginación de los labriegos, del capricho de algunos o de la esperanza de otros. Son, a veces, una nostalgia que perdura, una afirmación que estremece. Y siempre, son parte de la memoria y certeza de identidad.
Memorias de viajeros ilustres
Las Crónicas de Indias son la fuente primaria más importante que contiene la visión de conquistadores, frailes y más personajes que llegaron a América a fines del siglo XV e inicios del XVI. La Colonia no es menos rica en testimonios; destacan, en especial, las memorias de los viajeros ilustres que constituyen un capítulo vital del Continente, y que deberían recogerse y sistematizarse como testimonio fundamental de la historia, la sociología, la botánica y la filología de nuestras tierras. Esas memorias son, con frecuencia, más interesantes y certeras que muchas historias escritas al calor de las consignas y bajo el consejo del interés.
La Condamine y los capitanes españoles
Cuando Carlos María de la Condamine y la Misión Geodésica llegaron a territorios de Quito para determinar el grado del meridiano del ecuador, en aquella histórica disputa sobre la forma de la tierra, el nuestro era un país de leyenda: era el último rincón del mundo, y Quito era ya una maravilla arquitectónica encerrada entre montañas, que alojaba una sociedad colonial contradictoria, de blancos, indígenas, mestizos y esclavos.
La Condamine, en las pausas de su trabajo científico, escribió una crónica de viaje cuyos testimonios oscilan entre lo maravilloso y lo trágico, entre lo sorprendente y lo insólito. Escribió una mínima, pero indispensable radiografía de lo que fuimos y de lo que fue el continente en la primera mitad del siglo XVIII, que el autor llamó “Viaje a la América Meridional.”
La presencia de la Misión Geodésica y las memorias de sus científicos, que además eran viajeros, son importantes a tal punto que la Real Audiencia de Quito, al independizarse de la Gran Colombia, en 1830, adoptó el nombre de República del Ecuador, en alusión al memorable trabajo de los académicos y en recuerdo de aquel episodio del meridiano. En ese hecho está la partida bautismal de la denominación de nuestro país.
Con la Misión Geodésica, llegaron dos capitanes españoles que escribirían libros fundamentales para la memoria de América. “Las Noticias Secretas de América” de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, publicadas tardíamente por razones políticas, habrían de conmover a la gente sensible, y convertirse en testimonio esencial de la realidad, y en la mala conciencia de las colonias americanas. Esas “noticias secretas” que develaron lo que había estado escondido, la vergonzante memoria de los vencidos, la crónica de la cara oculta de lo que en aquel tiempo fue la Real Audiencia de Quito.
Antonio de Ulloa dejó, además, su testimonio personal en una extensa e interesantísima crónica, resultado de su vocación viajera y de su talante de curioso e ilustrado observador. Ese libro, “Viaje a la América Meridional”, es, quizá, la más completa descripción de la geografía, la sociología, la botánica y la zoología de las tierras americanas. Sus notas sobre el campo y los caminos, la descripción de las legendarias rutas de mula y la memoria de los chaquiñanes que se descolgaban por los abismos, su aproximación a las costumbres y a la gente, su descripción del poncho y de las tareas agrícolas, hacen de este texto una exploración formidable de una sociedad desconocida, profundamente humana y, a la vez, contradictoria.
No he encontrado otro testimonio tan exhaustivo de ese tiempo.
El viaje de Isabel de Godín, o la fuerza de la fidelidad
Como un viaje que se aproxima a la leyenda y a la mitología, prefiero aquel que hiciera Isabel de Godín, una mujer riobambeña, casada con Jean Godín, el más joven de los científicos franceses que integraron la Misión Geodésica. Separada por más de veinte años de su marido. Razones políticas y burocráticas impedían al científico francés regresar a la Real Audiencia a reunirse con su familia. En tales circunstancias, esta mujer de la alta sociedad, después de larga y paciente espera, en 1769, partió con el propósito de llegar a las colonias portuguesas, allá en la Amazonía, donde estaba su esposo.
Isabel de Godín salió de la antigua Riobamba vestida como correspondía a su alcurnia y rodeada de un séquito de parientes y esclavos, y fue faldeando primero las selvas y los riscos del volcán Tungurahua. Isabel de Godín atravesó las selvas del Amazonas y el Orinoco, hasta la Guayana Francesa, en una jornada increíble de miles millas. Cruzó la jungla amazónica, navegó por ríos que no constaban en los mapas, se internó en territorios de tribus desconocidas, enfrentó la plaga de la viruela, vio morir a sus hermanos, se perdió en la enmarañado cauce del Bombonaza y, arrostrando toda suerte de peligros, plagas, enfermedades y privaciones, al fin, llegó a su destino, en julio de 1770, y se reunió con Jean Godín.
Ejemplo de fe, tenacidad y valentía, no hay viaje impulsado por el amor, la lealtad y la ilusión que se le compare. Está pendiente la gran novela que traduzca esa aventura y rescate su memoria.
Alexander von Humboldt y Edward Whymper, la memoria de los Andes
Científicos y viajeros por excelencia, Humboldt y Whymper, con distancia de casi un siglo, vinieron a Ecuador buscando razones y certezas que confirmen sus tesis científicas. Y se llevaron en sus memorias pedazos de la tierra bella y contradictoria que fuimos.
Humboldt vino a la Real Audiencia a inicios del 1800. De Quito, dijo que “la ciudad respiraba una atmósfera de lujo y voluptuosidad, y talvez no exista en ninguna otra parte una población tan completamente entregada a la consecución del placer. Así el hombre puede acostumbrarse a dormir en paz al borde del precipicio.”
Amigo de los grades marqueses quiteños, especialmente de Juan Pío y Carlos Montufar. Gracias a su apoyo, subió al Pichincha y al Chimborazo. Su descripción de la ascensión de la que por entonces se consideraba la mayor altitud del mundo, es un clásico de la ciencia y del andinismo y una de las cumbres de la literatura de viajes. Sus libros “Cuadros de la Naturaleza” y “Sitios de las Cordilleras y Monumentos de los Pueblos Indígenas de América”, y la antología de textos acerca del viaje de Humboldt por el Camino del Inca, a través de tierras de Colombia, Ecuador y Perú, son indispensables para entender el viaje como fuente de datos y como testimonio de la historia y la geografía de los pueblos.
Algunas de las razones de esta conferencia, nacen hace años cuando empecé a leer las crónicas de Indias, y, más cercanamente, a Humboldt, a Meyer, a Bonpland, a Teodoro Wolf y a tantos otros. Desde entonces pensé que valía la pena hacer una reflexión, o al menos, una aproximación a la filosofía del viaje.
Whymper estuvo en el Ecuador entre 1879 y 1880. En el corto tiempo de su estadía, recorrió en mula buena parte de la sierra; viajó por los Andes, ascendió al Chimborazo, Cotopaxi, Antisana, Pichincha, Sincholagua, Cayambe, Cotacachi, Saraurco, Carihuayrazo y Altar. Conoció muy bien los páramos, estuvo en rodeos y cacerías en las alturas de Pinantura, advirtió la índole de Quito y el carácter de su gente. Como resultado y testimonio, dejó su clásico “Viajes a través de los majestuosos Andes del Ecuador.”
El libro de Whymper no es solamente una crónica para ascensionistas o geólogos. Es un magnífico testimonio del país de ese tiempo, de sus pueblos y ciudades, de su gente y del aire y de la personalidad de sus aldeas. Es parte sustancial de la memoria del Ecuador.
Charles Darwin, memorias desde la tierra
A Charles Darwin se le asocia solamente con la teoría de la evolución, con la ciencia que puso en cuestión mucho mitos, creencias y dogmas, con el fundamento a la modernidad y el triunfo del positivismo científico. Le asociamos con las Islas Galápagos y es justa esa asociación, pero existe el Charles Darwin desconocido: el viajero de a pie, el curioso que se adentró en la tierra americana, el que husmeó la vida en las pampas, el que se codeó con el dictador argentino Juan Manuel de Rosas. El que escribió ese “Viaje de un Naturalista alrededor del mundo”, que nos trae noticias y leyendas de los pueblos patagones, de los gauchos argentinos, de los arrieros maulinos, de las curiosidades de las estepas, de las costumbres y de los animales, de cómo fueron los indígenas y los mestizos. En fin, de la vida en el siglo XIX en la tierra de repúblicas recién fundadas y en los tiempos de guerras civiles y de turbulencia sociales.
Darwin es casi desconocido como cronista de las jornadas en tierra. Y este curioso desconocimiento contrasta con la fama enorme e incuestionable de que goza como científico.
Recuerdos de desterrados (los jesuitas del extrañamiento)
La expulsión de los jesuitas en 1767, en virtud de la Pragmática del rey Carlos III, provocó una súbita conmoción en las colonias en lo económico, educativo, social y cultural. Este hecho constituyó un punto de inflexión en el destino de los países hispanoamericanos. Podría ser una de las causas del subdesarrollo del continente, ya que la Compañía de Jesús había estructurado con éxito, desde hacía largo tiempo, el sistema de las haciendas integradas que proveían de bienes a la comunidad y de recursos a las escuelas y colegios administrados por la orden. La expulsión es una de la causas de la decadencia de los obrajes y otras explotaciones en las que sea había llegado a niveles interesantes y notablemente y productivos en el manejo de la tierra.
Los jesuitas del extrañamiento, concentrados casi todos en Italia después de la masiva expulsión de tierras americanas, dejaron una huella indeleble en la literatura de viajes, entendida en su caso como el adiós definitivo a su país y a la tierra en la que, pese a su condición de extranjeros, se habían afincado por décadas. Son, muchos de ellos, los cronistas de la nostalgia, pero ella no menoscaba la precisión descriptiva, la objetividad y la abundancia de datos que sus textos proveen sobre la vida a finales de la Colonia.
Los jesuitas del extrañamiento son un inexplorado filón informativo en la perspectiva de la historia, la sociología, la geografía, la economía. Basta recordar a Juan de Velasco y a Mario Cicala. La crónica de éste último, un extenso testimonio de ochocientas páginas, publicado recién en 1994, cuenta los viajes por el sur de Colombia y la provincia de Quito, describe la estructura de la sociedad, y contiene una interesante narración de la vida en las haciendas jesuíticas, en los obrajes y en las misiones. Es la única crónica que conozco que hace una descripción detallada de la antigua Riobamba, de sus familias, edificaciones y templos. Resulta dramático este testimonio, porque esa ciudad, una de las más importantes de las colonias hispanoamericanas, fue destruida treinta años después de la expulsión, por el terremoto de febrero de 1797.
El cónsul gringo que escribió memorias
El cónsul norteamericano Friederich Hassaurek, destacado al naciente Ecuador durante las administraciones del presidente Gabriel García Moreno, escribió un testimonio fundamental para entender ese tiempo. No es un frío informe diplomático; es un texto vivaz, rico en apreciaciones y noticias. Crítica, y en ocasiones mordaz, es una de las más ricas crónicas de viaje, y una radiografía de los tiempos de predominio conservador.
“Cuatro años entre los ecuatorianos” es una crónica de viaje, y no solo eso, es una aproximación a la sociedad de ese tiempo. Alguien dijo de esta crónica que era “la visión del país indolente”. Uno de sus capítulos, quizá el más crítico y, en cierto modo actual, es aquel que se titula “La política triste y despreciable, una historia de horror y miseria”.
Los viajes sin cronista y sin memoria
Hay muchos viajes sin cronista y sin memoria. Hay aventuras y aventureros sin registro. Hay episodios que se quedaron en la literatura oral, en la narración de los abuelos, en la tradición de las familias, en los decires de la gente. Y hay otras que se perdieron para siempre, en esos olvidos que son mutilaciones, en esas negaciones que son renuncias, en esas ignorancias que empobrecen a países y familias, olvidos, negaciones e ignorancias que menoscaban la conciencia del pasado, la comprensión de la vida cotidiana, y la asimilación de las verdaderas causas de los episodios resonantes.
En fin, crónicas hay y olvidos también. Lo importante, sin embargo, es que el viaje —del que a veces no hay registro ni recuerdo— propicie que las personas y los países crezcan y acumulen riqueza espiritual; que el viaje sea oportunidad para abrir ventanas, ventilar recintos y advertir que, más allá de nosotros, están los otros, los extranjeros, los diferentes, que son hermanos distintos, pero hermanos. Que los pueblos no concluyen en sus fronteras, y que tras de ellas, no están enemigos acechantes; que más allá de ellas, están otros horizontes que invitan a irse, a hacer camino, a descubrir e incorporar valores y tolerancias. En todo caso, con el viaje, a la par que vamos agregando palabras al diccionario, agregamos notas a la libreta viajera, recuerdos a la mente y nostalgias al corazón.
Fabián Corral Burbano de Lara
[1] Watson, Peter. Ideas. Historia Intelectual de la Humanidad. P 699. Edit. Crítica, Barcelona, 2009
[2] Las Sargas de Esplandión, Garcí Rodríguez de Montalvo. 1510