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«El muérdago», por doña Susana Cordero de Espinosa

¿Cómo hemos dejado a nuestros árboles, sobre todo a los de los parques, los caminos, las avenidas, llegar a punto de muerte, como si nada pasara? Es verdad que nada es extraño al mundo en que vivimos: incendios producidos por madereros...

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Algo necesita hoy nuestra toma de conciencia ciudadana, nuestro clamor unánime. He buscado en el diccionario, en Wikipedia, pero el habla botánica es para mí un galimatías, lo que no significa que sea insensible a la belleza de un gran molle, al florecimiento anual de los arupos, a la maravilla del jacarandá del fondo del jardín, hoy florecido; a los infinitos colores del geranio y de la buganvilla. Todo esto existe y está, quizá, en nuestra alma, pero ¿cómo hemos dejado a nuestros árboles, sobre todo a los de los parques, los caminos, las avenidas, llegar a punto de muerte, como si nada pasara? Es verdad que nada es extraño al mundo en que vivimos: incendios producidos por madereros devastan nuestra selva; en la sierra incendiamos los bosques, y llamamos El Bosque a la urbanización surgida ‘gracias’ al vacío que se hizo al pie del Pichincha, talando su infinito boscaje.

En el reservorio de Cumbayá, donde hemos vuelto a caminar ‘enmascarillados’, los arbolitos —cuyo nombre nadie conoce— se secan y mueren lentamente por obra de otra planta, cuya naturaleza he buscado con afán, sin encontrarla. Di por fin con el muérdago: su descripción coincide, en parte, con lo que nos muestra esa especie de enemigo inofensivo: ‘Planta parásita, siempre verde, de la familia de las lorantáceas, que vive sobre los troncos y ramas de los árboles. Sus tallos se dividen desde la base en varios ramos, desparramados, ahorquillados, cilíndricos y divididos por nudos, armados de púas pequeñas. Sus hojas son lanceoladas, crasas y carnosas; sus flores, dioicas y de color amarillo y el fruto una baya pequeña, traslúcida, de color blanco rosado cuyo mesocarpio contiene una sustancia viscosa”. No concuerdo con lo de las hojas ‘crasas y carnosas’ —las que veo son lanceoladas, sí, pero delgadas, y nunca he visto una de sus flores.

Los arbolitos del reservorio se alinean plagados, al principio, de una especie de tiña que sube lentamente por los tallos y llega, como si desembocara en un lugar ideal, a las articulaciones de las ramas, donde se deposita, se transforma, crece, bebe, devora su agua (‘parásitas hídricas’ se llaman, por su horrible sed) hasta quebrar, incluso ramas gruesas. ¿Cómo nombrar a este castigo, otra especie de pandemia que ataca sin piedad a nuestros árboles, sin que haya acción alguna para contrarrestarla ni medidas que eviten esta destrucción? Fuimos al Bosque de los Algarrobos que por fin se abría, en el Chaquiñán. Hace años, las ramas de esos árboles, siempre verdes, crecían extendiéndose horizontalmente para proteger del sol a los paseantes; hoy están pálidas, consumidas por el parásito innoble que todo lo destruye. Pasa lo mismo en los árboles de Pillagua o el Aromito, en los de nuestros jardines. Este mal todo lo agosta. Y no me digan que ante la vergüenza diaria de la corrupción a que asistimos, esta es menor. Nuestra indiferencia explica, tanto la desgracia inmensa de nuestra sociedad, como la pena de los árboles mustios, agonizantes…

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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