Siempre será necesario hacer un alto en el camino, revisar los incidentes que han marcado la jornada y reflexionar sobre ellos. Hoy más que nunca esto es indispensable cuando el mundo entero, el planeta Tierra, está cercado por una pandemia vírica que ha diezmado miles de seres humanos en todos los continentes. El coronavirus es una plaga global de resonancias bíblicas, algo jamás visto en la historia moderna; un virus de una magnitud desconocida ante el cual estamos inermes.
El orden mundial ha sido perturbado. Los efectos de la enfermedad son globales e impredecibles. Nadie sabe cuáles serán las consecuencias que sobrevendrán para la economía, el sistema político y la democracia. De una cosa estamos seguros: el mundo después del coronavirus ya no será el mismo. La pandemia nos rebela las equivocaciones y debilidades de la civilización tecnológica heredada del siglo XX. No es por la idolatría a la tecnología que vamos a mejorar la vida del ser humano. Si la ciencia no está unida a la ética y a la moral, si no está de por medio el respeto a la vida humana, si lo que prima es la codicia lo único que obtendremos es sembrar la semilla de nuestra autodestrucción.
Antes del coronavirus otras pandemias, esta vez ideológicas, ya habían corroído las bases de nuestra presuntuosa sociedad posmoderna. Me refiero al olvido de los valores que siempre sustentaron la existencia de la vida en este planeta; a la prevalencia de la economía sobre los derechos fundamentales de la vida humana; al predominio del gran capital sobre el bienestar de pueblos que aún aspiran a una vida digna; al recrudecimiento del racismo, los nacionalismos y más formas de segregación del hombre por razones étnicas y religiosas; a la cultura hedonista y el desenfrenado consumismo que hemos endiosado como fin supremo de la existencia.
Todo indica que esta pandemia que hoy atemoriza al mundo ha puesto en evidencia que estamos al final de una época que está mostrando sus lacras y fracasos. En los albores de una nueva era, hoy se habla de otra Ilustración, esto es, de un cambio radical en la manera de ver el mundo y organizar la sociedad, el poder político y el Estado. Esto supone volver a los principios que sustentaron siempre el ideal de construir sociedades en las que prime el enaltecimiento del ser humano como un valor en sí mismo, en las que sea factible el bienestar del mayor número de ciudadanos sobre la base de la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad.
Ingenuidad sería creer que los cambios llegarán una vez que levantemos la última víctima del coronavirus. Festejaremos el final de la batalla y el duelo será sustituido por el olvido y la ceguera. Sin embargo, nunca estarán demás las utopías, soñar, por ejemplo, en un mundo en el que la dignidad del hombre estará por encima del dinero y su hegemonía.