pie-749-blanco

«El pintor de la agonía», por don Bruno Sáenz A.

Presentamos una breve obra teatral que no está publicada y que, gracias a la gentileza de su autor, podemos compartir en exclusiva en nuestra web:

Artículos recientes

Detalle de «El Cristo de la agonía», de Miguel de Santiago

A la memoria de Hernán Rodríguez Castelo

Miguel de Santiago moribundo
Miguel de Santiago pintor
Isabel de Santiago, su hija, pintora
Nicolás de Goríbar, discípulo de Santiago
Jerónimo Inti, indígena rebelde
El modelo del Cristo
Padre Antonio de la Chica Cevallos, albacea de Miguel de Santiago
Una noble retratada por Santiago
El escribano
Seis testigos testamentarios (ropones y capuchón vacíos)
Un agustino, un franciscano, un mercedario

(Citas:
-Miguel de Santiago, su vida, su obra, de José María Vargas, O.P.: extractos del testamento del pintor.
-Dos de las unciones —en latín— del sacramento de la Extremaunción.)

Comienzos del siglo XVIII. Real Audiencia de Quito.
A la derecha, habitación de Miguel de Santiago: paredes blancas, techo alto, ventana en el ancho muro, un Cristo a la cabecera. Se accede a ella por tres o cuatro peldaños.
El enfermo Miguel yace en el lecho, sostenido por almohadones.
Una mesa. En su torno, se han sentado el escribano, el albacea y presbítero de la Chica y los testigos mudos, simples ropones que imitan figuras humanas o se dejan caer, arrugadas telas grises, encima del tablero.
Al lado opuesto, el taller de Miguel pintor. Ocupa el nivel inferior. Se percibe un desorden de lienzos, caballetes, escaleras, trajes, mesitas con tintes y polvos minerales y vegetales…
Una salida entreabierta en la pared del fondo, a la siniestra. Los personajes ingresan y se ausentan por esa abertura, sin abrirla completamente. Cuando alguien la atraviesa, se perciben, con diversa intensidad, los ruidos de la ciudad: ruedas de carretas, gritos, retazos ininteligibles de charlas, conatos de disputas, rumores inconclusos, incoherentes.

Una vez designado por las acotaciones, el Miguel moribundo (igual el Miguel pintor) seguirá desempeñando su papel hasta que la acción lo sustituya con su doble.

La habitación del enfermo.

EL ESCRIBANO lee:
Primeramente, encomiendo mi alma a Dios, Nuestro Señor, que la crio y redimió con su preciosa muerte y pasión, y el cuerpo a la tierra de que fue formado, del que quiero y es mi voluntad sea sepultado en la Iglesia del Convento del Gran Padre San Agustín y entierro de los Religiosos de él, en virtud de bula que tengo para ello, en mi poder.
¿Así ha de quedar, maestro Miguel? ¿Cambiaré una palabra, puliré una expresión, daré más claridad a la cláusula?

MIGUEL DE SANTIAGO:
Así ha de decir, señor escribano.

EL ESCRIBANO:
Dicta pues, Miguel, las demás disposiciones. Las iré acomodando a las fórmulas de la ley.

MIGUEL DE SANTIAGO:
Declaro que fui casado y velado, según orden de la Santa Madre Iglesia, con doña Andrea Cisneros y Alvarado, la cual no trajo a mi poder dote ni bienes algunos, ni yo llevé al suyo capital alguno.
Declaro que tuvimos y procreamos por nuestros hijos legítimos a Agustín de Cisneros, otro Agustín, Bartolomé de Cisneros, doña Isabel de Cisneros y Alvarado, viuda del capitán don Antonio Egas, y a doña Juana de Ruiz y Cisneros; y los dichos varones murieron sin dejar herederos, y la dicha doña Juana falleció dejando un hijo llamado Agustín Ruiz, de edad al presente de ocho años.
¿Tomas nota sin yerros, Manuel de Cevallos? Al polvo ha descendido mi familia. Mi muerte ha de acortarla todavía. Me sobrevivirán Isabel y Agustín, dos personas y dos tiempos distintos.

EL ESCRIBANO:
Consta aquí tu palabra. La repito de mi pluma y letra.

MIGUEL DE SANTIAGO:
Prosigo.

EL ESCRIBANO:
Te fatigas… He adelantado la redacción del documento según tus deseos.

EL ALBACEA, presbítero de la Chica:
Continuemos. El tiempo carece de medida cierta… Que la firma refrende cuanto la boca manda.

La oscuridad simplifica las formas del albacea y del escribano: las reduce a siluetas. Los testigos se derrumban, géneros mal plegados, sobre el tablero. Permanece, arropado por una luz tenue, el moribundo.

En el taller, Miguel de Santiago, el pintor, aún maduro y sano, habla con Jerónimo, indio a su servicio.

MIGUEL DE SANTIAGO:
Después de esta entrega, me adviertes, Jerónimo Inti, ya no traerás los tintes, las pastas y las savias para que yo los mezcle y simule con ellos colores y actitudes, santos y figurantes.

JERÓNIMO:
¿Todavía los usas? Envejeces. Gasta tu tesoro de tierras y de aceites, agobia tus pinceles, pide largueza al año.
Otros te proveerán.

MIGUEL:
No puedo encadenarte a mi casa. ¿Has hallado amo mejor, una labor de mayor dignidad, una tarea bien reconocida, una más fecunda cosecha?

JERÓNIMO:
El patrón soy yo mismo.
Ya no iré por las calles ni conduciré las bestias que transportan tus lienzos desde los obrajes y de las orillas del mar.
Tómame por desagradecido, pero no continuaré a tu servicio.

MIGUEL:
Mi consejero lego, el comentarista imprudente de mis aciertos, el crítico de los defectos aún no cometidos…

JERÓNIMO:
Me voy, maestro Miguel, al oriente de los montes, al boscaje enredado, refugio de mis hermanos. Muchos se niegan a reconocer el despojo, a sujetarse a la esclavitud de mitas y de minas…
Tu nombre me ha escudado, pero cualquier día me forzará la Audiencia a rendirme a un injusto destino.

MIGUEL:
¿Te unirás a los indios mostrencos? ¿Harás de ti un proscrito, un bandolero?

JERÓNIMO:
Escojo la libertad. La mía, la del paria. Pagaré su precio.

MIGUEL:
Mi recto proceder y mi responsabilidad de artesano me dignifican. Honran a la gente honesta nacida al pie de los cerros.
Preferiría saberte ejemplo de los tuyos, un natural libre que vive de sus manos.
Cuentas con mi ayuda, Jerónimo. Te has ganado el refugio de mi hogar.

JERÓNIMO:
De pintor te califico, no de modelo de existencia. Santiago te apellidas.

MIGUEL:
Nací Ruiz y Vizuete. El regidor Hernando de Santiago me prohijó. Me ha defendido la espada del apóstol, si en verdad fue guerrero.
A ese apelativo he regalado el peso fuerte de mis artes. Piénsalo: le doy lustre, el mío. No lo he recibido del eco de un pergamino castellano.

JERÓNIMO:
Sé igualmente de celebrados artesanos incapaces de disimular la antigua nobleza de la tierra.

MIGUEL:
Sigo las órdenes de los clérigos y de los oidores, gente de condición, copio y matizo los grabados de Flandes y de España, los adorno con detalles de nuestra flora, de la fauna nativa… El arte me dota de la munificencia del creador.
(Pausa)
No he de torcer tu ánimo.

JERÓNIMO:
Nunca lo conseguirías. Ni me delatarás ni informarás a nadie del azar de mis andares.

MIGUEL:
Confía, Inti. Reo he sido también de la justicia.
Adiós, soberbio amigo.

JERÓNIMO:
Hasta nunca, maestro.

Baja las escaleras, se introduce en el taller, desaparece.

MIGUEL:
Arcángel orgulloso. Me habría gustado convencerte para que posaras de diablo o penitente, de Adán enfrentado a la mujer y a la serpiente. Una pelea íntima… ¿Conseguiría reducir a Luzbel, uncirlo al yugo de su orgullo?
(Isabel sube del estudio)
Acaso la razón lo apoye. Se desvestirá de este ambiente engañoso, de dibujos que simulan volúmenes, rostros sangrientos o iluminados, de la imitación extrema de los males y las escasas alegrías de la naturaleza humana.
¿Hasta cuándo se prolongará mi sombra, vana mancha de tinta, por estas paredes? Bóvedas más estrechas guardarán mis despojos. A nadie brindaré afecto y protección. ¿Quién asistirá, desde el osario, al Inti pobre y engreído, a mis aprendices, a mi hija Isabel?

ISABEL le toca un hombro:
Padre, ofreces una faz a la muerte y te duele sentirte su ilustrador y camarada… Han fijado tus cuadros la plenitud de las criaturas y pregonado la gloria de Dios.
Los mártires arrebatados de sus cenizas, la misma guadañadora, la jornada magnánima de la resurrección han de quebrar las losas y surgir de las tumbas.

MIGUEL:
No mienten tus palabras, Isabel, aunque reflexionar no le queda mal a un anciano. Acabo de mirarme en el más veraz de los espejos, una faz ajena.
Tras ella se reflejaban la mía y el bulto de mi obra. Toda presencia es diálogo,

ISABEL:
Pocos necesitan de la sabiduría del pintor.
Hay quienes trazan sus esbozos a viva fuerza, remueven los campos, cavan surcos, derriban ciudades, sin hacer de ello una versión de la inmortalidad.
Mal ibas a esperar un Goríbar de cada uno de tus aprendices. Peor, un aprendiz de tu surtidor de géneros.
Anduvo a tu costado sin asentar sus huellas encima de tus rastros.

MIGUEL:
Goríbar creció con su talento. Tal vez guie su juventud. Tal vez alguna de sus pinceladas discretas de neófito apuntala las mías.
Sus Profetas dan una voz profunda a las taciturnas columnas la iglesia jesuítica.

ISABEL:
Brinda como ellos una prédica elocuente tu Vida de san Agustín, desde el claustro de los agustinos.

MIGUEL:
Esa biografía te debe algunas páginas.
Hija, exaltas a tu sexo. Madre eres de tu sobrino, el vástago de tu hermana. No avergüenzas a tu padre: aprendiste de él un oficio respetable. Añadiste a su legado la viveza de las flores, los rasgos de la ternura.
(Pausa)
Jerónimo ha escogido la aridez de los caminos, el puente desvencijado. No he de seguirlo. Menosprecia mi torcida vía, empedrada de dolores fingidos sobre las telas, de divinas enseñanzas. De los pies ha de servirse, no del pulgar y del índice.
(Pausa)
Ruega por su persona y pelea por un pueblo. ¿No le basta saberse el hombre nuevo, el quiteño redimido? Yo estampo mis iniciales con rara caligrafía. ¿Por qué habría de ignorar su mérito?
Dejo constancia minúscula de mi persona a las plantas de María inmaculada. Vale el mensaje. La doctrina me reemplaza. Aparta al predicador, pregona la homilía.

ISABEL:
Al escanciador desprecias, a quien da el sabor al vino y colma los vasos.
Tú lo encarnas. Viertes la luz en el grabado sombrío. La enseñanza es la de la misa del domingo pero agregas la verdad pescada al vuelo al ya tramado discurso.

MIGUEL:
He de serenar humanas ambiciones si debo imitar el verde de las hojas del árbol de la verdad, Isabel. He de garabatear al fondo, muy al fondo, la figuración de mis impresiones, la conciencia de mi casa y de mi entorno.

ISABEL:
Te has ingeniado para rehacer los paisajes y volverlos escenarios frescos, familiares, de un sermón casi tangible.

MIGUEL:
¡Mis milagros del santuario de Guápulo! Robé del santoral las crónicas para bajarlas al suelo de mis antepasados.
Lo pidieron los frailes franciscanos. Narraban los favores de la Virgen dispensados a los moradores de las laderas y las quiebras. Me facilitaron el escenario. Hube de reinventar el drama y definir la composición sin las indicaciones de los grabados europeos.
Recordaba al fiel de la parroquia que la suya era también la parcela de Dios.
(Pausa)
La gente aprecia mis esbozos… Y me admira por los chismes de barrio, divulga mi mal carácter…

ISABEL:
Goríbar daría fe de tu intolerancia.

MIGUEL:
Tu madre lo apoyaría. Denunció al alguacil mis tratos indignos…
Me preguntan los inocentes si me asilé con los agustinos para eludir de la prisión… Les he explicado inútilmente: me encerré por escapar de distracciones y aislarme del mundo hasta cerrar mi compromiso. Apelé a mi conciencia ética, a mi responsabilidad profesional. Y se me obligaba a cumplir el plazo del contrato.
Has oído los despropósitos de la gente a cuenta de los atrasos del indio Cantuña, el alarife o forjador de la leyenda. Acudió, aducen las comadres, al diablo. Venció con semejante valedor a la aurora y al canto del gallo. Ciñó con el antepecho la fábrica de San Francisco.

ISABEL:
¿Negarías los excesos de tu cólera? Denostabas a Goríbar, lo castigabas cuando se esforzaba por ayudarte, si acaso alteraba un detalle de tu composición.
Ahora, él enseña.

MIGUEL:
Enseña e impone y su prestigio se extiende a mi taller.

ISABEL:
Nicolás respeta a su mentor. Se ha vuelto su digno camarada.

MIGUEL:
Mi conciencia me acusa del mal inferido a mi esposa difunta… A ti, Isabel, mi hija, heredera de ms bienes y mi arte.

ISABEL:
Recojo del piso del taller los intentos fallidos, los matices inútilmente dispersos. Los coloco en su sitio.

MIGUEL:
¿Compararía mis lienzos con los tuyos? A cada quien su valía, a cada quien sus tachas.
He pintado milagros… Tú has vivido uno.
He recibido encomiendas de villas principales. Tú, una del Cielo.
Tu esposo, Antonio Egas, no consiguió retratar a sor Juana de Jesús. Estabas predestinada a recoger la apariencia de su muerte.

ISABEL:
No quiso intentarlo. El homenaje mortuorio, afirmaba, exigía la sensibilidad de una mujer.
Se hizo a un lado. Tal fue su amor por mí.

MIGUEL:
Me han revelado una historia distinta. Trató de dibujarla y no le alcanzó el ánimo para dar una pincelada o tirar una línea…
Me deleitan tus flores, tus rosas. ¿Ha de avergonzarme tu firma, impuesta cerca de la mía, al pie de uno cualquiera de mis cuadros, al margen de uno tuyo?
Reforzarás mi fama.
Con modestia, tu habilidad socorre a la de tu padre.

ISABEL:
A cada quien su valía, a cada quien el alto escalón o el primero de la cuesta empinada. No sacudas el polvo de mi rincón.

MIGUEL:
Permíteme buscar contigo la remisión de las ofensas a mi esposa. Has sido madre también.

ISABEL:
Sí, del retoño de mi hermana…

MIGUEL:
Mi delito atenta al fin contra mi carne. Mi mujer y yo, según lo quiere el Cristo, tuvimos una sola…

ISABEL:
Irritable y a la vez indefensa…

MIGUEL:
Acudió a la justicia. Pidió reparaciones.
¿Era mi derecho el de humillarla? ¿No golpeaba, haciéndolo, mi propia mejilla con la vileza de mi guante?
Mal me reconcilio conmigo. Mi deuda no se salda, Isabel, con el perdón de los otros.

ISABEL:
No me toca concederte la remisión de tus agravios, no por mi madre…

Nicolás Goríbar entra en el taller. (Suprimamos ese “de” Goríbar, esa cola de tantas aspiraciones… o de ninguna).

GORÍBAR de buen humor:
Isabel, padre mío, de mi brocha gorda al menos…

MIGUEL:
Buen día, Nicolás.

Los tres se inmovilizan. La iluminación se extiende al lecho del doliente y la mesa del escribano. Los hábitos de los testigos imitan de nuevo formas humanas.

EL ESCRIBANO anota y lee:
Una docena de países de a dos varas, hechura de España. Otro lienzo de dos varas, pintura de España, hechura de Sierra Morena. Veinte y cuatro lienzos de a vara: unos en bosquejo y otros originales. Tres lienzos de dos varas y media: los dos acabados y el uno en bosquejo. Una docena de lienzos de tocuyo, de a vara y media, unos en bosquejo y otros por acabar. Tres lienzos: el uno de vara y tres cuartas, que está acabado; el otro del mismo tamaño, acabado; y el otro de dos varas, en bosquejo. Otro lienzo de dos varas, acabado.

MIGUEL enfermo:
Un país de España. Cuatro lienzos de a dos varas: el uno en bosquejo y el otro acabado. Otro lienzo de dos varas y media, emprusiado. Un lienzo viejo, pintura al temple.

MIGUEL, el pintor:
Cinco varas y media de ruán para una sábana. Más cuarenta libros, chicos y grandes, de distintos autores, propios y ajenos… Es mi voluntad se entreguen a sus dueños los ajenos, y los demás que sobraren los dejo por mis bienes.

Se oscurece la alcoba. La claridad se mantiene sobre el lecho y su ocupante.

UNA VOZ DE MUJER desde la calle, a la entrada del taller:
¡Miguel! ¡Miguel de Santiago!

ISABEL advierte:
Doña Jimena… La esposa del oidor Sánchez.

MIGUEL:
Reclamará su retrato. Su retrato con santo… E inconcluso, me parece.

GORÍBAR:
Lo acabé, atendiendo a tu bosquejo…
Tú lo dispusiste.

MIGUEL:
Aclara la verdad, Nicolás. Es mío a medias.
La saludaré. Luego han de complacerla el autor de la mitad más bella y tú, Isabel. Con los costes te apañas a la perfección.
La enviaré acá.

Camina por el desaliño del gabinete.

ISABEL:
Primo, entrega el cuadro y cata su precio. Consta aquí, en este papelito. Mi padre lo suscribe. He separado el importe del trabajo y el de los materiales.

Miguel saluda a la visitante con una inclinación. Breve diálogo inaudible. Le señala un cuadro; después, la encamina a la pareja.

GORÍBAR:
Pronto la despide.

Santiago se disimula entre sus lienzos.

ISABEL:
Señora…

LA DAMA:
Saludo a tan cumplidos artesanos.

GORÍBAR:
Doña Jimena, Miguel ha ordenado que entregue yo la imagen de la protectora celestial. Ha situado los torsos de los nobles devotos abajo, a un costado de la Virgen.

LA DAMA:
Nicolás, la pintura de la Bienaventurada corresponde tanto a tu dedicación como a la de don Miguel. No desluce por ello. Me satisface.
Deseo disponer una composición nueva. Has de ponernos de rodillas, a mi marido, a mí, ante una predicación del Bautista… “No soy digno de desatar las sandalias del que viene detrás”. Escribe la frase encima de una cinta desplegada.
(A Isabel)
¿Arreglaré la cuenta contigo?

ISABEL:
Con Nicolás Goríbar.

Le entrega la hojita.

GORÍBAR:
Recojamos el lienzo. Hay que cubrir la superficie. Un paño protegerá su buena hechura.

LA DAMA:
Valen igual el arte y la firma del biógrafo de San Agustín y los del vocero de los profetas de Israel, del restaurador de las palmas de los reyes de Judá.

Se pierden por el atestado local. Reaparecen con la pintura a cuestas, discutiendo la encomienda en perspectiva.
Salen a la calle.

Vuelve Miguel de Santiago.

MIGUEL:
Hija, acompáñame afuera. Bajan de un coche un oidor, el secretario de nuestro gremio y un sacerdote de la orden de los hermanos menores.

ISABEL:
La pobreza de Francisco vela por nuestro bienestar. ¿Requieren los frailes las palmas de un martirio? Les quedaría desnudo el fondo de un altar lateral.

MIGUEL:
Un alto funcionario de la Audiencia, quizás el presidente Ponce de León, se muere por figurar, pecador arrepentido, beneficiario de indulgencias o agradecido donante, a unos pasos —¿o diré a media vara?— de la túnica de un beato, de la sandalia de una doncella coronada.

ISABEL:
Habrá sobrevivido a las angustias del mercader y a la mar tormentosa un cargamento de frágil cristalería…
La estampa se anuncia extraordinaria: una interpretación del ascenso al Empíreo, una mirada espectacular al horror de los Profundos…
Te escolto.

MIGUEL:
O repetirá la faz de un peninsular enriquecido. Devolvamos parte de su fortuna a esta hoya de la serranía.
Me sorprende la compañía de mi cófrade. ¿Me ha recomendado al secretario? ¿Acude a recaudar una limosna para la festividad de San Lucas?

ISABEL:
A su avidez le satisfaría el tintinear de unas cuantas monedas. La devorará la caja de la cofradía. Tu diestra ha de mostrarse generosa.
¿Quién te disputa la primacía del color en Quito?

MIGUEL:
No me apodero del lugar de honor. Mis tintas son severas, como toca a los asuntos de este bajo suelo. Por mi labor respondo… Y sacudo el monedero…
(Para sí)
Me tienta la vanidad y he de vencerla. Mi Inmaculada tota pulchra, mis Vírgenes eucarísticas, soberanas del vértice inferior de un triángulo presidido por la Trinidad desde una base ideal, invertida… Inspiraciones semejantes, tan lindas realizaciones se han instalado lejos de los más locos ensueños de un pintor del montón.
La artesanía, la mejor conseguida, poco o nada consigue sin la fe. En mi cabeza dialogan la idea mística y el oficio, las prescripciones de la imaginería y la intuición. Detrás de mis Madonas adivina el envidioso la tradición de España, pero es la propia Virgen la que me guía y renace confiada de mis líneas… No imito a Zurbarán ni a Murillo. Parto con ellos el descubrimiento de la Madre de Dios.
(En voz alta, con alegre ironía)
No ha de negar el brazo al hermano en desgracia, Isabel, este, el más menesteroso e incompetente de los cófrades.
(Pausa)
Atendamos a los peticionarios de la gracia celeste. Al fin, somos intermediarios. Llamamos de la cumbre a las ventanas del Cielo. Próximas las tenemos,

La luz se intensifica alrededor del Miguel moribundo. Ignora a los funcionarios y testigos del acto testamentario.
Miguel, el pintor, considera al crucificado. El modelo muestra las espaldas. Las cuerdas atan sus muñecas y tobillos al madero.

MIGUEL PINTOR:
Mayor patetismo lograría, falso crucificado, ciñéndome a la marquetería de los Cristos peninsulares. ¡Cuántas estampas, cuántas esculturas adornan mis paredes…!
Te exhibes satisfecho, pletórico de vida. ¿Sufres? ¿Simularás que sufres?

EL MODELO:
Incómoda resulta mi postura, maestro Miguel, y me ajusto a ella. El Salvador presentía, desde el patíbulo, el retorno a la mansión paterna.
Trato de asemejar mi cara a la mueca del agónico, pero la paz me inunda.

MIGUEL:
Tus visajes evocan los del Maladrón. Las cruces de los malhechores no han de asomar. Lo exige mi contratante.

EL MODELO:
Me esfuerzo, maestro, hago violencia a mi ánimo…

MIGUEL:
Un triste redentor, uno harto complacido…
Borra los visajes. Obedece mis instrucciones. Suplirán mis consejos tus incapacidades…
Si no te aproximas primero a la expresión de dolor, ¿cómo reflejarán tus ojos la aurora, el rayo de sol de la esperanza?

MIGUEL MORIBUNDO:
Compartí la subida al Calvario con el Justo escarnecido… Nada aportó el modelo… Bajé al torpe imitador del travesaño, lo eché. Me atuve al mandato del arte, a la experiencia humana. Pinté un cuadro. Otro más, casi idéntico. Mi tensión requería un desahogo doble.
Donaré el mío, el segundo a una iglesia de Quito Alguna lo solicitará. Sus naves le asegurarán la permanencia.
Disponga del primero quien mandó a elaborarlo.
(Miguel pintor trabaja, pinta, matiza, corrige)
Asumí mi parte, mi parte insignificante de la pasión. Las viejas rezadoras, los cuenteros de palacio y de las callejas inventaron una historia sangrienta: asesiné, dicen, al hombre, para copiar de un vivo las contorsiones de la muerte. Mía habría sido la lanza de Longinus.
¿Iba siquiera a engalanar mi estudio con un arma mortal? Me medía con un Jesús solitario, despojado su majestad, sometido a la carne. Si lo lastimé, la punta hendió mi propio costado.
(Pausa)
¿Por qué desgarran mi alma las uñas de la culpa?

MIGUEL PINTOR al modelo:
No, no has recorrido la vía dolorosa. ¿Te enconan los clavos? ¿Te ahoga el peso de tu cuerpo pendiente?

EL MODELO:
Ofrece a Jesucristo íntima penitencia. Yo a su misericordia me brindo.

MIGUEL:
Tu placidez pronuncia mi sentencia…

Coge una larga vara de madera, terminada en punta.
La sopesa. La hunde bajo las costillas del simulador.

EL MODELO:
¡Me matas, maestro Miguel!

Miguel —el pintor— se ocupa febrilmente, alucinado, de su lienzo.
Oscuridad en el taller.

MIGUEL MORIBUNDO:
Nada ocurrió así. Recurrí al mesías agónico rememorado a los grandes ilustradores de la Pasión.
(Pausa)
Me invadió la rabia. La volqué en mi interior contra el discípulo reticente. Trasladé mi ira al Salvador. Sumé mi falta a la sutileza de la víbora, a la mandíbula de asno de Caín, al juicio de Pilatos. Fui el raptor y el secuestrado, el avaro y el mendigo leproso, el indio despojado y la espada y la pluma de Santiago, letrado y guerrero.
Cargué a mis espaldas los pecados del mundo.
Careció mi asesinato de la lanza, mi compasión del trapo embebido en vinagre. Mi pincel lastimó al Hijo del Hombre. Conjuntó mi arte la destreza del experto, la angustia del creyente, el odio del pecador impenitente.
¿Iba el alguacil a perseguir al autor de un delito jamás cometido? ¿Al verdugo del Creador, arrastrado por la desolación de su alma?

Luz en el taller. El modelo —Miguel ha retirado las ataduras de sus manos y pies— se aparta de la cruz.

EL MODELO al pintor:
No me alanceaste, Miguel. Distinta fue tu presa. Llagaste la ijada del Cristo.

Penumbra. La claridad devuelve a la escena la ceremonia testamentaria.

EL ESCRIBANO apunta y lee:
Y para cumplir y pagar este testamento, su mandas y sus legados, dejo y nombro por mis albaceas testamentarios y tenedores de bienes, al maestro don Antonio de Chica Cevallos, Presbítero, y a la dicha doña Isabel, mi hija legítima, a los cuales les doy el poder y facultad que se requiere por derecho, para que entren en los dichos mis bienes, derechos y acciones. Y por cuanto mi nieto es menor, nombro por tutor y curador de su persona y bienes, en toda forma de derecho, al dicho Maestro don Antonio de la Chica.

MIGUEL MORIBUNDO:
Nombro por mis herederos universales a la dicha doña Isabel, mi hija legítima, y al dicho mi nieto, Agustín Ruiz, para que hereden los dichos mis bienes con la bendición de Dios y la mía.

MIGUEL PINTOR, una silueta dibujada en la puerta del estudio:
No la arropa mi oficio, el suyo la engalana… La fama de Isabel no necesita el bastón de mi prestigio. Aporta a mi legado la finura de sus dedos, la dulzura floral de su condición femenina.
Exclusivo es su patrimonio.

Se confunde —ha agotado su rol— con los bártulos de su industria.

Miguel moribundo —la noche difumina al escribano y descarta a los testigos— descansa.
De la penumbra del taller suben al dormitorio, sin despertar al doliente, tres religiosos, un agustino, un mercedario y un franciscano.

EL AGUSTINO:
Respetemos su reposo.
En el muelle de las lágrimas aguarda por el remero y la barca bamboleante.

EL FRANCISCANO:
Justo es, no obstante, que oremos ante a su lecho de muerte.

EL MERCEDARIO:
Cabizbajos, de rodillas, al borde de la ribera al decorador del orbe a su viaje acompañamos.
¡Oh, salutíferas aguas!

EL AGUSTINO:
Discípulo del crepúsculo a las plantas de la cruz, heridor del Cristo muerto con la lanza del pincel…

EL FRANCISCANO:
Escultor de la apostura de la santísima madre, de la Virgen tota pulchra, protectora de este globo, de la dispersión de mundos,
de las redes que del caos cierran todos los extremos.

Le imparten, de consuno, la bendición.

EL MERCEDARIO:
Le demora el dibujante a medio camino el vuelo.
Con gracia, dobla la dama el brazo que al Cielo invita. Abarca la siega entera de soles y de planetas.
Al suelo fuerza a seguirla. Una sola es la cosecha.
¡Gran señora y tierna madre! ¡Espiga de la Judea, doncella de árido suelo y hembra exaltada concorde con la idea del Supremo
Hacedor de la hermosura y celador de virtudes!

EL FRANCISCANO:
Miguel Vizuete o Miguel apodado de Santiago, alma agregaste a las láminas del grabador sedentario.

EL MERCEDARIO:
A la imagen diste lengua. Al labio pintado el don de recitar la homilía.
La vestiste con un hilo disimulado del Ande, con la arcilla de sus cuencos, el gris de sus nubarrones.
Hiciste de tus laderas un escalón del ascenso a la morada del Padre.

EL FRANCISCANO:
Sin leer la nota austera, amamos la melodía.

EL AGUSTINO:
Cubre la bolsa del santo el salario de su obrero. Te dispensa su bondad veta de más regia mina.

EL FRANCISCANO:
Testigo de sus favores sobre brumosas laderas, el fiador te volviste de la Virgen prodigiosa.
Concebiste las siluetas, desdeñaste las facciones. Trazaste la devoción de un pueblo entero, no el censo de vecinos registrados por un libro de cabildos.

EL AGUSTINO:
Cerca del Crucificado tu ausencia depositamos. Compartiste el sufrimiento. Goza junto a él su descanso.

LOS TRES:
¿Trazas, Miguel, todavía, del Señor los panoramas? ¿Deambulas por tus quebradas o las callejas de Europa?
¿Por las lomas habitadas por tus ancestros quiteños? ¿Te habla un amauta al oído?

EL AGUSTINO:
¿Miras de cara a la luna de pergamino sin mácula, cortas su papel de plata por esbozar en su canto la liviandad de una planta, la de la Madre del Verbo?

EL MERCEDARIO:
Y de toda criatura.

Respetuosamente, bajan la escalera y se retiran.

MIGUEL MORIBUNDO despierta:
Tuve un sueño, uno extraño, extraordinario. ¿Fueron tres los religiosos? ¿Vi de Dios los mensajeros?
¿Me incorporan al cortejo de las ánimas en pena? ¿Qué condena me impusieron?

Se reconstituye el cuadro de la ceremonia notarial.

EL ESCRIBANO lee:
Con lo cual revoco y anulo y doy por ningunos y de ningún valor y efecto otros cualesquiera testamentos, codicilios, poderes que haya dado, para tratar por escrito o de palabra, para que no valgan ni hagan fe judicial ni extrajudicialmente…

MIGUEL MORIBUNDO:
Y solo quiero que valga este testamento por tal o por aquel instrumento que permita el descargo de mi conciencia y última voluntad.

EL ESCRIBANO:
Fecho y otorgado en esta Muy Noble y Muy Leal ciudad de San Francisco del Quito, en treinta y uno de diciembre de mil setecientos y cinco años.

Retira los papeles. Se lleva la mesa y los prietos tejidos (las humilladas estaturas cuelgan a los costados) ayudado por el albacea.
Se van por el taller. Entrecierran la salida.

JERÓNIMO INTI entra:
Maestro, maestro Miguel. De paso ando. Te saludo.
(Sube al dormitorio)
Los religiosos, los protectores de indios, los caciques privilegiados buscan a los naturales. Nadie ha de dispersarse, aislarse, formar parcialidades remontadas.
Mis amigos iban a conducirme a ese exilio feliz. Ahora se ocultan. Los han reducido sus perseguidores.
(Se aproxima a la cama)
¿Me oyes? Despojado de guía y de sendero, escojo la confusión de la ciudad. Me disimularán aquí la noche y tu fama. Fingiré ser uno de tus sirvientes, yo, el hombre libre.
¿Me negarás el techo y el jergón? Mañana ganaré, con el amanecer, la cordillera, rodaré por las estribaciones hasta la enmarañada ganancia de las selvas.
(Pausa)
¿Callas, Miguel? ¿Tu debilidad no pide cuentas de mi extravío, del fracaso de mi evasión?
(Lo distrae un ruido en el taller)
Acude a ti el heraldo de la muerte… Seré mi propia máscara. Me anularé pregonando mi presencia. ¿Han de distinguirme de uno cualquiera de mis hermanos?

Se sienta, arrimado a la pared.
Entran el Presbítero de la Chica, con el óleo y el pan de la comunión, e Isabel. Ella y Jerónimo Inti se miran. Isabel, aunque impaciente por aproximarse a su padre, cede el lugar al eclesiástico.

EL PRESBÍTERO bendice:
In nomine Patris et Filli et Spiritus Sancti, extinguator in te onmis virtus diaboli por impositionem manuum nostrarum.
(Unge con el óleo —la señala de la cruz— los ojos del enfermo)
Per istam sanctam unctionem, et suam piisimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidit per visum deliquisti. Amén.

Jerónimo se arrodilla.

ISABEL a media voz:
Por esta santa unción y por su piadosísima misericordia, te perdone el Señor cuanto hubieres pecado con la vista.

EL PRESBÍTERO unge la diestra de Miguel:
Per istam sanctam unctionem, et suam piisimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidit per tactum deliquisti.

ISABEL a media voz:
Por esta santa unción y por su piadosísima misericordia, te perdone el Señor cuanto hubieres pecado con la mano.

El presbítero tiende el pan de la comunión a Santiago. Miguel no reacciona.
El sacerdote hace una seña a la hija y se retira.
Isabel mira a su padre largamente. Ha muerto. Le cierra los ojos. Sale.

JERÓNIMO se levanta. Se acerca al difunto:
Ya no desdoblas por cubrirme tu cobija. Ya no escuchas mi adiós.
Rezaré por ti un Padre Nuestro al Cristo de la agonía. Por el barro de tu estirpe entonaré un lamento a Pachacamac.
Hasta toparnos de nuevo, hasta el postrero de mis días, Miguel de Santiago, Miguel Vizuete y Ruiz. ¿Aguardaré a la aurora? Funesto sería para mí mezclarme con tus deudos, con tu nobleza condescendiente…
Te abrumará su llanto…

Parte.
Miguel de Santiago, pintor y moribundo, se alza del lecho. Está completamente vestido.
Se inclina brevemente ante la cruz de la alcoba.
Baja al taller. Se dirige al fondo.
Abre la puerta hasta ahora entornada. El exterior ha enmudecido. ¿Qué le aguarda allí? ¿La calzada del peregrino? ¿El abismo de la eternidad?
Sale.
La claridad se extingue.

0 0 votes
Article Rating
0
Would love your thoughts, please comment.x