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«El planeta de la melancolía», por doña Cecilia Ansaldo

Si hay algo que queda en la memoria luego de leer narrativa es la singularidad de los personajes. Más cuando se trata de cuentos que recogen historias precisas y compactas...

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Si hay algo que queda en la memoria luego de leer narrativa es la singularidad de los personajes. Más cuando se trata de cuentos que recogen historias precisas y compactas, en las cuales pocas veces se trazan todos los recorridos de las vidas. Y allí vamos, guardando personalidades con rostro e identidad propios, aunque solo sea de seres imaginarios. Esto ocurre notoriamente después de leer Tierra fresca de su tumba (2021), de la escritora boliviana Giovanna Rivero, otra de nuestras invitadas a la VII Feria del Libro de Guayaquil.

El conocimiento paralelo que aportan las noticias literarias —publicaciones, premios, viajes, entrevistas— solo se valida cuando leemos los libros que se mencionan a menudo. Ya sabemos que entre la elección, la oportunidad del hallazgo y la compañía para comentarlos se genera el flujo sanguíneo que mantiene vivos a los libros. Porque si bien son producto de la solitaria escritura, sin lectura sería como si no existieran.

Bien fijados en la tierra a la que alude el título, los personajes de Rivero en esta, su sexta colección a partir de Las bestias (1996), se proyectan por la diversidad, aunque arranquen hacia el mundo desde Latinoamérica, y la mayoría desde Bolivia. A primera vista nada tienen en común una anciana japonesa —de la colonia Okinawa que acogió cerca de Santa Cruz a sobrevivientes de la II Guerra Mundial— con una quinceañera menonita, con una profesora universitaria que veranea en su país natal y un náufrago salvadoreño. Estos actuantes, eso sí, han probado las aguas del infortunio y del dolor, llevándolos como un signo secreto, como una carga del destino. La vis trágica de ellos parece ratificar el cierre de Edipo Rey: No digáis que sois feliz hasta que hayáis muerto.

El aprovechamiento de unos hechos ocurridos hace una década, en Manitoba —colonia menonita insular en Bolivia—, es magistral. No importa ignorar que algunos hombres de ese estilo de vida violaron a jovencitas adormeciendo a las familias con unas drogas naturales. Lo que ocurre en La mansedumbre con la adolescente Ilse la hace víctima de su comunidad patriarcal, pero la redime la acción justiciera de su padre. El drama de la pareja de pescadores que navega a la deriva atenazados por el hambre se recrea, tanto como el cuento anterior, en el diálogo, en la capacidad de crear oralidad intensa y compacta.

Próxima a ciertas narraciones de nuestra Mónica Ojeda, la familia puede ser una cápsula de secretos y daños que solo afloran al exterior cuando algún detonante rompe una veta de locura —estremecedor cuento el que se llama “Socorro”—. Y también como la autora ecuatoriana, Rivero apuntala en imágenes poéticas la sugerencia, el misterio que ocultan sus historias. Sin estridencias, hasta exprimiendo el significado del silencio, estos cuentos están cargados de sentido del territorio al mismo tiempo que han roto fronteras geográficas y emocionales.

Muchas veces, el reducido círculo vivencial del lector es demasiado plácido o está nutrido de momentos felices. Basta mirar esa fiesta permanente que parece la vida desde las fotos colgadas en las redes sociales. El contraste que imponen cuentos como Piel de asno y Hermano ciervo nos recuerda la fragilidad de la condición humana, los dobleces que nos envuelven y la instalación, si somos afortunados, en una tenaz melancolía.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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