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«El problema final», por doña Cecilia Ansaldo

Como decía un estudioso, la novela policiaca es producto del intelecto: el escritor, como el matemático y el general que dirige una batalla, actúa “desde afuera”, es decir, esa narrativa no permitía la clásica...

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Como decía un estudioso, la novela policiaca es producto del intelecto: el escritor, como el matemático y el general que dirige una batalla, actúa “desde afuera”, es decir, esa narrativa no permitía la clásica identificación emocional, sino que exigía una lectura en la cual las destrezas del pensamiento descubran al asesino junto con el narrador.

A finales del siglo XIX fue Arthur Conan Doyle quien creó el relato y el personaje investigador modélicos. Su Sherlock Holmes encarna la intervención “desde afuera” por excelencia, donde la observación, la ilación de signos y la deducción son las herramientas con las que se procede. En cuatro novelas y 56 cuentos ideó tal mosaico de situaciones que no pudo matar a su héroe y tuvo que forzar los hechos para resucitarlo.

Ese es el enorme material con el que trabaja Arturo Pérez-Reverte en su última novela a la que titula con el mismo nombre del cuento en el que Holmes, aparentemente, muere, más otra fuente artística también ingente: el cine. El protagonista de El problema final es el actor que encarnó a Holmes a lo largo de quince películas, Basil Rathbone, Ormond Basil en la ficción. El lector que goza a cabalidad es el provisto de referentes de ambos campos, para abordar con ojo ágil los relatos y las películas que abundan.

Encerrados por una tormenta, en un hotel enclavado en la isla griega de Utakus, nueve visitantes y cuatro servidores son conmovidos por tres asesinatos que se suceden bajo el esquema del cuarto cerrado, enigmáticos y desafiantes porque desde el primero, un actor y un autor de folletines se verán forzados a actuar como circunstanciales Holmes y Watson, dentro de un juego de superioridad con el invisible asesino. Se abren círculos a base de copiosos diálogos que revisan poéticas de la novela y de las películas que popularizaron al detective y lo clavaron en la imaginación general con la fisonomía del actor.

Pérez-Reverte en esta, su novela 34, imita para homenajear, recreando con precisión el sumario narrativo de Doyle: paisaje, conversación, breves indicaciones, y llama al lector a implicarse en la acción del héroe: que observe también la ropa y las cicatrices de los personajes, que no pase por alto los gestos y las inflexiones de voz, los pasos premeditados y las improvisaciones. Todo significa algo. Y cada uno, hasta Basil-Holmes, puede ser el asesino. Y así como aparece Watson, entre los compañeros de encierro, pueden esconderse un Moriarty y una Irene Adler.

El thriller de nuestros días se alejó de esta novela de la inteligencia. Si no hay crimen sangriento, peleas intensas, persecuciones audaces, detectives lastimados por personales traumas, la novela no goza de esa preferencia momentánea que puede ser la afición por la acción abominable. Los protagonistas se sumergen en el lodo y se juegan la vida. Y los conflictos siempre se resuelven. En El problema final, el desenlace sorprende como ocurría en la novela de Doyle con revelaciones inesperadas, pero —novedad— opta por dejar la decisión del castigo, abierta. Este consistirá en pender del hilo de una voluntad que en cualquier momento podría poner a la Policía en la puerta de la mansión del culpable. Y eso está muy bien, porque Pérez-Reverte sabe cómo escribir una novela tradicional sin dejar de ser un autor contemporáneo.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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