Nacido con el arte funerario egipcio, el camino del retrato ha sido escabroso; inadvertido o menospreciado, solo alcanzó su calidad de género en el Renacimiento. Expresión del poder encarnado en el ser humano como instrumento de propaganda o medio de idealizar el recuerdo de un rostro, el arte del retrato ha trajinado según la concepción que cada época hace del papel de la imagen y del individuo en la sociedad. Todos los artistas pintores han dejado muestras, y algunos, como Fouquet, Van Eyck, Leonardo, Durero, el Greco, Tiziano, Velázquez, Rembrandt o Goya, le han consagrado su genio. (Cada ser humano tiene el rostro que merece; en la inacabable galería de retratos desperdigada en iglesias, palacios, museos, galerías… los humanos aprenderíamos por qué la vida es el poder per se y que el tiempo lo devasta todo).
Èmile Littrè (1801-1881) definió el retrato como “la imagen de una persona realizada con la ayuda de las artes del dibujo”. La cuestión se complicó con la irrupción de impresionistas, cubistas, dadaístas, abstractos… quienes revolucionaron las artes visuales. Se lo llamó “evocación de ciertos aspectos de un ser humano particular, visto por otro”, diluyendo la simplista reproducción de la ‘imagen fiel’ y aludiendo a un recuerdo subjetivo del retratista. Sin embargo, siguió descartándose lo vivo y diverso que fluye en el retrato, encubriendo la multivariedad de sentidos.
El concepto de Littrè fue demolido y los artistas pintaron lo que les conminaba sus genios saturados de proposiciones insólitas: Van Gogh, Picasso, Gris, Dalí o Warhol. Los historiadores del retrato tienen, entonces, una intrincada tarea. En los ochenta del siglo XX Prassinos exhibió obras resueltas en collages, óleos, tintas, grabados, fotografías intervenidas, que ningún observador o crítico fue capaz de interpretar. Tras la inauguración, Prassinos colgó el título ‘Retratos de mi abuelo’, con una nota al pie: “No se conocen ni las cosas ni las personas –decía–, se las reconoce. Ninguna persona permanece fija”. Lo que quería era “retratar el enredo de recuerdos y olvidos que somos”.
El tiempo de vivir es breve e irreparable. El anhelo de contemplarnos y mantener viva la memoria de nuestros seres queridos y los momentos gratos es connatural a nuestra especie. La mitología sirvió para ensalzar y castigar los enigmas. La imagen de Narciso es la personificación de la belleza. Eco –ninfa imitadora de las voces– quedó seducida por Narciso pero este la desdeñó. Eco murió de dolor, Narciso fue castigado por Zeus: un reflejo del agua reprodujo su encanto del cual quedó prendado para siempre. Luego de morir por su amor imposible, continuó su mortificación pues siguió hechizado por su gracia al verse siempre en la laguna Estigia (el espejo de los muertos). Francastel dice que este es el eterno retrato de la soberbia humana. Exhortación y escarmiento que acaso nunca seremos capaces de comprender y acatar.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.