Hay quienes conducen mirando el retrovisor y se niegan a asumir las complejidades, limitaciones y baches que presenta la nueva época, porque un mal día del 2020, para el país y para el mundo, terminó la carretera pavimentada y concluyó la mentira estructural con la que vivíamos embelesados. Nos encontramos, de pronto, entre barrancos y cuestas, enfrentados a la verdad, sin recursos, agobiados por las múltiples tragedias que llegaron con la peste, al tiempo que cayeron los precios del petróleo, se rompió el oleoducto, el sistema hospitalario quedó desbordado, el Estado entró en crisis y la podredumbre de la corrupción infectó aún más el ambiente.
El ordenamiento jurídico está desbordado, pese a la nostalgia de juristas de viejas tradiciones. Toda previsión económica resultó una hipótesis imposible, un sueño de tiempos mejores. Nos encerramos con nuestros miedos, y la sociedad de consumo quedó en el limbo. Algunos paradigmas acusaron alarmante caducidad. Ni el país ni el mundo serán los mismos. La democracia no podrá continuar por la senda del electoralismo y la demagogia. La Legislatura tiene que replantear su papel, su discurso y sus responsabilidades. Es preciso que haga un examen de conciencia a fondo, como nunca lo ha hecho. Lo que vemos es que las tácticas y las formas de legislar y componer mayorías son iguales a las de hace setenta años.
Hay que plantearse la utilidad del Estado y la funcionalidad del Ejecutivo y su administración. Los viejos esquemas no pueden quedar inalterados. En este trágico 2020 han ocurrido muchas cosas, una de ellas, la pronta y dramática caducidad de la esperpéntica Constitución de Montecristi. La pandemia y la crisis económica han probado la ineficiencia de un aparataje oxidado, que es funcional al populismo y a los partidos, a la corrupción y a la desvergüenza, pero no a la sociedad que sostiene semejante estructura con su paciencia y sus impuestos. El “ogro filantrópico” no sirve. Y las incipientes aproximaciones al socialismo del siglo XXI, no han pasado de ser una parodia, un disparate.
Para el sistema judicial, este tiempo plantea otros desafíos. Tendrán los jueces que considerar la nueva circunstancia, y generar jurisprudencia sabia y concordante con ella. La época que vivimos exige aplicar las leyes, asumir los conflictos e interpretar los contratos en la perspectiva de una realidad distinta. Es de esperarse que las sentencias se escriban armonizando el inevitable imperio de los hechos con la justicia. E inaugurando la “equidad posible”.
A la universidad le queda la tarea de pensar el Derecho como norma, y los derechos como patrimonio moral de las personas, más allá de los viejos esquemas.
A todos nos corresponde conducirnos sin mirar el retrovisor.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.