Su apellido de raíces ancestrales significa Puma Dorado. Indómito, siempre al acecho de elementos renovadores para su arte. Estudió taracea, pintura, esgrafiado, encarne, estofado, dorado, pan de oro… en la Escuela Bernardo de Legarda. Veneraba la memoria de su maestro Alfonso Rubio: “par de Caspicara”, refunfuñaba.
Fue en Egipto donde apareció la taracea. Oscilante entre artesanía y arte, consiste en incrustar en diversas superficies (conocemos solo referidas a muebles, pero en la Antigüedad abarcó paredes y esculturas) diversos materiales: concha, nácar, marfil, plata, oro… Los célebres sarcófagos egipcios son obras de un arte depurado donde destellan incrustaciones preciosas.
En nuestro medio se cultivó mucho la taracea; los muebles estilo Luis XIV y Luis XV alcanzaron renombre internacional. Ángel, ese era su nombre, soberbio, malhumorado, también esculpía objetos que aludían memorias intemporales. Resolvía su obra visual en lienzos de tamaño heroico, con personajes que exudaban abundancia en escenografías mitológicas, revestidos de fasto barroco.
Su taracea le dio fama. Retaco y cincelado en piedra, con sus manos de piedra, era capaz de embutir materiales apenas perceptibles en otras maderas y urdía mil hermosuras para que sus muebles llevasen su divisa.
En pleno apogeo se vio envuelto en un grave episodio. Lo internaron en la penitenciaría. Después nadie supo de él. Aseguraban que a poco de su encierro se suicidó, que al salir libre se convirtió en habitante de calle y lo hallaron muerto, que volvió a su casa y no salió más de su taller…
El padre de Ángel conservó una carta suya de la cual copio unas líneas: “Por qué me arrancan a mí mismo. Me han arrancado la piel por la superficie de mis miembros y nada soy sino una herida, por todas partes mana mi sangre y mis tendones están al descubierto y las venas laten sin piel alguna. Se podrían contar las vísceras y las entrañas que se transparentan en mi pecho”. Ángel, el último taraceador.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.