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«Elaborar un diccionario, ¿castigo o diversión?», por don Fernando Miño-Garcés

Ponencia presentada por don Fernando Miño-Garcés en el conversatorio Hacia el porqué de los diccionarios, celebrado el 25 de noviembre de 2020.

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Ponencia presentada por don Fernando Miño-Garcés en el conversatorio Hacia el porqué de los diccionarios, celebrado el 25 de noviembre de 2020.

Creo que al narrar cómo nació el Diccionario del español ecuatoriano, también responderemos a la pregunta de esta noche: ¿Por qué un diccionario?

Muchas personas, luego de enterarse de que la elaboración del Diccionario del español ecuatoriano tomó más de treinta años, me han hecho la pregunta ¿qué hiciste para que te castiguen de esa forma? Sí, me lo han dicho así: qué hiciste para que te castiguen, nadie me dijo; para que te castigaran. Gazapo muy común en el habla ecuatoriana.

Pues, esta noche que tengo la oportunidad de contar algunas anécdotas sucedidas mientras se elaboraba el diccionario, ustedes podrán juzgar si se trató de un castigo o de una diversión.

Imagínense un cuarto muy grande, de unos seis metros cuadrados, y muy alto, lleno de armarios en los cuales se ve cintas dando vueltas, rollos de cintas como las que veíamos que enrollaban el celuloide que nos mostraban en las salas de cine, o rollos de la cinta de grabadora. Sé que algunos de los oyentes jóvenes seguramente no saben de lo que hablo, pero eso es lo que viví en mi primera visita a la computadora que nos ayudaría a elaborar un diccionario para luego alimentar un programa que permitiría hacer traducciones. Teníamos que hacerlo lo más pronto posible, porque los rusos se nos estaban adelantando.

No, no estoy narrando una película del agente 007. Era la segunda mitad de la década de los 70 del siglo pasado y como los Estados Unidos estaba en guerra, guerra fría, claro, tenían que adelantarse a los rusos en todo y habían pedido a las universidades que produjeran un programa de traducción. Entonces caí yo en ese juego, como estudiante de lexicografía de la Universidad de Georgetown.

Pero, cómo hacerlo rápido, si para alimentar ese monstruo teníamos que perforar unas tarjetas que luego las entregábamos en la ventanilla de ese cuarto para que el empleado las procesara. Para hacer las perforaciones, había unas máquinas, cada letra, cada signo era un pequeño hueco en la tarjeta. El mínimo error, es decir, un huequito mal perforado, significaba una real hecatombe.

¡Me sucedió! Al recoger el resultado del procesamiento de mis tarjetas, el empleado me entregó una pila enorme de hojas grandes de papel impresas, que tenían unos huecos en los bordes, cada hoja era de unos cincuenta centímetros de largo por treinta de ancho. Y, ¿por qué la pila tan grande? Pues, había perforado una coma en un mal sitio, eso ocasionó un proceso interminable por el cual al llegar al final empezaba otra vez y así, creo que se terminó el papel de la impresora, pues de lo contrario la pila habría sido más grande.

Nuestro profesor de la materia, un viejo canoso de origen húngaro, bueno, me parecía viejo, pero a lo mejor tenía la edad que tengo yo ahora, nos presionaba tanto por resultados, que al final de los cursos me dije: esto de hacer diccionarios no va conmigo, nunca más.

Pero como dice el dicho, nunca digas nunca.

Luego de unos cuatro años de mi regreso al Ecuador, el director del Instituto de Lenguas de la Universidad Católica me sugirió que me encargara de la elaboración de un diccionario del español del Ecuador. Un profesor alemán, que nos visitó para hablar de su proyecto, Nuevo diccionario de americanismos, había pedido al director, encontrara a alguien que quisiera integrarse a ese trabajo.

La decisión fue difícil, pues sabía lo que eso significaba, luego de la experiencia que les narré anteriormente.

Lo que solo supe mucho más tarde, es que al aceptar la sugerencia empezó una maravillosa, gratificante y placentera aventura. Pero, como diría un poeta: rosa, rosa maravillosa, ¡cuántas espinas tienes!

El profesor que nos había visitado y que se convirtió en mi mentor para esta tarea fue el Dr. Günter Haensch, un profesor alemán que no solo hablaba perfectamente el español, sino que lo sabía de pe a pa. Autor de muchos diccionarios, colaborador en tantos otros y miembro correspondiente de la Real Academia Española.

Este hombre que había trabajado tantos años en la elaboración de diccionarios, lo primero que me dijo fue algo así: Fernando, quiero que sepa que la elaboración de diccionarios supone un trabajo minucioso, de mucha entrega, pero muy emocionante. Su experiencia anterior, al no tener una meta clara le hizo decir nunca más, pero si la meta es clara, usted va a ver que llega a fascinarle. Imagínese, lograr hacer un nuevo diccionario de americanismos es una meta ambiciosa, y el nuevo diccionario de ecuatorianismos será una contribución valiosísima.

Con el doctor Haensch tuvimos una relación profesional y de amistad magnífica. Cuando trabajé con él en su cátedra de Lingüística Aplicada, Lenguas Romances de la Universidad de Augsburgo, solía llamar a mi oficina y decía: Fernando, operación Nautilus en diez minutos. Significaba que en ese tiempo debíamos encontrarnos en el parqueadero para ir a la piscina a nadar, almorzar y, sobre todo, conversar. Nadie en la cátedra debía enterarse.

Muchas de nuestras conversaciones eran sobre diccionarios y sus fascinantes experiencias elaborando tantos de ellos. En una de esas largas charlas, acompañadas siempre de un jarro de un litro de cerveza, (aquí tengo que hacer un paréntesis, para contarles que la única vez que engordé en mi vida, fue durante mi primera estancia en Alemania. Al regreso a Quito, mi esposa casi no me reconoció, no podía creer verme tan inflado. ¡Qué buena cerveza que hay en Alemania! ¡Perdón por la digresión!) decía, que el Dr. Haensch me comentó que los usuarios de un diccionario no son conscientes del enorme trabajo que supone su elaboración, nadie piensa en quien o quienes lo elaboraron. Pero eso sí, todos critican, los lexicógrafos son los más severos, decía, pero muchos usuarios también.

Y, vaya que no sabía yo que eso lo iba a experimentar tantas veces. Desde el día del lanzamiento del Diccionario del español ecuatoriano, esa misma noche, de los pocos asistentes que lo adquirieron algunos, al supuestamente felicitarme, me decían: Pero no encuentro tal palabra, y, no habría sido mejor que… Y cosas por el estilo. Es decir, el hecho de que se hayan registrado más de 10.500 palabras no era suficiente. Difícil que un usuario entienda que quien elabora un diccionario tiene que tomar decisiones de qué palabra registrar, cómo definirla, incluso de si se usa una coma, un punto y coma u otro signo de puntuación.

Claro que debo reconocer que luego sí he recibido comentarios más positivos, como: Oye, como me he divertido leyendo tu diccionario, realmente que nuestro vocabulario es hermoso, o algo por ese estilo.

En la introducción al libro La lexicografía, de la lingüística teórica a la lexicografía práctica (1982) encontré esta cita que me parece encantadora:

No hay duda alguna de que la lexicografía práctica es una tarea ingrata, que exige una paciencia de benedictino. En cuanto a sus dificultades, el famoso lexicógrafo J. Escalígero (1540-1609) dijo, en bellos versos latinos, que los grandes criminales no deberían ser condenados a muerte ni a trabajos forzados, sino a compilar diccionarios, pues este quehacer lleva consigo —y valga la reiteración— todos los trabajos posibles.

Y es que, en realidad, el lexicógrafo tiene que enterarse de todos los campos del saber y de la vida: medicina, botánica, zoología, carpintería, arquitectura, delincuencia, política, economía, deportes, cocina, etc. Cada palabra que encuentra tiene que ser estudiada desde el propio quehacer extralingüístico en el que se la usa.

En otro párrafo de la misma introducción dice:

Por otra parte, a pesar de sus limitaciones y servidumbres, la lexicografía tiene también sus satisfacciones. Es quizás, entre todas las actividades lingüísticas, junto con la traducción y la enseñanza de idiomas, la que está más estrechamente relacionada con la vida humana en sus aspectos más variados y la que mayores servicios presta a la colectividad.

Luego de casi cuarenta años elaborando diccionarios, pues el de ecuatorianismos tomó más de treinta y dos y ahora colaboro en el diccionario de la Academia, puedo afirmar que si bien requiere mucho de la y las personas que lo hacen, sin embargo es una labor muy divertida y que da grandes satisfacciones: nos une más a la gente, a su cultura; nos abre los ojos a la realidad de la vida cotidiana; nos da la oportunidad de servir a la comunidad, que es la razón última de la existencia y nos hace sentir ser parte activa del lugar objeto del estudio.

Susana es testigo de cómo nos divertimos en nuestras sesiones semanales para elaborar el Diccionario académico del habla del Ecuador de la Academia, a pesar de las discusiones por incluir o no una palabra, por usar o no una marcación, etc., etc.

Continuemos con el relato de la experiencia de redactar el diccionario del español ecuatoriano. Para empezar la aventura, tenía que desarrollar una metodología y armar un equipo de trabajo. El Dr. Haensch me sugirió usar la metodología que su equipo había desarrollado y estaba en proceso de mejoramiento. Fui a Augsburgo a empaparme de su forma de hacer diccionarios, ahí con el equipo de la cátedra del doctor Haensch trabajamos arduamente en la elaboración del método a usarse.

Para hacer esto, se discutía de tantas cosas: como qué tamaño y tipo de letra usar, cómo tratar las cuestiones gramaticales, qué puntuación, qué tipo de marcas, cómo manejar las univerbales, orden de registro de las entradas, etc., etc.

Pero algo que fue creciendo mientras nos dedicábamos a eso y a empezar la recolección de fuentes para el diccionario fue el gusto, el placer que daba el adentrarse en el estudio de las palabras, de la comunicación, de las varias formas de expresar lo mismo, en fin, de la riqueza de las lenguas.

A mi regreso a Quito, al querer armar el equipo aparecieron las primeras espinas: no hay presupuesto para eso, no hay dinero para material, no, no, no…

Se me ocurrió presentar un proyecto para dictar clases de lexicografía, me lo aprobaron. Empecé con el primer semestre, pocos estudiantes aparecieron, pero a medida que avanzábamos en el semestre y ellos hacían sus investigaciones, los estudiantes se animaron mucho y empezaron a hablar con sus compañeros al respecto. Como resultado, en el segundo semestre hubo muchos más estudiantes y así, finalmente logramos que algunos de ellos hicieran sus tesinas elaborando glosarios de áreas específica como del hampa, del lenguaje de los mercados, del lenguaje del muchacho trabajador, de la lengua de Otavalo, de Chimborazo, etc., etc.

Con esa experiencia, presenté al CONUEP (Consejo Nacional de Universidades y Escuelas Politécnicas del Ecuador) un proyecto de investigación, que se haría con estudiantes de la cátedra de lexicografía y el aporte de la PUCE, el cual prácticamente era unas horas de mi dedicación y la asignación de becarios para que trabajaran en el proyecto, además de administrar los fondos que vendrían del CONUEP.

En este momento me divierte recordar la experiencia, pero en ese entonces la parte administrativa era realmente para sufrirla. La elaboración del diccionario empezó con recolectar palabras en tarjetas de cartulina de 10 cm por 15 cm En la parte superior derecha se escribía el nombre abreviado del investigador, la fecha y el lugar de producción de la tarjeta. Bajo esto, la obra de la cual se había sacado la palabra. Luego, la palabra, su definición y ejemplos.

Lo primero fue recopilar palabras con su significado de diccionarios o glosarios escritos en el Ecuador. Qué gran sorpresa fue encontrar que sí existía una amplia producción de ese tipo. La primera obra lexicográfica que encontramos databa del año 1861. El Breve catálogo de errores que se cometen en el lenguaje familiar, seguido de otro de galicismos, de Don Pedro Fermín Cevallos.

La información que iba alimentando el proyecto era realmente copiosa, lo cual significaba que necesitábamos muchas de las famosas tarjetas, ah, pero conseguirlas no era tan sencillo como coser y cantar, no. Había que hacer un oficio a un funcionario, este redactaba otro oficio a otro funcionario y así sucesivamente hasta que algún día nos llegaban tarjetas de todos los tamaños y colores. Era como aquello del teléfono dañado, nadie entendía lo que se necesitaba ni para qué.

Puesto que en las tarjetas escribíamos con lo que aquí llamamos esferográfico, había que corregir ciertos errores para lo cual usábamos lo que se llamaba “liquid paper”, que era como una tinta blanca que venía en frascos pequeños, se cubría el error con este producto y se escribía la corrección. Así no teníamos que repetir cada tarjeta. Pero, para que la administración nos suministrara estos frasquitos, teníamos que entregar los frascos vacíos. Entre la entrega y la obtención de nuevos, transcurría un lapso en el cual los investigadores ya se habían comprado dos o tres frasquitos con su propio dinero.

Luego de esas fuentes lexicográficas, se continuó con obras literarias de autores ecuatorianos, libros de todos los campos en general y encuestas. La cantidad de tarjetas que se iban acumulando hacía necesario tener unos ficheros adecuados. Bueno, la adquisición de estos fue otra odisea, que ya se imaginarán, no creo necesario narrarla.

Las tarjetas eran procesadas por una secretaria, quien escribía la información en una máquina de escribir e iba acumulando las hojas según la necesidad. Y, sí, entonces se necesitaba un archivador, ¡otra odisea!

Necesitábamos saber si las palabras encontradas eran conocidas y usadas por los ecuatorianos en general, para lo cual elaboramos encuestas, las cuales teníamos que aplicarlas en todo el país. Para esto, teníamos que enviar a los investigadores a las diferentes ciudades, pueblos, caseríos y demás. La mayoría de encuestas eran escritas, pero en ciertos lugares y ambientes era necesario hacerlas en forma oral.

Como se imaginarán, para los viajes de los investigadores, las grabadoras para las entrevistas orales, los formularios, etc., se necesitaba dinero. Los tres primeros años del proyecto había dinero que el CONUEP daba a la universidad, pero ya les he contado lo difícil que era conseguir que nos lo entregaran para las necesidades del proyecto.

Luego de los tres años, las cosas fueron más difíciles en lo económico, porque ya no había dinero ya que el convenio con en CONUEP había terminado, pero ya teníamos una oficina equipada, muchos jóvenes interesados y trabajando tanto específicamente para el proyecto como becarios de la universidad o por su cuenta en los seminarios de lexicografía o en la redacción de sus tesinas para su graduación.

Los jóvenes eran fantásticos, gran energía y dedicación, si iban a su lugar de origen por vacaciones, llevaban encuestas, si tenían un tiempo libre las hacían en lugares cercanos, seguían alimentando material e involucrándose en la metodología.

Personalmente, tenía que dictar todas mis clases, ya no estaba exento por la investigación, y por un gran tiempo tuve que actuar de director de departamento o decano de la facultad y, como el sueldo no era suficiente para vivir, era a la vez director de un colegio de más de mil alumnos. Pero el proyecto nunca paró.

Aunque jamás me lo manifestaron, estoy seguro de que mi esposa y mis hijos estaban hartos de mi obsesión por anotar palabras. En toda reunión o simple conversación estaba a la caza de ellas, las cuales luego las ponía en encuestas para descubrir su frecuencia de uso.

Otro hito en esta fantástica aventura ocurrió en un año en el que por razones que no son del caso, renuncié al decanato de la facultad, el subdecano también renunció y se encargó del decanato a la primera vocal del consejo de facultad. Todo bien hasta ahí, hasta que un día, al llegar a la universidad, me encontré con que todas las tarjetas del diccionario, los archivos y los muebles estaban en el pasillo y el patio. Todo en un desorden fenomenal. Ya no había secretaria, ni becarios ni ningún apoyo de la universidad.

La reorganización de tarjetas, archivos, encuestas, etc., en mi oficina de profesor fue una labor titánica. Finalmente, los fundadores de ACLAS, Andean Center for Latin American Studies, aceptaron que lleváramos todo el material a sus oficinas y contratáramos un par de investigadores para continuar con el proyecto.

Para entonces más de cuarenta estudiantes se habían entrenado en el campo de la lexicografía, como dije, algunos elaboraron glosarios específicos como parte de sus tesinas para su graduación de licenciados en lingüística. Una de las investigadoras, que también fue a Augsburgo a entrenarse en el método, abandonó el proyecto, siguió con su investigación de forma particular y publicó el libro Ecuatorianismos en la literatura (1993). Dos investigadoras más también salieron del equipo de elaboración del diccionario y publicaron el libro Hable serio, coba y jerga estudiantil (1989).

Aquí, hago un paréntesis, para mencionar que no solo nosotros trabajábamos con tarjetas, todos los que redactábamos los diccionarios para el proyecto del diccionario de americanismos, usábamos el mismo formato, la gente del Instituto Caro y Cuervo en Colombia con el Nuevo diccionario de colombianismos, la gente en Uruguay con el de uruguayismos, en Argentina con el de argentinismos, etc.

Muchos de los oyentes se preguntarán y ¿por qué no usaban computadoras? Pues, aún no había un programa que sirviera para el efecto. Aquello que les narré al principio de la computadora de la universidad de Georgetown, no llegaba a América, ni en Alemania tenían un programa adecuado. Sí, ya había computadoras y la Católica tenía un buen centro de cómputo, todos debíamos ir allá si queríamos usarlas. Fue mucho más tarde cuando en las facultades tuvimos computadoras y aún después impresoras.

Debo reconocer que el Centro de cómputo de la Católica asignó a un par de sus funcionarios para tratar de poner toda la información que teníamos para el diccionario en computadora, pero no había un programa adecuado, y, a pesar de todos sus esfuerzos, no lo lograron.

Cuando llevamos todas las tarjetas a ACLAS y las pusimos en un nuevo fichero, contabilizamos cerca de cien mil palabras registradas, de las cuales ya habíamos desechado muchas por falta de frecuencia de uso, por ser solo usadas en literatura, ser obsoletas y otras razones.

ACLAS contrató dos investigadores para que se dedicaran exclusivamente al diccionario y los profesores contribuían a medida de sus posibilidades de tiempo. Enviamos una investigadora para que trabajara con el equipo de la Cátedra de Augsburgo, sobre todo con los filtros peninsulares que ahí estaban.

Los filtros peninsulares eran jóvenes lingüistas españoles que eran parte del equipo y ayudaban a identificar si las palabras se usaban en España o no, si el uso era diferente, tenían otra connotación, distinta frecuencia de uso, etc. Por eso tenemos en el diccionario palabras que sí existen en España y están en el Diccionario de la lengua española como de uso general, pero era necesario registrarlas por esas diferencias.

La investigadora permaneció en Alemania trabajando para el proyecto por cinco años, cada semana enviaba el resultado de su trabajo para mi revisión e incorporación o no al diccionario. Ah, pero para entonces el programa de Microsoft Word ya existía y ya habíamos pasado toda la información de las tarjetas a la computadora. Al principio se trabajó con copias de las tarjetas lo que hacía el trabajo lento, pero ya digitalizado el material fue más fácil el trabajo.

Por estos años, fui invitado a trabajar en la Cátedra de Augsburgo tanto en ajustes al método de elaboración de los diccionarios como en la redacción de los tres diccionarios que se estaban trabajando ahí, el de colombianismos, el de uruguayismos y el de argentinismos.

Como todo se acaba en esta vida, se terminó el auspicio científico de la Universidad de Augsburgo y por cuestiones económicas se dejó de pagar investigadores, por lo que seguí trabajando en el diccionario sin otros colaboradores.

Para el 2008-2009 logré que la Católica me permitiera reducir el horario de clases por una hora para dar lo que consideraba los últimos toques para terminar el diccionario, ya que había decidido que la única manera de poder publicarlo era poniendo un punto final, no seguir alimentándolo. Pero la investigación sigue hasta hoy. Ya tengo material para una edición aumentada y corregida.

Y así lo hice, desde el año 2010 y por siete años me dediqué a la revisión y redacción final. En ese año, hice mi último viaje a Alemania pues era necesario realizar ajustes a la redacción de la introducción, lo cual lo hicimos con la contribución del equipo de la Cátedra de Augsburgo. Las discusiones académicas eran largas y enriquecedoras, pero muy fructíferas. Se logró no solo la introducción para el Diccionario del español ecuatoriano, sino para el de Bolivia y Perú también.

A finales del año 2016, luego de los trámites de rigor, el Centro de Publicaciones de la Universidad Católica publicó 500 ejemplares del diccionario y el Grupo Macro puso el diccionario en Google play y App Store para que quien lo quisiera pudiera cargarlo en su teléfono gratuitamente. La edición impresa se agotó muy pronto, el Centro de Publicaciones no aceptó hacer otra edición, entiendo que por falta de fondos. Actualmente se lo puede conseguir en Amazon.

He tratado de contar la historia de la elaboración del diccionario, para que el público al oírla pueda reflexionar respecto a lo que puede involucrar el trabajo lexicográfico y cuando consulte un mamotreto de estos, como lo llaman algunos, no solo lo critique sino lo aprecie también.

Ah, y les debo una conclusión, para mi este proceso de tantos años fue, y sigue siendo, un placer, no un castigo.

Muchas gracias.

OBRAS CITADAS

Caicedo, J. Lenk, S. (1989). Hable serio! Coba y jerga estudiantil (una alternativa para la comunicación). Quito: Taller.

Haensch, G., Wolf, L., Ettinger, S. & Werner, R. (1982). La lexicografía: de la lingüística teórica a la lexicografía práctica. Madrid: Gredos.

Jaramillo de Lubensky, M. (1982). Ecuatorianismos en la literatura. Quito: Banco Central del Ecuador.

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