«En la muerte de monseñor Luis Alberto Luna Tobar», por Susana Cordero de Espinosa

En la muerte de monseñor Luis  Alberto Luna Tobar

Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua

Susana Cordero de Espinosa

Greda en las manos


              Entre poder y no poder, el artista se siente mínimo cuanto más grande es su vocación y más cercanos sus ojos a la luz de Dios. La fe le exige al genio que baje los ojos, que se encuentre consigo mismo, que tome greda en las manos, que palpe su aspereza exaltadora, que descubra el amasijo de sombras que hay en la entraña de todos los barros y que constate que, a pesar de todo lo limitado de nuestro vivir en tierra y en tiempo, en la curva amorosa del lodo hay una vocación de transparencia. En estas hermosas palabras de monseñor Luis Alberto Luna late el fondo de la antigua figuración bíblica: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en él el aliento de vida”, aunque su voluntad al escribirlo no fue la de evocar al Dios bíblico, sino al artista creador de vitrales Guillermo Larrazábal, quien llegó a Cuenca desde su país vasco, lleno de amor por la luz, para deslumbrarnos con sus incomparables trabajos para la Catedral Nueva.

El amigo, maestro, teólogo con visos de poeta, inició en dicha ciudad su misión arzobispal, y en 1985, cuando debió pronunciar su discurso de incorporación como miembro de número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, eligió como tema el arte de Larrazábal y tituló esta pieza magistral Para hacer amistad con la luz en el recuerdo. Ensayo de entendimiento de la fe y el arte de Guillermo Larrazábal.  Este último, hombre y vitralista cabal, creó para la histórica ciudad magníficos vitrales que permitían la entrada tamizada de la luz en intensos colores, a las inmensas naves catedralicias; gozó de la amistad de monseñor, pero nada supo jamás de su discurso, pronunciado cuando él ya había muerto.

Así, monseñor, sensible al arte y la creación sobre todas las cosas, hace en su ingreso a la Academia este hermoso homenaje al amigo y la amistad, al artista y el arte en la cual supo expresar ‘la teología de la luz, del color y del cristal’ que ‘retenía amorosa y celosamente lo que su imaginación de artista había concebido, lo que su mirada convirtió en imagen nueva, lo que su mano sacó del vacío y lo que su corazón consiguió de la nada’. Como los antiguos vitrales del Medioevo, los de Larrazábal, por obvias razones, fueron ‘teófanos’, es decir, dedicados, en su mayor parte, a revelar al Dios en el que creyó. Para el teólogo que existió en Monseñor Luna, cada vitral, en su maestría, estaba destinado a anunciar al contemplador la presencia divina.

Él acaba de abandonarnos: evocamos con orgullo su merecido título académico y, con sus  propias palabras, saludamos su inolvidable presencia: ‘A pesar de todo lo limitado de nuestro vivir en tierra y en tiempo, en la curva amorosa del lodo hay una vocación de transparencia’. Él ejerció tal vocación durante su larga vida. Carmelita hasta la médula, repitamos, esperanzados, estos poderosos versos de su patrono, San Juan de la Cruz, que él tanto amaba: “¡Oh cauterio suave!, / Oh regalada llaga / ¡Oh mano blanda! / ¡Oh toque delicado / Que a vida eterna sabe / Y toda deuda paga. / Matando, muerte en vida la has trocado”.

Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO