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«¡Adiós, monseñor!», por Simón Espinosa Cordero

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¡ADIÓS, MONSEÑOR!

En el arzobispo emérito Alberto Luna Tobar, se juntaron la luz de la inteligencia y el calor del corazón.

Por Simón Espinosa Cordero 

  Alberto Luna Tobar (1923-Quito-2017) cursaba el Colegio “San Gabriel” cuando a los trece años de edad fue con los boy scouts a la misión carmelita de Sucumbíos. Decidió hacerse carmelita descalzo: una orden religiosa reformada por Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. A los quince, en plena guerra civil española, viajó a Burgos, y a los veintidós años y medio se ordenaba de sacerdote en la Cartuja de Miraflores de dicha ciudad.

 Durante 22 años fue párroco de Santa Teresita en Quito. Sus sermones hondos, prácticos y breves, su carisma para escuchar, su don de gentes, su corazón afectuoso, su inteligencia prudente, su chispa fina y su conversación amena le volvieron el árbitro de la “buena sociedad”.

 A más de su labor pastoral, fue llamado por la Universidad Católica del Ecuador para dar y animar clases de teología, psicopatología y psicología forense. Los estudiantes le querían, las autoridades le respetaban.

Estaba, pues, preparado para las tareas administrativas, tan difíciles cuando se trata de gobernar a personas llenas de Dios y llenas de talento y experiencia y de cierta soberbia espiritual. Cargó con fortaleza y sentido común la cruz de gobernar a sus hermanos, de colaborar en Roma con el superior general de la orden, de enseñar a gente muy escogida en el Teresianum, flor y nata de lo carmelita en teología, de cumplir con la pesada función de visitador general de conventos, parroquias y misiones carmelitas de habla española y portuguesa en los cinco continentes.  Y no perdió ni el buen humor ni la fe.

 En 1977, fue consagrado obispo y se le dio la función de auxiliar del cardenal Pablo Muñoz Vega, arzobispo de Quito. ¡Qué orgullo   para la iglesia ecuatoriana contar con una delantera de lujo: MPL: Muñoz,  Proaño, Luna!

Nombrado arzobispo de Cuenca, se puso a trabajar con pobres y campesinos mediante la concienciación en comunidades de base y Biblia y crítica y emprendimiento. Depuró la iglesia popular de un folklorismo consumista; reformó el clero de la diócesis, defendió el medio ambiente. Dialogó con ateos y agnósticos, reconcilió a bandos enemigos. Y cuando parte de la montaña Nuzhuqui se vino abajo sobre la confluencia de los ríos Jadán y Cuenca en el sector de La Josefina, aceptó la tarea de reconstruir 600 casas. Y lo hizo. Trasladó, además, un pueblo entero a un lugar seguro.

A los 75 años presentó la renuncia, pero el papa no se la aceptó. Años después, para protestar frente a disposiciones injustas contra trabajadores y campesinos, salió de la Catedral Nueva a las calles vecinas con una veintena de clérigos, todos revestidos de los ornamentos litúrgicos. Esto molestó al señor nuncio apostólico en Quito. Pronto le llegó de Roma la aceptación de la renuncia.

 Y enfermó de Alzheimer. Y se fue esa mente brillante y ese corazón afectuoso. Y la flor se marchitó. Nos ha dejado por consuelo su memoria.  

Tomado de  Vistazo, febrero 24 de 2017