«En las faldas del Pichincha», por doña Cecilia Ansaldo

Impresiona «1822», la segunda pieza novelesca de Íñigo Salvador Crespo, a quien conocí con una deliciosa aventura policiaca desarrollada en la Real Audiencia de Quito. Ahora, ha emprendido un...
Foto: Perfil de Facebook de Editorial Planeta

No se trata de celebrar el bicentenario. Los acontecimientos históricos convocan a determinados escritores para cristalizarse en novelas que los ocupan durante muchos años. Ser fieles a los hechos exige mucha dedicación y estudio. Por este rasgo —y muchos más— impresiona 1822, la segunda pieza novelesca de Íñigo Salvador Crespo, a quien conocí con una deliciosa aventura policiaca desarrollada en la Real Audiencia de Quito. Ahora, ha emprendido un esfuerzo literario enorme del que sale muy bien librado.

Como él lo afirmó, se trata de historia novelada, es decir, de material constatable convertida en narración donde se combinan, como quería Flaubert, las descripciones, la suma de acciones y los diálogos, pero donde también hay cartas, reportes militares, páginas de diarios para recrear los intensos meses que van desde mayo de 1821 al mismo mes del siguiente año, con el general Sucre a la cabeza de una gran cadena de personajes que han dejado sus nombres posicionados en los anales del Ecuador. Desde que el joven venezolano llegó a Guayaquil, para convencer a los próceres de anexar el puerto al proyecto colombiano, el autor hace un seguimiento perfecto a las iniciativas revolucionarias que terminaron con la liberación de Quito.

Jamás he leído una novela que presente batallas, emboscadas, persecuciones y retiradas militares con tal plasticidad, montadas en un ritmo gradual y acezante y que, pese a los rasgos afines, mantengan sus peculiaridades. La concepción tripartita —el río, el valle, el volcán— y la estructura episódica fechada permiten la sensación de cronología y simultaneidad, cuando el texto lo requiere. Jamás abandonamos la geografía “ecuatoriana”, pese a que en la época otro haya sido el mapa de nuestro país y los gentilicios respondan a diferentes identidades políticas.

A pesar de que la novela contemporánea haya preferido relatos de dominante omnisciencia —Joyce, Beckett, García Márquez—, darles voz a los personajes vivifica cualquier relato Por eso, son brillantes las páginas donde escuchamos las voces de Olmedo, Antepara, Aymerich, entregados a presentarse a sí mismos en la medida en que hablan. El joven Abdón Calderón es un apasionado teniente que jamás pierde de vista su meta y la genialidad militar de Sucre es visible en cada decisión que toma. El escritor los humaniza con breves eventos amorosos, confirmando que la novela, como decía un teórico, es un relato de vida privada en tono privado (aunque trate, como en este caso, de un evento de gigantesca magnitud histórica y simbólica).

Un tercio de la novela está dedicado a la génesis y desarrollo de la batalla del Pichincha. Audacia sin límite de Sucre, respuesta ambiciosa de Aymerich, sacrificio cruento de grandes proporciones, de lado y lado, todo entra en el desarrollo de esas magníficas páginas. El diario de campaña del Dr. José Mascote nos hace imaginar las heridas del héroe niño y lo irremediable de su muerte, asilado en el hospital de la Misericordia.

La obra no deja afuera a las mujeres que acompañaron los batallones, a los soldados reclutados a la fuerza, a la variabilidad de ser del bando realista y pasarse a las filas independientes y viceversa. Desde ahora, cualquier esfuerzo por conocer esos pasajes de nuestra historia tiene que complementarse con esta gran novela.

Este artículo se publicó en el diario El Universo.

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