«En torno a la rebeldía», por don Fabián Corral B.

Al estilo de El hombre rebelde de Albert Camus, los libros que perduran pese a las inquisiciones y a los años, se ocupan, en buena medida, de la rebeldía o de la dignidad humana...

Al estilo de El hombre rebelde de Albert Camus, los libros que perduran pese a las inquisiciones y a los años, se ocupan, en buena medida, de la rebeldía, o, lo que es lo mismo, de la dignidad humana. Ellos cuentan, sueñan y plantean aquello de cómo hay seres que renuncian a la comodidad, se resisten al silencio y se atreven a cuestionar lo que es la sustancia del poder: la obediencia. Esos seres extraños, cada vez más escasos y casi extintos, a riesgo de la vida y de la muerte, pese a todo se preguntan: ¿por qué someterse?

Sí, ¿por qué someterse? ¿Cuáles son las fuentes y las razones legítimas, morales, de la obediencia? ¿Cuáles son los límites del mando, cuáles sus causas? ¿Con qué título nos imponen, con qué derecho nos sancionan, en nombre de quién proceden? En otras palabras, ¿por qué y para qué cedimos esa virtud personalísima que se llama libertad? Las respuestas son infinitas; en ellas están implicados desde Dios hasta la revolución, desde ese invento que se llama “pueblo”, hasta la soberanía, la democracia, la nación, la justicia, el pecado y el delito. Están todas las ficciones y todas las doctrinas. Están las constituciones y la ley. Sin embargo, lo que no siempre se dice con suficiente precisión y verdad es que, en último término, detrás de cualquier respuesta, argumento o teoría, está el poder puro y duro. Tras la obediencia está su eterno beneficiario, ese al que Octavio Paz llamó “el ogro filantrópico.” El Estado.

Ogro que, como en los cuentos infantiles, crece sobre el miedo, se agiganta y se expande sobre el silencio de los buenos, e invade espacios e intimidades gracias a la complicidad de los unos y al acucioso control de los otros. Que reparte dádivas en ejercicio de su interesada filantropía. Ese que ingenuamente nosotros engendramos desde el equívoco concepto de “pueblo”. Ogro que propiciamos y justificamos, al punto que las ideologías no son sino el recetario de su creación. La sociología es, en buena medida, la explicación de cómo los valores se cedieron para que se hagan las leyes, de cómo la cultura migró desde la intimidad del artista y desde la pasión de los hombres comunes, a los cenáculos burocráticos. La historia, por su parte, es la cronología de charreteras, demagogos e intereses; es la memoria de los poderosos, de sus batallas, triunfos y tragedias. Y es la negación de los otros, de los perdedores y de los humildes.

La rebeldía, la que desde el silencio interroga, es la reserva moral, la semilla escondida como signo de humanidad sobreviviente. Es la que no se conforma. La que nos permite imaginar otros mundos, la que sustenta la convicción de que la felicidad es sagrada e irrenunciable cuestión de cada cual.

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