Nosotros no tenemos tumbas faraónicas, ni obeliscos, sino tierras de promisión.
Nosotros no conservamos pirámides, menhires y dólmenes en el vasto circuito inhabitado, sino dominios vírgenes, inabarcables hasta ahora.
Nosotros no hemos levantado castillos feudales, puentes levadizos ni epopeyas desventuradas, sino la clara y evidente marejada fluvial para asentar puertos, majestades cumbreñas que lactan aguas salutíferas, vientres matricios de ríos abundosos. Las selvas paramentales claman a gritos el descuajamiento bienhechor. Riachos, páramos, laderas y rincones insólitos tendidos en el recuesto del cordilleraje, tientan a la ambición familiar del hombre siglos de siglos.
Maderas, minerales, plantas en floración constante, pastos, yerbas medicinales, antes que arcos triunfales y estatuas guerreras!
¡Animales domésticos en progresión numérica, perfumes, células, aceites, materias colorantes, resinas, legumbres, extensión, alegría, altura, blanca inmensidad, miríada de seres fusionados en el aire, en el abismo, en los escondites del suelo abrupto, antes que templos milenarios, pagodas y vestigios dorados de mentirosas vanidades!
¡Bien venido, sombrero ecuatoriano, ahora que los operarios valen más que los guerreros, que un fabricante pesa más que un ser mitológico; que el inventor cuenta con más agradecidos que el caudillo; que la materia prima describe más problemas que la ardua metafísica; que el modelo es preferido al prototipo; que la iniciativa se coloca sobre la meditación estática; que el método ha vencido al sistema abstracto y cada aspecto de vida real augura un alumbramiento nuevo!
¡Bien venido el sombrero que se exhibirá con procedencia propia en París, Londres, Nueva York, en Hamburgo, en el propio Japón, en los Países Bajos, en la Roma del Vaticano, en las remotas comarcas de la China, de la India, del Africa, más allá del Golfo de México, en los Arenales de Arabia, en la estepa rusa, en los declivios pirenaicos, costeando el Cabo de Hornos, Bogador, en el Estrecho de Gibraltar, a través de la costa escandinava y a todo lo largo de los montes Cárpatos, los Balcanes, los Urales, siguiendo ruta por ruta, puerto por puerto, delta por delta, del Pacífico al Atlántico, del mar Jónico al Índico, sin dejar aparte islas, zonas, caseríos, aduares, punas, llanos y pampas ignotas de la Tierra!
En Panamá te comprarán, sombrero toquillar, en reparación de haberte quitado el nombre, si es cierto que el Presidente itsmeño adquirió uno para el ingeniero Lesseps.
En Colombia, porque desde Santander los granadinos lo lucieron como presea heroica.
En el Perú, por San Martín, por el Presidente Lamar, señores de la emulación histórica, frente a Simón Bolívar.
En Cuba , por Martí, Maceo y José de la Luz y Caballero.
En Venezuela, por Bolívar y Sucre, creadores de pueblos y de almas de pueblos.
En el pequeño Paraguay, por la fiereza indómita de su gente bajo la égida del Mariscal Solano López.
En el Uruguay y la Argentina, porque Artigas, Sarmiento y una cohorte de personajes cívicos supieron y pudieron enseñar patriotismo integral a los suyos.
En México, por Benito Juárez, cuyo sombrero de Jipijapa admiraba un millonario yanqui, más que una escuela rural.
En los Estados Unidos, por Monroe, el de la América para los americanos; por Roosevelt, el cazador de fieras y de teorías de buen humor. El que, con un sombrero de paja cuencano bajo el brazo, estrechaba un libro de viajes. Edisson te ha llevado con cariño. Rostchild, Carneggie y Rockefeller se consideraron tan americanos como Lincoln y el filósofo Wilson, que lo retuvieron en la cabeza.
Humboldt conoció uno de su predilección; Bonpland, Caldas, Celestino Mutis, herborizaban con el compañero jipijapa en su mano.
Castelar lo usó en las Cortes de la Primera República Española, antes de volver a defender el trono borbónico.
Napoleón lo hubiera preferido a su tricornio, sirviéndolo como de talismán, como su montecristense al general Eloy Alfaro.
Rubén Darío pidió uno después de escribir La Marcha Triunfal.
Lamenais escribió Páginas de un Creyente sobre la copa de un sombrero de copa baja ajustada a su cabeza igualitaria.
Rabelais resulta menos irónico en su Gargantúa con su copudo sombrero de castor.
Víctor Hugo hubiera llegado a la gloria mejor que con chistera, con un cubilete de toquilla.
García Moreno pocas veces usó otro que el arriscado tabacundeño, con la mariposa del cintillo anudada con una hebilla de plata.
Juan Montalvo tuvo varios, más que para el uso, para presentar al mundo las maravillas de este artefacto.
Veintimilla huye de Las Catilinarias con sombrero alón desplegado por delante.
El Padre Solano recalentó sus ideas dentro del gran sombrero cuencano, regalo anónimo en una de sus correrías al Valle de Loja.
El Padre Sodiro se olvidaba de especies y familias solanáceas, cuando se olvidaba de su toquilla.
Rocafuerte recibió en Manta uno que le sirvió para levantarlo muy alto al igual de su protesta contra Flores.
Con un jipijapa en el bolsillo viajó el sabio Maldonado como el primer zapador del camino Quito-Esmeraldas.
Espejo fue el maestro Marcelino con un sombrero gacho en la cabeza.
Mejía debió regalar uno a su digno contendor, el conde de Toreno en señal de que ya teníamos personalidad republicana.
El agustino Salcedo deseaba pronunciar diez homilías en honor del sombrero ecuatoriano.
Olmedo no terminó su canto épico al jipijapa en verso libre.
Llona pensó en una serie de trípticos en loor de su cubilete favorito.
Miguel Valverde cuenta en una de sus anécdotas, que se han perdido, la asombrosa duración de un sombrero cañari usado por su padre.
Mera gozaba con la idea de escribir una oda heroica al sombrero del Mariscal de Ayacucho.
Crespo Toral se arrepiente de no haberse acordado de la apostura del toquillano de las tres latitudes ecuatorianas.
La pléyade vanguardista se revestirá de tantas metáforas por cada uno de los poros de esta graciosa prenda.