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«Esos críticos, los taxistas», por doña Cecilia Ansaldo

Las dificultades que produce el tránsito en Guayaquil y la abrumadora falta de espacios de estacionamiento me han obligado a abandonar el volante y a ser frecuente usuaria de taxis...

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Foto: El Diario

Las dificultades que produce el tránsito en Guayaquil y la abrumadora falta de espacios de estacionamiento me han obligado a abandonar el volante y a ser frecuente usuaria de taxis. La diferencia es molestosa por varias razones. Se pierde la sensación de libertad que sentimos conduciendo un vehículo y se bloquea la tentación de salir, rauda, de los lugares que nos resulten desagradables.

Todo empieza con la llamada telefónica para solicitar un carro de alquiler, como se decía antes. El tiempo de espera no puede preverse pero, al mismo tiempo, debe entrar en el cálculo de nuestros afanes. Y la buena fortuna nos deparará la calidad del diálogo que nos espera. Los señores que conducen esos transportes salvadores —todavía no me he lanzado a buscar el servicio de conductoras— tienen personalidad propia y muchos trabajan al ritmo de sus estados de ánimo. Los hay callados, que solo saludan y cobran; pero lo usual es que conversen, eso sí, siempre vigilantes del teléfono celular (lo que produce el mal efecto de la suposición: ¿estará planificando secuestrarme?).

Como no estamos en época de campaña política, la conversación no va por esos caminos, pero buena parte me ha mostrado su fidelidad socialcristiana: la alcaldesa es muy querida y alguno ha exigido respeto a su vida privada. Hubo uno de venerables canas, que me fue describiendo los cambios de la ciudad según las calles que recorríamos. Como ese tema —del que he escrito en este espacio— me apasiona, le apreté la tecla de la memoria y encontré a un lúcido ciudadano que, proveniendo de la Sierra, amaba a Guayaquil y daba cuenta directa de edificios, calles y parques.

Otro chofer me contó lo duro del oficio: lo que significaba conducir un carro ajeno, cumplir con una cuota de pago diario y esperar ansiosamente superarla para conseguir su ganancia. A veces salía en horario nocturno porque era más tranquilo, pero más riesgoso, estaba obligado a evaluar de una sola mirada la pertinencia de detenerse ante tal o cual posible pasajero e imaginar lo que podría pasarle según la dirección que le daban.

En esta semana me tocó un taxista amante de la música. Lo oportuno para mí fue que escuchaba cantantes de mi juventud y pude identificar, sin molestias, las voces de Leonardo Fabio, de César Costa. Cuando llegamos a las canciones de José José le dirigí la palabra y empezó una clase verdaderamente didáctica: puso en orden su conexión y arrancó con El triste y siguió con su voz al artista, a pleno pulmón. Analizó la letra con énfasis en un derroche de comprensión al abandonado de amores; en un semáforo me mostró, en su celular, la telenovela sobre el cantante mexicano y me explicó que era una belleza que le permitía conocer en qué momento de la vida del astro fue saliendo cada canción. “Eso sí”, me aclaró, “yo no soy de telenovelas, solo me gusta la música”.

Recordé que una vez vi una película española que recreaba el trabajo de un taxista. Que Taxi driver, ese ícono del cine de los setenta, muestra lo que puede cocerse detrás de esa espalda y de ese perfil que ve el transitorio pasajero, sin asomarse siquiera a la hondura de su alma. No hay cómo. Pero allí están, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Cuando se lo proponen, paralizan una ciudad. Cuando nos ofrecen su trabajo, cumplen con el mundo.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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