Tordillo de capa, lindo de cara, amplio de pechos. Ensillado a la usanza de la doma vaquera española, arrogante en el andar, con el galope a flor de piel, sometido a la rienda y pronto a la espuela, el caballo de rejoneo sale a la plaza y convierte la impaciencia de la parroquia en lucimiento y espectáculo. El animal, reluciente de sol, es un actor. El otro es el toro, obscuro, severo de gesto, noble tras la cornamenta que es arma, amenaza y adorno.
El jinete inicia la danza en el estilo festivo del rejoneo, marca los aires, adorna, estriba largo y, a fuerza de piernas, empuja la brevedad del caballo hacia la pesada potencia del toro. La rienda es apenas un signo, la cabalgadura entiende las voces que le recuerdan su cuadra, y rompe en giros al menor ademán. El tordillo sabe el juego y torea con su cuerpo, esquiva, cambia de manos y rompe a galopar junto al toro. Su capote y su defensa son “las ancas relucientes y los cascos musicales”. Su triunfo no es la muerte del astado, su compañero al fin. Su triunfo es la gracia, la gallardía, el testimonio y la memoria de una raza antigua ya perdida. El toro vencido es el trofeo del jinete; el del caballo, la tarea cumplida, la lealtad hecha gesto, la fuerza hecha estatua.
El caballo en la plaza, “que la testa pone en alto cual queriendo ser más grande”, inmóvil por un momento, esperando el arranque del toro, me parece la evidencia, festiva esta vez, de esa hermandad extraña y entrañable que hizo la historia del mundo: jinete y cabalgadura juntos, siempre enfrentados al peligro, metidos en aventuras, atados por antiguas e incomprensibles lealtades, ligados por el riesgo, convertidos en un signo de poder que les llevó a ser el prototipo de las estatuas, porque no hay héroe de bronce que no conduzca a su compañero, con las riendas recogidas en la izquierda, en gesto inmóvil y eterno, y que no salude desde la altura de su lomo, entre la arrogancia del caracoleo y el temblor de las crines. No hay estatua sin caballo.
El caballo en la plaza, su cadencia y su danza, me recuerdan a los otros, a los que, dóciles al mandato del chagra, del gaucho o del huaso, persiguen la quimera de los potros cerreros en los páramos, encierran las puntas de reses salvajes, galopan por cuestas y travesías, viajan por la ruta de los cerros, llegan a los pueblos entre sudores y cansancios, trabajan desde siempre con los vaqueros de ponchos rayados y decires recios. Me recuerdan a los que saben de caminos de herradura y de chaquiñanes ásperos, a los que se plantan en el lomo de la cordillera para mirar, por un momento, la avenida de los volcanes y la abismal perspectiva de los valles, y sentir el viento que limpia de nubes el cielo de verano. Me recuerdan a los que saludan con su relincho, a los que adornan la ruta con su braceo, a todos, con sus nombres y sus aires.
El caballo en la plaza, entre aplausos a su jinete que ha vencido ya al toro, me recuerda la humildad de Rocinante y la paciencia del rucio de Sancho. Como lejana evocación del rejoneador, el Quijote salió un día armado de lanza y adarga, a combatir, no a toros, sino a entuertos, cabalgando a su jamelgo de antigua raza andaluza, llenas de idealismo las alforjas. Todo él testimonio de integridad, no iba a recibir aplausos, sino burlas; no claveles, sino palos. Sin embargo, jinete en su caballo flaco y en su montura desvencijada, con su porte de caballero de la triste figura, se quedó en la historia, con su peso de humanidad, llevando como buen jinete las riendas en la izquierda, estribando largo, mirando el mundo desde la altura, descubriendo gigantes y castillos, donde solo había campo áspero y posadas pobres.