“La belleza o la fealdad no cuentan. Sin duda, porque comprenden mejor la fugacidad no solo de las variables estéticas sino de la vida”.
Una comedia protagonizada por el actor argentino Guillermo Francella, a quien le ‘faltan centímetros para ser hombre’, me transportó al mundo de los enanos, excluido aún a nivel planetario, por ese estigma humano de despectivizar todo aquello que está fuera del manual de nuestras convenciones sociales. Antaño fue consentido de la realeza, más tarde figura predilecta de los circos, hoy pasean por las metrópolis, graves y decorosos.
La historia registra ejemplos de regiones donde los adoraban como a dioses. En la Roma decadente, las veleidosas patricias apreciaban a los acondroplásicos al punto de que sus maridos se encendían de celos. Jean Boullet y Jean Dauven, cronistas del enanismo, refieren numerosos casos de romances de muchachas ‘normales’ con estos personajes legendarios. Las enanas son más circunspectas y discretas que los hombres, casquivanos y libertinos. La única condición que se requiere para ser enano es medir máximo 1,20 centímetros. La belleza o la fealdad física no cuentan.
Sin duda, porque comprenden mejor la fugacidad no solo de las variables estéticas sino de la vida misma.
Los enanos, cuanto más diminutos, más orgullosos. La reina Paulina, liliputiense, se exhibió en París a fines del siglo XIX. Medía 28 centímetros. Apenas dispuso de cuatro años para asombrar al mundo.
Entre los hombres, en 1990 Guinness certificó al actor dominicano Nelson de la Rosa como el más pequeño del mundo. Actuó con Marlon Brando en el filme ‘La isla del Dr. Moreau’ y murió a los 39 años, en sus escasos 54 centímetros. De Pedro ‘El Pequeño’, norteamericano, se decía que, arrodillado, podía desaparecer debajo de una chistera. Felipe IV encargó a Velázquez el retrato de don Antonio, ‘El inglés’, su mascota preferida.
¿Ha decrecido su segregación? No. Pero ellos ya no se inmutan por estos dislates, continúan sin entender el belicismo y el poder, y cuando levantan su mirada para vernos, una hoguera de conmiseración se prende en sus ojos.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.