(Fotografia El Comercio)
Filoteo Samaniego muere un 21 de febrero, hace dos años, el mismo día en que nace Espejo y en su nombre le fue concedido también el Premio Nacional Eugenio Espejo; aquel, hacedor de una oceánica y magnífica poesía, forjador de arte y cultura y Espejo, el inmenso, que es ante todo cultura. Alfonso Rumazo González nace un 12 de marzo fecha en que Miranda izó la bandera tricolor por vez primera y fallece el 27 de junio, Día del Periodista, siendo en los dos casos el notable y magno biógrafo de América, también de Miranda, y un periodista de estrado mayor. Ramón J. Velásquez muere el 24 de junio, conmemoración de la batalla de Carabobo; él, que cultivó como nadie la historia de Venezuela.
Jung podría haber hablado de éstas más que coincidencias realidades vitales de consustanciación del ser con su destino. Y también Malraux que observó los detalles prefiguradores y los contrastes definitorios como las manos pequeñas y finas de De Gaulle frente a su corpulencia y las enormes de Mao, tanto que parecían ser de otra persona y la diferente coloración de los ojos de Alejandro el Grande, y la confesión de Stalin: “Al final sólo la muerte gana”, y las hormigas sordas que no se arredran ante el bombardeo, exactamente como ciertos ejércitos y el pueblo que combate o lo sufre.
Pero ni Filoteo Samaniego es Espejo, ni puede serlo nadie; ni Alfonso Rumazo González es Miranda ni todos los próceres o periodistas juntos; ni Ramón J. Velásquez es Bolívar, ni Páez, ni Cedeño, ni Plaza, actuantes en Carabobo. Pero sí existe la presencia de una genealogía que los anuda con sus ancestros de cultura, siempre dentro de su identidad. Y en general, en el caso del escritor, probablemente haya unos Memoriales, o unas Memorias, que van del presente al pasado y al futuro, ya que nadie va a escribir después por él, por lo que yo he hecho mi bíos/biografía con mi relato y mis ensayos, y Alfonso Rumazo González la nueva épica, aun en la novela con su Justicia, la mala palabra y la grafía de un tramo de su vida con Fijaciones y Velásquez la exégesis con sus libros propios y con sus colecciones de pensamiento y de historia. Y el luminoso poeta hacedor, el ensayista augural, el gran investigador del arte, Filoteo Samaniego, la continuación, con muchos otros señeros nombres, de un mismo espíritu, el de Espejo, que apela a una buida cultura, a una educación civil frente a la barbarie, a un conocimiento de la materia física y humana del país y de otras regiones, con sus textos de exaltación de la libertad, desde una percepción también ontológica. Por lo que dirá: “Eugenio Espejo, indio o mestizo que, con su inteligencia suprema, trató de sacar al país de las sombras y darle libertad, dignidad y presencia. Aquel personaje asustó a virreyes, presidentes de audiencia y nobles temerosos, e hizo, de sus Primicias, hojas de protesta, de altura de pensamiento, ventana al futuro de la patria, el primer diario editado en el país”.
Y es que existe como hecho de cultura y vale analizarla en términos filosófico-literarios la diferancia y ya no diferencia, en estudio de Derrida, la cual sigue la línea del discurso filosófico-lógico y que aúna azar con necesidad. Esa diferancia que va de unas épocas a otras, de unos personajes a otros puesto que de todas maneras se ha estado difiriendo o ejecutando una misma genética y una historia. Y se ha guardado una relación con el pasado y con el elemento futuro, sin que sea ésta necesariamente ni éste, ni aquel. Pero sí que uno de los términos, el actual, “aparezca como la diferencia del otro, como el otro diferido en la economía del mismo…”. Es decir que se produce la persistencia de una genealogía ya estudiada por Nietzsche en sus varios libros –en él dentro de su propia indiscutible especificidad– y a la que Derrida califica “como una gramática metafísica en todas partes donde gobierna la cultura, la filosofía y la ciencia”. Anoto así que si bien la diferancia sirve fundamentalmente para estudiar un texto y desentrañar un significado vale también para detenerse en la traslación de un momento cultural a otro y de un escritor a otro.
Movimiento, camino hay de una retórica servil y cortesana socialmente, a la cual combate Espejo, que, en punto a literatura, ofrece un “gusto viciado de querer siempre lo brillante más que lo sólido, lo metafórico más que lo propio, y lo hiperbólico más que lo natural”; retórica a la que él mismo desecha por justificadora de lo verosímil antes que de lo verdadero, a una escritura que se allega a la cero de Barthes, es decir la que ya no es un “estilo” sino “la moral de la forma” –“escogencia del aire social en el seno del cual el escritor decide situar la Naturaleza de su lenguaje”– y “un acto de solidaridad histórica”. “Reivindicar, expresa en Investigaciones Retóricas, bajo el nombre de texto, de escritura, una nueva práctica del lenguaje y no separarse jamás de la ciencia revolucionaria, son uno y el mismo trabajo”. Esa escritura que encuentra en Lautréamont, Mallarmé, Gide, Camus, tiene también su acerada manifestación en la poesía de conceptos, “que amanece la idea” de Filoteo Samaniego, ceñida, potente, con firmeza y belleza de roca, nombradora, muy dentro de la literalidad pero también de la simbolización como aspira Todorov, y naturalmente humana, histórica y comprometida; tales, el trepidante poemario, seco y hermoso de Los niños sordos, la caligrafía triste y enhiesta de Signos II, la ruta ensangrentada de Ultraje del río. Poesía que habla también del arte, como artista lo fuera Samaniego y columnario por todo ello de una cultura mayor, la suya y la de Espejo y la de Alfonso Rumazo González y de tantos otros valiosos, únicos en su propia identidad. Y que en el realismo mágico autobiográfico y creador de Filoteo Samaniego en Sobre sismos y otros miedos se expresa “desde una extraña duplicidad”, sobre la muerte, el apocalipsis y sus jinetes y la inmortalidad, para decir que “da vida a la muerte, que mata la vida”.