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«Finjamos que soy feliz», discurso de ingreso, en calidad de miembro correspondiente de la Academia, de Cecilia Ansaldo

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Discurso de ingreso, en calidad de miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, de doña Cecilia Ansaldo Briones.

Cualquier libro que se precie de hacer un buen pronunciamiento sobre la obra de la gran poeta mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, menciona a nuestro polígrafo ecuatoriano Juan León Mera (Ambato, 1832 – 1894) como uno de sus estudiosos. Resulta obligatorio recalar en Las trampas de la fe, de Octavio Paz porque puso un tajo en el antes y el después de los criterios con que se venía tratando la obra de la monja mexicana.  Paz, por tanto, tenía que aludir a, Obras selectas de la célebre monja de Méjico Sor Juana Inés de la Cruz precedidas de su biografía y juicio crítico sobre todas sus producciones (1873), publicado en Quito, bajo el sello de Imprenta Nacional.

Yo venía de leer muchas de esas referencias hasta que un gesto de amistad me puso en las manos la genuina y única edición del libro de Mera que ostenta un estudio introductorio, una selección de poemas, el fragmento de una pieza de teatro y toda la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, (publicada el 1 de marzo de 1692), antecedida de la breve carta del obispo de Puebla, que se enmascaró en un seudónimo femenino. ESA TAL, SOR FILOTEA DE LA CRUZ-

Entre los años de publicación de la obra completa de Sor Juana, en España, en tres tomos que van de 1689 a 1700 (y que consiguieron varias reimpresiones) ,la muerte de la poeta en 1695 y el tiempo de Juan León Mera median más de 150 años; periodo de la postergación y olvido de la monja, años en que la incomprensión y el daño que le infligieron ciertos hechos y estudios,  arrastraron consigo la imagen enorme de su talento y la importancia de su obra. Don Juan León tuvo acceso a la tercera reimpresión de las Obras Completas, la de 1709 del primer tomo, los otros de 1715, que según su testimonio eran muy descuidados y llenos de fallas.

Debe enorgullecernos a los ecuatorianos que un compatriota haya tenido la sensibilidad y la inteligencia suficientes para captar cuánto tesoro literario se estaba perdiendo el mundo lector ecuatoriano al haber bajado un velo sobre  las luces de la poesía sorjuanesca. Y quién sabe en cuántas noches y con qué pocos medios emprendió su honesta y fiel actividad: sacar del olvido, al menos para su contorno, a la estrella de la poesía mexicana de la colonia, al talento único y señero de nuestros lares, a quien junto con Rubén Darío, llenaría el firmamento lírico de nuestra lengua en América Latina, hasta el siglo XX.

A quién haya leído la Ojeada histórico-crítica de la literatura ecuatoriana (1868) libro clave de valoración literaria en el Ecuador, el tono y los puntos de vista de Mera le resultarán conocidos. El polígrafo entremezcla las miras de quien ha equilibrado los grandes metarrelatos de la Ilustración con un profundo catolicismo,  está convencido de que de la armonización de los principios de libertad, igualdad y fraternidad brotará el equilibrio social siempre y cuando se respete que la Iglesia Católica debe tener un puesto en ese entramado para civilizar a los pueblos y salvar el alma inmortal. Cree que la capacidad de poetizar es un don de Dios. Desde esas ópticas aborda el comentario de lo que conoce sobre Sor Juana.

IDEA DE APERTURA

Cuando le dedicó un capítulo a Dolores Veintimilla de Galindo, en la Ojeada histórico-crítica, don Juan León dijo poco de los poemas que escribió la romántica quiteña y mucho sobre la educación de la mujer ecuatoriana en la época, es decir, superpuso a su mirada de analista literario la  inquietud que tenía sobre la suerte del sexo femenino en la segunda mitad del siglo XIX. En esta ocasión, el autor arranca precisamente del desmedro que, injustamente se hace a las mujeres y reconoce que su puesto está junto a un  “compañero” y no a un  “señor y dueño”, idea de preámbulo perfecto que va a demostrar  a base de comentar vida y  obra de quien “honró a su patria”, ES DECIR, LA MONJA JERÓNIMA.

¿CÓMO ASÍ SOR JUANA?

El ambateño se apoya para escribir sobre la poeta mexicana en tres fuentes: en la Historia de la literatura española (1849), del anglo-americano George Ticknor, real especialista en literatura de la península y a quien se le atribuye la designación de Siglo de Oro al período nuclear de producción de España; profesor de Oxford y gran viajante, quien incluyó la obra de Sor Juana, como tantos otros en los estudios españoles.

A más de la biografía del padre de Callejas – publicada muy cerca de LA muerte DE ELLA, por el jesuita amigo –  Mera conoce, como era indispensable, los tres tomos de las Obras Completas de la monja.

¿Qué sintonía espiritual hubo entre nuestro literato y Sor Juana en los años previos a 1873, el  año de la publicación de Obras selectas, en Quito?, ¿cómo consiguió estas tres fuentes en un medio EN que, como él mismo lo manifiesta, es difícil tener acceso a libros impresos en España? Consideremos que para entonces, Mera tiene 6 libros publicados (el Himno Nacional entre ellos) y no ha llegado todavía a esa clarinada de su amplitud literaria que es la novela Cumandá (1889). Creo que tuvo que tomarse muchas jornadas entre leer a plenitud sus fuentes y volcar sus impresiones en su propio trabajo. Hombre de criterios PERSONALES, emprendió el comentario de la obra de la poeta muy persuadido de sus valores porque estaba prevenido a que en su tiempo “la hipérbole fue condición precisa del elogio, y éste se había abaratado por completo en el mercado de las letras castellanas”. Simpatizo profundamente con Mera cuando leo citas como esta porque me hacen reparar en ciertos vicios DE lo que parece crítica literaria en el Ecuador.

ENFOQUE CLAVE: ¿MUJER, FEMINIDAD?

Juan León Mera se introduce, sin sospecharlo siquiera, en los entretejidos del terreno que permitiría hoy la discusión sobre la constitución del género en los seres humanos.  Su mirada que viene del romanticismo en ambigua y vacilante. En  sus propios poemas cantó “al ángel del hogar”, es decir, a la fémina sujeta a las tareas que la tradición le ha impuesto, pero cuando se encuentra con mujeres con inclinaciones estéticas, se detiene y duda.  Respecto de Dolores Veintimilla rechazó su suicidio y lo atribuyó a la falta de sólidos valores cristianos que habrían provenido de la adecuada educación. Pasó raudo sobre los versos de la quiteña y porque no dijo mucho de ellos, prefirió razonar y proponer educar al sexo femenino, tan al margen de un proyecto educativo nacional.

La poesía de Sor Juana lo atrae poderosamente, pero cree que en su caso “el sexo sirvió en cierta manera a las letras, no estas al sexo”. Como hace una aproximación biografista a la obra es natural que se lance a elucubraciones sobre la extrañeza que siempre produce esta “fénix de los ingenios” mexicana.  Para Mera, Sor Juana tiene un montón de cualidades: su talento innato, su aprovechamiento del tiempo dedicándolo al estudio, su apasionamiento – a cada paso se advierte la afabilidad de su comprensión – por ejemplo, no tiene ninguna palabra de crítica sobre el deseo de la joven de ir a la universidad vestida de hombre, solo marca que sobrellevó “este imposible” leyendo muchos libros.

Donde más se empantana nuestro estudioso es en las causas del poderoso verso amatorio de la poeta. Fiel a la teoría del reflejo, Mera lee los poemas desde un simplismo que solo puede atribuirse a su época. Me corrijo: soy injusta si digo simplismo. Pero las cosas en la vida no son claramente duales: la lucha cuerpo – espíritu o libertad versus encerramiento. Poeta que escribe sobre amor tiene que haber amado el es axioma que podría reducir la lectura de cualquier discurso lírico; y como Sor Juana ingresó al convento a los 21 años y fue una monja cumplida y obediente de su norma, no le queda más a Mera que deducir intensos romances juveniles, decepciones precoces, dolores de abandono y ausencia.

Pero eso sí, está convencido de que no ingresó al convento por devoción o vocación religiosa porque “el ascetismo no es para todos” y la elocuencia lírica de Sor Juana no va dirigida precisamente hacia el cielo y sus consuelos.

Entonces se pregunta Mera, ¿de dónde tanto verso encendido, tanta palabra consagratoria de los juegos activos y destructores del amor?  Y se responde, de la experiencia porque, he aquí lo grave:  “la naturaleza moral de las mujeres es la misma” y sostiene que ya sea Safo, Eloisa o esa voz que se despeña por los desbarrancaderos de la pasión, que es y no es Sor Juana al mismo tiempo, SE PERTENECEN  a una idéntica “ naturaleza moral” que comprendo, BAJO LA MIRADA DE MERA,  como la “esencia femenina”, ese imponderable que la tradición extrae de fisiología y designios divinos y a la que se  ha dado la responsabilidad de sostener el mundo desde el ámbito doméstico.

No se necesita leer la biografía del P. Calleja para concluir que Sor Juana nunca deseó casarse y formar una familia. Lo dice ella con absoluta claridad en su texto medular Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Pero Mera, fiel a su dogmatismo católico elucubra que la vocación la pone Dios en el alma y es el ser humano quien  la obedece o no. ¿Qué vocación le puso Dios a Sor Juana, la de monja de claustro o la de poeta? Vacila nuestro analista porque halla difícil conciliar la disciplina del convento con los estudios a los que Sor Juana se quiere dedicar: Y que ingresó a su celda  en pos de “solo la perfección de la vida ascética”. El análisis es errado porque nuestro polígrafo carece de datos y, principalmente, porque encuentra lo que quiere ver. No sabe que en a ciertos conventos de la Nueva España se ingresaBA con una fuerte dote (que Sor Juana la obtuvo de un patrocinador), que de ello dependIA que las novicias y luego religiosas, CONTARAN con celda de varios compartimentos, criada incluida; que dentro de ellos PUDIERAN tener algunos privilegios (bañera, cocineta, biblioteca, instrumentos musicales); que Sor Juana gozó de los favores o simpatías de sus prioras para dedicar muchas horas de sus jornadas a la escritura y estudio. Cuando su fama fue mayor, pudo recibir visitas en una sala, solamente dividida por una reja, y le fue habitual departir con escritores e intelectuales tonsurados o seglares. Los mismos virreyes la visitaban.

Hay que reparar en el tejido social de la sociedad virreinal del siglo XVII para entender las reglas del juego de su momento: una estructura rígida en torno de los virreyes y su corte, una flexibilidad de pensamiento en torno de las mutuas concesiones entre los pilares políticos, eclesiásticos y clasistas. Los valores del barroco se encarnaban en personas que estaban convencidas de los dogmas pero que al mismo tiempo sabían que la consigna barroca “vivamos, vivamos que pronto moriremos”, tenía razón.

En esa sociedad, no era un escándalo que una monja escribiera tan a menudo de temas profanos, más todavía, que fuera alentada con las voces de admiración y los encargos que recibía para nuevos poemas. Fue más grave escribir una interpretación de un sermón religioso, que todos los poemas que destilan intensidad amorosa. Y pese a que Mera tuvo los textos entre sus manos, no vio el conflicto.

Como ha sido siempre hasta que nuestro tiempo comprendió que la mujer no es un “otro” que se ENTIENDE desde la inmanencia de un “uno” (y apelo en esta cita a las ideas filosóficas de Simone de Beauvoir en El Segundo sexo), se calificó de femenino todo lo que no cabía dentro del esquema que la cultura patriarcal había diseñado para EL varón. Juan León Mera cae en esa comprensión y juzga “varonil a par que afectuoso” el corazón de la poeta (LXVII) y remata añadiendo que  con “garbo masculino y señoril” supera las dificultades del arte y del pensamiento. Las geniales dotes intelectuales, la peculiaridad, el arrojo de una mujer del siglo XVII no podía ser entendido sino como un apartamiento del sexo femenino.

LA VALORACIÓN DE LA POESÍA

Mera siente, intuye, valora a la poeta Sor Juana. Pese a sus prevenciones iniciales y a su largo discurrir sobre quién habrá provocado tal derroche de lírica en la autora, dado que cree que “el poeta es  un templo vivo consagrado a los afectos y a las ilusiones”  (XXXVI), no puede más que abandonarse al entusiasmo y encontrar las razones de su admiración. Y se aplica en una  “defensa” partiendo de la paráfrasis del verso de Quintana que dice “Crimen fueron del tiempo y no de España”  en mención de críticas al gobierno de las colonias, que Mera cambia por “Crimen fueron del tiempo y no de Juana” aludiendo a las dosis de culteranismo – ESA EXACERBACIÓN DE LA POESÍA BARROCA – que encuentra en los poemas de la monja.

Mera lee desde su subjetividad y su oído, por eso elogia la imaginación de altura, la facilidad versificadora y percibe algo muy valioso, lo que él llama “una gravedad congénita” y eso es la voz de la inteligencia de la autora que no puede quedar afuera de ningún arrebato poético. Sor Juana escribe “idea líricas”, desarrolla estructuras argumentales, juegos antinómicos, analoga hechos con tesis. Es decir, hasta en sus más intensos exabruptos de amor se instala una carga conceptual que, para mi criterio, jamás ha desmerecido su poesía, y, al contrario, le dio ese tinte de genialidad que tiene.

El crítico se arroba ante la poesía amorosa de Sor Juana, tal vez por eso, hace todos los intentos de suposición biografista que impidan cualquier perturbación de la  imagen moral de la escritora que admira; lee los versos de la sublime lira número 211, aquella de “Óyeme con los ojos QUE ME QUEJO MUDA”, se detiene luego en la imagen, tan repetida, de arrancarse del pecho el corazón doliente y se extasía en “Detente sombra de mi bien esquivo” para resaltar los méritos de intensidad y diversidad en el metro elegido (lira, romance, soneto).

Mera vio con buenos ojos la famosísima redondilla “Hombres necios que acusáis”, en las que encuentra una muestra del implacable sentido lógico y la tendencia a filosofar de la religiosa, sin quejarse del vápulo que recibe su género de parte de la voz poética que arrincona los comportamientos masculinos respecto de la decencia de las mujeres.

El tiempo que ha pasado desde que Mera leyera a Sor Juana impone su impronta  cuando hay que enterarse de las acusaciones de él a la poeta: le critica lo que él tacha de claudicación frente a la influencia de Góngora en la línea culterana de su poesía. Con esta observación me explico que haya dejado afuera de la selección de poemas que incluye en su edición de Obras selectas, el poema cumbre de Sor Juana, el único que ella declaró como hijo de su creación libre y propia, “El primero sueño”. El poema que hoy nos desafía, ese faetón lírico que cuenta la hazaña del alma por buscar el conocimiento o pasó inadvertido para Mera o le resultó enojosa lectura. Es tan significativo rechazar como quedarse en silencio.

Me hace falta precisión en esas críticas. No hay ningún apunte que rechace alguna imagen específica, una métrica, una sintaxis. Hoy sabemos que el símil caudal,  por ejemplo, fue extendido por la monja a diez o 12 versos de distancia entre los elementos sujetos a comparación. ¿Ese violento hipérbaton es un defecto gongorista? En nuestro tiempo apreciamos lo complejo dentro de la literatura porque estamos convencidos de que el arte es una dificultad adquirida.

A Mera no le gusta el tinte popular de algunas estrofas de la monja. Lo que en nuestros día constituye motivo de celebración: que ella haya tenido oído para percibir el habla del pueblo, que haya valorado hasta las lenguas autóctonas y deslizara esos decires en villancicos y comedias. Inmensidad visionaria de una mujer que miró hacia adelante y creyó en el mestizaje como expresión simbiótica de las culturas que se habían fusionado y estallaban en toda clase de mezclas en su contorno. Con esas audacias, Mera cree que Sor Juana “profana a un tiempo su propio talento y el asunto digno de veneración”: los villancicos son predominantemente religiosos.

Incluye  nuestro autor la comedia Los empeños de una casa y cae en el error de contar la trama largamente. Comenta con brevedad la capacidad dramática pero también le reconoce errores.

EL DILEMA DE LA RESPUESTA A SOR FILOTEA DE LA CRUZ

Desde el esquema binario que defendió que la lírica es para el sentimiento y la prosa para la racionalidad, Mera emprende una somerísima revisión de los dos textos de argumentación que nuestro autor conoce de autoría de  Sor Juana, ESOS  que problematizaron su vida. Tanto la Carta Atenagórica y la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz son evaluadas con generalidades en las que identifica el talento, pero reprueba los gajes gongoristas de estilo. Cosa extraña: le parecen excesivas las citas en latín, cuando esa era la lengua consagrada de la iglesia y Sor Juana se estaba refiriendo a temas teológicos (por cierto, su gran crimen) y vuelve a criticar los giros envolventes de los conceptos en lo que llama “la fuerza viril de su inteligencia”, para combatir el sermón del sacerdote jesuita Vieyra, pronunciado 40 años antes de la época en que Sor Juana, por recomendación de otros, salió a contraargumentar y rebatir.

Equilibrado luce Mera cuando no ve como una osadía impropia de una mujer contradecir a un célebre orador de la Iglesia con otra versión interpretativa del  versículo que se comentaba en cada Jueves Santo: “Un mandato os doy: que os améis los unos a los otros”. Aprecia con elocuencia el refinado andamiaje que arma Sor Juana en contra del “pedantesco saber” del sacerdote portugués y cita con largueza ideas que le parecen luminosas.

Pero no capta nada de la tormenta que produjo la Carta Atenagógica, una de cuyas reacciones fue escribir la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. No tiene información contextual suficiente, es cierto, para entender la lucha de fuerzas clericales que se desarrolló en el contorno de la monja y la tomó a ella como ariete de ataque, utilizada por quien se escondía detrás del seudónimo de Sor Filotea, y que era Manuel Fernández de Santa Cruz, arzobispo de Puebla y visitante asiduo de la jerónima.

Me apego a la interpretación de Octavio Paz que ve en Sor Juana una víctima de la inquina entre  Aguiar y Seijas,  arzobispo de la Nueva España, jesuita, y Fernández de Santa Cruz, OBISPO DE PUEBLA, dominico, hecho que recoge la vieja pugna de esas dos célebres órdenes. Si Sor Juana, instigada por el segundo redactaba una especie de superación interpretativa de  un jesuita, ofendía de paso al primero. Y el texto que ella escribió como una operación intelectual privada, sin ánimo de publicación, fue dado a la imprenta sin su permiso y desató la ira de la máxima autoridad eclesiástica del virreinato.

Sin embargo, la Respuesta a Sor Filotea (y basta leer con atención la carta para descubrir que su autora sabe que se dirige a una persona enmascarada) entra en un juego de habilidades compositivas entre desesperado y deslumbrador, porque combina dosis muy diferentes de saberes: primero hace autobiografía para convencer a la destinataria – ese obispo travestido en monja –  de su pronta y natural inclinación por la escritura; luego hace un elogio al conocimiento de todo cuánto hay que estudiar para llegar a la cumbre del saber, la Teología; abre un abanico temático con filamentos hacia sí misma cuando advierte de las reacciones humanas ante el saber ajeno – y pone en el centro de este dilema al mismo Cristo – para ir hacia el frente de los ataques que recibió: por ser intelectual y ser mujer; escribir desde la soledad de un convento y preparándose a solas por carecer de guía y compañeros. Con ello apuntala la necesidad de educar a las mujeres en un alegato que ha permitido la utilización del episteme equivocado al llamar a la autora, la primera feminista de América.

La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz vuela tan alto en su poder argumentativo que es comparable a la hazaña lírica que se cristalizó en el poema El primero sueño,  -poema por cierto que la misma autora valora por encima de todo, cuando es el único que ella menciona con ese supremo arte de la modestia, al reconocerlo como un “papelillo” propio -. En los dos textos, epístola y poema, la monja mexicana sube los peldaños del saber de su época, en la carta para argumentar sobre libros, libertades, derechos, aprendizaje; en la enorme silva de 975 versos, para mostrar las ambiciones del alma, jamás contenta con lo que ha aprendido, en la intuición de cumbres oscuras y poderosas de sabiduría, presentidas aun dentro de sí misma.

Sor Juana le sigue el juego al malintencionado obispo, le contesta con infinito respeto y humildad pero da todas las pistas para que el lector comprenda la intervención de una mano ajena en esa publicación: “Pues así yo, señora mía, ya no me parecen imposibles los que puse al principio a vista de lo que me favorecéis; porque quien hizo imprimir la carta tan sin noticia mía, quien la intituló, quien la costeó, quien la honró tanto, siendo del todo indigna por sí y por su autora…” (p 317). Pero don Juan León o no la comprendió o no le dio importancia a la batalla subterránea a la que sirve la carta. Al contrario, le da cierta razón a Sor Filotea, quien en una breve epístola previa a la Carta Atenagórica, reconviene a la autora por haberse dedicado en demasía a temas mundanos.

Como es obvio, las miradas y los enjuiciamientos van dirigidos por el tiempo desde donde se emiten, por las ópticas e ideologías que se entraman en los puntos de vista de un escritor. Mera y Sor Juana distaban siglo y medio entre sí, tanto como yo estoy distante de Mera y más todavía de mi admirada poeta; en la óptica del ambateño iba un concepto de literatura de por medio, aquel que aprecia la simplicidad, que cree que los pliegues de la mente humana pueden estirarse para dar cabida a una expresión límpida. Por eso rechazó el gongorismo y los preciosos encajes lingüísticos que requirieron de una Generación del 27 y de los trabajos de Dámaso Alonso en el siglo XX, para ser comprendidos y valorados. Por eso, vio en los giros sintácticos y audaces construcciones versales de la monja puntos de debilidad y de –prejuicio mayor – de virilidad.

Pero, por sobre todo, Mera amaba la literatura, era devoto de la poesía. Fue sensible desde a la lengua quichua como a los cantares folklóricos del pueblo autóctono del Ecuador. En ese terreno se encuentra con sor Juana y sintonizan y se enlazan y se entienden como estrellas del universal firmamento de la poesía. Ojalá que mis palabras se hayan podido acercar a ese compartido fulgor. Porque si la poeta en algún momento propuso:

Finjamos que soy feliz,
triste pensamiento, un rato;
quizá prodréis persuadirme,
aunque yo sé lo contrario,
que pues sólo en la aprehensión
dicen que estriban los daños,
si os imagináis dichoso
no seréis tan desdichado.

En ese punto, don Juan León Mera tuvo que haberla entendido, como nosotros.

Guayaquil, 4 de marzo de 2015


Discurso de bienvenida pronunciado por el académico de número don Francisco Proaño Arandi, en la incorporación a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, de la doctora Cecilia Ansaldo Briones, en calidad de miembro correspondiente.

Guayaquil, miércoles 4 de marzo de 2015, Auditorio de la Universidad Casa Grande.

CECILIA ANSALDO O LA MORAL DE LA ESCRITURA

            Al leer o releer algunos de los ensayos de Cecilia Ansaldo y rememorando su persistente actividad académica donde la literatura ecuatoriana es uno de los motivos centrales, no puedo dejar de recordar al pensador francés Roland Barthes quien concibió la escritura, la escritura literaria, como una suerte de elección moral del escritor frente a la realidad, elección expresiva e ilustrativa de su cosmovisión y de la actitud que finalmente asume (o asumirá) ante las encontradas problemáticas que marcan su existencia y su época. “Colocada en el centro de la problemática literaria, que solo comienza con ella –dice Barthes en El grado cero de la escritura–, la escritura es por lo tanto esencialmente la moral de la forma, la elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la naturaleza de su lenguaje”.

En un texto suyo sobre la poesía de César Dávila Andrade, Cecilia Ansaldo anota:

“¿Por qué leer poesía es una de las preguntas fundamentales de mi meditación literaria? Y me voy dando respuestas en la medida en que pasa el tiempo y consumo libros de poesía. La poesía atiende una necesidad de expresión que el lenguaje corriente no puede abordar; el desafío de poner en palabras la cara oculta de la psiquis solo ha sido enfrentado por un discurso que practicó desde la violencia sintáctica hasta el disfraz irracional en la búsqueda de lo que sugiere más de lo que dice, de lo que permite la asociación, más que aquello que ajuste ideas en la vana pretensión de racionalizar lo que no es racionalizable. Los resultados del desafío lo testimonian con holgura desde San Juan de la Cruz, pasando por Arthur Rimbaud hasta llegar al gigantesco empeño de un César Dávila Andrade en el Ecuador”.

“La poesía atiende una necesidad de expresión que el lenguaje corriente no puede abordar”. Eso nos dice Cecilia Ansaldo y con esas palabras alude a lo que seguramente es la razón de toda literatura: una elección del creador, la adopción de un lenguaje necesario para explicar y explicarse las profundas contradicciones de lo real, una moral de la escritura.

Haciéndose eco de esa premisa de Barthes, otra notable ensayista ecuatoriana, Lupe Rumazo, descubre en la escritura del gran polígrafo ambateño, Juan Montalvo, esa moral que es a la par una elección, elección que en el caso de Montalvo la califica de “negatividad creadora”: “imponderable negación, creciente, desacralizante… pero es célula que niega para afirmar, dar con lo nuevo, otro, pero sin eliminar totalmente lo negado”. La escritura entonces es también un acto de responsabilidad histórica, sobre todo en quienes, como Cecilia Ansaldo, vienen desplegando una rigurosa labor crítica, que verifica tanto el legado imprescindible del pasado, cuanto, en perspectiva de futuro, las corrientes subterráneas que modelan el presente. Tal fue su método al escribir un ensayo temprano y ejemplar sobre la evolución del cuento ecuatoriano durante los años que van de la década del 50 a la del ochenta de la pasada centuria y que fuera publicado en 1983 en el volumen de la Editorial “El Conejo”: La literatura ecuatoriana en los últimos treinta años.

En dicho ensayo, Ansaldo teorizó sobre la naturaleza del género, su génesis y su impronta en la literatura ecuatoriana. Y, aludiendo una vez más al significado de la escritura entendida como elección ética y estética, subrayó este carácter, “elección lingüística tal, que tenga el poder suficiente de transmutar la realidad y convertirla en esa nueva realidad (la literaria) capaz de subsistir por sí misma”. Parámetros semejantes orientan el estudio introductorio a su paradigmática antología del cuento ecuatoriano que, bajo el título Cuento contigo, publicó –hablo de su primera edición– en 1993.

En el ensayo de 1983 al que hemos aludido, Cecilia definió también su predilección por dos vertientes que ella encuentra profundamente enlazadas: la poesía y el cuento. “Al elegir como material narrativo un suceso, una situación, una experiencia –dijo entonces Ansaldo refiriéndose al cuento–, su estructura descansa en una condensación de elementos que lo vincula a los efectos de intensidad y casi temporalidad pura de la poesía”. Elegir, intensidad, experiencia, palabras claves que nos aproximan a lo que podemos denominar la poética de nuestra autora.

Esta posición, moral y formal, en relación con lo que constituye la verdadera literatura es un primer indicio de esa poética, lo que la vuelve reconocible y fecunda, tanto en su producción ensayística, cuanto en su accionar en la vida intelectual del país como estudiosa y crítica literaria, como docente universitaria, como animadora de empeños culturales de gran persistencia y alcance, como suscitadora de grandes inquietudes creativas.

En primer lugar, debemos reconocer en ella su gran calidad de escritora, en el ámbito de los  géneros que ha cultivado. Allí surge necesariamente otra evocación de Barthes, quien solía decir: “Dejad que el ensayo confiese ser casi una novela”, con lo que enmarcaba la crítica literaria en un metalenguaje donde se difuminan las fronteras entre ensayo y ficción y emerge una intelección de la escritura como un campo de extremas tensiones, tema o eje central en el devenir de la creación artística.

Para Cecilia, la literatura, si ha de devenir en un hecho artístico, debe constituir, ante todo, una experiencia. Lo dice en un trabajo sobre la poesía de Jorge Enrique Adoum: “Cada lector –señala– desarrolla una relación personal con la obra literaria de un escritor. Y ocurre como en la vida, los matices de esa relación, sus avatares y capítulos se eslabonan en el tiempo y en los contextos de historia y biografía. […] No se trata de un tiempo cronológico, sino de otra clase de dimensión en la que cabe –como en una red invisible con sus propios hilos y conexiones– la transubstanciación adecuada para convertir la palabra ajena -¡poder de la literatura!- en propiedad personal, a sabiendas de que la invitación del escritor se cumplía al permitirme un seguro asentamiento en sus predios literarios”. La experiencia que el escritor, el poeta, transmite, debe volverse carne en el ser del lector, ambos como puntos de inicio y culminación  del hecho literario.

Entre otros indicios de la profunda visión que Cecilia Ansaldo tiene de la literatura se encuentra, por ejemplo, lo que ella denomina condición de “incompletud”, misterio o atributo que parece inherente a toda gran obra poética y narrativa y que se expresa en una suerte de búsqueda de lo imposible, ese imponderable, ese afán, nos dice, “que no encuentra nombre dentro de los idiomas del mundo, construido con palabras a costa de dudar precisamente de la capacidad lingüística de los seres humanos”. Es decir, en relación directa con los límites del lenguaje. “Tarea de Sísifo –añade– la del escritor: empujar la piedra de la lengua hacia una cúspide para que todo lo que consiga expresar ruede a la pendiente de la incompletud, de la desnaturalización de la cosa o acción mencionada”. “Incompletud”, ambigüedad, inacabamiento del texto poético que, como en la vida, queda abierto a múltiples posibilidades, a silencios y a nuevas palabras en los que el lector pueda atisbar finalmente su propia verdad inalcanzable.

En pasajes de sus ensayos, Cecilia aborda precisamente, como tarea del creador, la necesidad de construir su propio lector, un lector capaz de entender los sustratos profundos de la obra, esto es, su estructura y su sentido, y culminar así, a plenitud, pese a la incertidumbre, pese a su ambigüedad, el proceso creativo.

Preocupaciones hondas que acompañan la labor crítica de esta ensayista, quien, por otro lado, ha cumplido una enorme tarea de reflexión y difusión en torno a la literatura ecuatoriana, estudiándola con el bagaje de sus amplios conocimientos en los campos de las teorías literarias, de la lingüística, de la semiología, disciplinas que han constituido, a la vez, sustento medular de su larga tarea docente en centros de altos estudios como la Universidad Católica de Guayaquil o la Universidad Casa Grande –que esta noche nos alberga-.

Nacida en Guayaquil, Cecilia ostenta tres diplomados en Educación Superior por la Universidad Casa Grande; es Magister en Educación Superior; fue rectora del Colegio Alemán Humboldt; y ha ejercido otras múltiples responsabilidades, entre ellas,  decana de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Guayaquil; directora académica de la Universidad Santa María; columnista de los diarios “El Telégrafo” (hasta el año 2004) y “El Universo”, hasta la fecha; coautora de la Colección de Fascículos “Proyectos Pedagógicos”, del periódico “El Universo”; fundadora de la Casa Literaria, Taller, en el 2009; miembro del Grupo Literario “Mujeres del Ático”; y Miembro Fundadora de la Estación Libro Abierto –Espacio Cultural– y redactora de su Boletín Literario. Ha sido, además, jurado en diversos certámenes literarios nacionales y del exterior. Y es miembro de los consejos de redacción de las revistas “Búho”, de Quito, y “Kipus”, de la Universidad Andina Simón Bolívar.

De su extensa obra literaria cabe destacar el ensayo del que ya hemos hablado: “El cuento ecuatoriano de los últimos treinta años”, en el  libro La literatura ecuatoriana en los últimos treinta años, 1950-1980, publicado por Editorial El Conejo en 1983; la antología de relatos de autores ecuatorianos Cuento contigo, de1992; Cuentan las mujeres, antología de narradoras ecuatorianas, Bogotá, Planeta, 2001; Géneros 9, libro de texto de la Colección Polilibros, 2003; Redacción para todos, Ariel, Planeta, 2005; Antología de cuentos ecuatorianos, Alfaguara, 2011; Cuentos de Guayaquil, antología, Municipio de Guayaquil, 2011.

Cecilia se ha especializado en seguir la evolución, tanto del cuento, como de la poesía ecuatorianos. En este último ámbito, son notables los ensayos que ha dedicado a la obra de autores como Jorge Enrique Adoum, César Dávila Andrade,  Efraín Jara Idrovo o Rafael Díaz Ycaza, a quien dedicó un extenso y erudito trabajo, publicado en el octavo tomo de la Historia de las literaturas del Ecuador.  Por otro lado, se especializa en literatura latinoamericana, literatura española, literatura escrita por mujeres y en Cervantes y Don Quijote. Entre otros trabajos ha abordado el estudio de Rayuela, de Julio Cortázar, y el Fausto, de Goethe. Al estudiar la magna y polémica, aún hoy, novela de Cortázar, Cecilia Ansaldo rescata su más importante mensaje: la reivindicación de la libertad, como atributo insustituible e irrenunciable del ser humano.

“En este libro –anota– las conversaciones de los personajes –intelectuales de los cincuenta, existencialistas, independentistas, buscadores permanentes de las razones de ser más allá del hecho biológico de nacer y del hecho social de convivir– parecerían no llegar a nada. Pero cuando levantamos la cabeza en el hoy del hoy, nos preguntamos… ¿acaso hemos llegado a algo? ¿Estamos satisfechos de habitar enquistados en la Gran Costumbre, esa que ahora, al menos en el Ecuador, se plantea como ideal y se llama el Buen Vivir?”. “Defiendo por tanto –añade– la actualidad de Rayuela. Su carácter instigador, su empujón vital para sacarnos del apoltronamiento de la vida cotidiana, donde hasta leer puede haberse convertido en una actividad adocenante (más que nada al aire de los anchos novelones negros o dizque históricos a los que apuntan los best-sellers)”.

En efecto, como agrega también desde su perspectiva de calificada lectora, el hecho mismo de impulsar al lector a organizar, libremente, su propia lectura de Rayuela, entraña un alegato radical a favor de la libertad de elegir y de ser nosotros mismos, y no lo que han hecho o quieren hacer de nosotros.

Una faceta fundamental del quehacer intelectual de Cecilia ha sido su apuesta generosa, aunque siempre crítica, de la literatura escrita por mujeres. En esa perspectiva, su aporte ha sido fundamental en la generalizada acción colectiva que reivindica el rol de la mujer en el mundo contemporáneo. Cecilia Vera de Gálvez, en un trabajo titulado Las narradoras y sus textos ante la crítica: una doble mirada, destaca la labor de nuestra flamante académica:

“Cecilia Ansaldo –dice–, desde sus múltiples trabajos críticos, ha mantenido una postura solidaria con las propuestas del feminismo sumándose a las teorías de la ginocrítica con una visión certera desde su posición ideológica y ejerciendo, por más de una década hasta la fecha –se trata de una formulación pronunciada en el año 2001–, el liderazgo del grupo cultural Mujeres del Ático. En su obra antológica Cuento contigo le dedica un apartado específico al trabajo de las narradoras en el Ecuador, denominado ´las escritoras de cuentos´. En efecto, en esa antología rescata para bien de nuestra memoria colectiva a figuras como la guayaquileña Elisa Ayala González, nacida en 1879, ubicándola junto a otras escritoras que, más tarde, a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días, han realizado aportes fundamentales a la narrativa nacional.

Esta noche, bajo el generoso techo de la noble Universidad Casa Grande, en la que Cecilia Ansaldo se formó académicamente y a la que prestó sus servicios docentes, la Academia Ecuatoriana de la Lengua se honra en recibir en sus filas, en calidad de miembro correspondiente, a tan preclara escritora, en reconocimiento a sus altos méritos intelectuales y a sus magníficos aportes al conocimiento y difusión de la cultura nacional.

En nombre de esta centenaria institución, quienes formamos parte de ella te damos la más calurosa bienvenida, seguros de que tu presencia contribuirá decisivamente al cumplimiento de los altos fines que la inspiran, como nexo fecundo, además, con la querida y admirada ciudad que te vio nacer: Guayaquil.