«Gustos», por doña Cecilia Ansaldo

¿Qué explicará el misterio de los gustos, que la gente esté equipada para soltar ese impresionismo vital como calificación de los hechos y los productos humanos? Porque nos movemos, al menos en la conversación cotidiana...

¿Qué explicará el misterio de los gustos, que la gente esté equipada para soltar ese impresionismo vital como calificación de los hechos y los productos humanos? Porque nos movemos, al menos en la conversación cotidiana y en ese sustrato invisible que son las redes sociales, a costa de impresiones. Opiniones dicen los más serios, pero escribir “buena película, recomendada” no es opinar. Yo recuerdo cuando mi área de docencia, en el colegio, orientaba a los chicos a “ejercicios opinativos” en el ánimo de darle relevancia y sustento al pensamiento propio.

Lo cierto es que las cosas nos gustan o no, y tenemos la tendencia de valorar con base en esas apreciaciones en que se mezclan imponderables raíces personales. Como algún pedagogo dijo, la infancia es una predeterminación, por tanto, no podemos esperar que en la persona que jamás escuchó música clásica aflore inclinación por ella. O creer que los niños a quienes sus padres llevaron al estadio desde muy pronto, no sean adeptos al fútbol. Hoy, que volví a revelar que no como mariscos, tuve un instante de desconexión con mi entorno, porque me hice la pregunta: “¿por qué no me gustan?”.

Una mente inquisitiva se hace esa y muchas otras preguntas, la mayoría más fáciles de responder. En materia de hábitos, por ejemplo, el nido puso su impronta. Mi padre ejercía una puntualidad rayana en la obsesión y yo lo imité con toda naturalidad, tanto que un colega alemán me soltó lo que debe de haber sido un gran cumplido: “Usted podría trabajar en Alemania”. En esa línea, cualquiera podría identificar buena parte de sus movimientos diarios. Entonces, no sería dable sostener “me gusta ser puntual”, sino que se trata de una conducta adquirida para bien de mis congéneres (en Ecuador, no es muy buena para mí, porque el manejo del tiempo nos queda muy flojo).

Pensándolo bien, tal vez buena parte de los gustos proviene de un filamento educativo, de una imitación tácita, de una ejemplaridad que se nos mostró sin discursos. A mí no me dijeron que los libros contenían el mundo, simplemente, los encontré en la biblioteca de mis mayores. Pero sí tuve malos profesores de matemáticas que me indujeron a pensar que los números no eran lo mío. En la brecha —falsa, digo ahora— entre lo que debemos hacer y lo que nos gusta, se teje una red que bien puede sostener pasos disciplinados.

Lo cierto es que los gustos existen, pero no deben regir la vida. Esa simpatía por ciertas personas —Manuel Vilas dice que el deseo, así sin adjetivos, es sinónimo de vida—, ese depararnos en reuniones, sesiones de trabajo, acciones conjuntas es una voluntad con dirección, que fluye mucho mejor cuando crece desde una base emocional. Afortunado es quien gusta de su trabajo, de su profesión, de su ciudad, considerando que no siempre se puede elegir lo que tenemos entre manos.

Lo ideal es que las acciones libres se emprendan desde la afectividad. Que sufragar sea un acto alegre porque se está practicando la democracia. Que el matrimonio sea el resultado de un auténtico enamoramiento. Que la realización profesional contenga un básico ingrediente de adhesión solidaria: un pacto entre el yo y los otros.

Y que cuando se trata de explicar algún gusto provenga, como un chispazo, ese momento luminoso cuando se fraguó un vínculo con una identificable satisfacción.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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