«Homenaje a Google», por doña Cecilia Ansaldo

¿Podrán los jóvenes estudiantes de hoy imaginar una vida sin el apoyo de la red universal que se llama Google? Pues deben hacerlo porque una de las facetas de la sabiduría es, precisamente, entender cómo funcionaba la...

¿Podrán los jóvenes estudiantes de hoy imaginar una vida sin el apoyo de la red universal que se llama Google? Pues deben hacerlo porque una de las facetas de la sabiduría es, precisamente, entender cómo funcionaba la maquinaria social de tiempos anteriores. A mí me da, por ejemplo, por imaginar cómo era la vida sin agua potable —con mujeres recogiendo el vital líquido de los ríos y pozos, transportándola en vasijas sobre sus cabezas— o cómo debió acoplarse la mirada a la penumbra de las velas para que las horas nocturnas no interrumpieran la afanosa mano de don Miguel escribiendo las aventuras del caballero andante.

Por eso vale mi curiosidad. Y sirve para retrotraerme, en nombre de mi generación, a los años de estudio consultando enciclopedias, manuales, tratados y demás libros de ambición totalizadora para hurgar el dato, la visión, la doctrina, que ampliara la voz del profesor y nos permitiera cumplir tareas o, simplemente, atender la insaciable sed de saber. Excepcional era el hogar que podía contar con una Enciclopedia Espasa-Calpe de 29 volúmenes, no había más que acudir a las bibliotecas. Tengo memoriosos recuerdos de mi paso por casi todas las que ofrecía Guayaquil en la década de los setenta, hasta que di con un cuartito paralelo a la Municipal que reunía el legado de don Carlos A. Rolando. Allí me entronicé porque reunía exclusivamente material ecuatoriano.

Todo eso ha cambiado, aunque las universidades sigan siendo evaluadas según la riqueza de sus bibliotecas. Tuve oportunidad de ver que los estudiantes acudían al recinto silencioso con sus laptops para buscar en la pantalla material para sus necesidades mientras eran pocos los que apelaban a los libros impresos. Es que con teclear un nombre, una fecha, una palabra precisa en el portal de Google se tiene la sensación —solo la sensación— de que se ha dado con una mina inagotable. Antes fue Yahoo, Altavista, debe haber otros. Pero hoy centramos el rastreo por esa vía y si tenemos paciencia, ante la sola palabra “bahía”, “forúnculo” o “Nigeria” se abren tantos vínculos que sentimos la posesión del hilo de un ovillo inacabable.

Google nos facilita la vida. Los lectores sabemos que sería pura pereza dejar un solo vocablo sin la luz del significado cuando tenemos junto al libro el aparatito rastreador; que podemos consultar la historia de cualquier arte y la red nos abrirá ante los ojos la pintura, la cosa mencionada; que la geografía ya no tiene rincones ocultos, que en materia de música y testimonios orales está YouTube, que las imágenes se mueven para contar historias, que la más larga de las novelas —si es clásica— está en la red. Sobre los materiales recientes surge la discusión sobre los derechos de autor, la obligación de pagar por productos intelectuales de tan esforzada consecución, como cualquier otro objeto que compremos en el mercado.

Una de las cualidades del estudioso es que sabe dudar del dato según su procedencia. Está instado a comparar y contrastar. Debe tener presente que algunas manos negras se dedican a introducir información equivocada, a confundir por placer a los lectores. Pero, capeando esos temporales, habitamos con comodidad el planeta Google. Por eso sé que un día como hoy, pero en el año 1963 Julio Cortázar publicó Rayuela y que Yoko Ono tiene cumpleaños

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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