Martín Fierro, el gaucho, decía: “Muchas cosas pierde el hombre/ que a veces las vuelve a hallar/ pero les debo enseñar/ y es bueno que lo recuerden/ si la vergüenza se pierde/ jamás se vuelve a encontrar”.
Si se pierde la vergüenza, como se ha perdido. Si no hay reparo, límite, ni conciencia. Si han convertido la ley en referente para ingenuos. Y si la política es campo librado a la propaganda y al populismo, entonces, sí, la sociedad no tiene retorno, y no tendrá más destino que ser un arrabal donde prosperen la viveza, la corrupción y la audacia.
Y la democracia, será entonces —si no lo es ya— un sistema para explotar esperanzas, contar cuentos de hadas, canalizar resentimientos y decir discursos en los que la demagogia supera a la cursilería.
Miro la televisión, escucho la radio, leo la prensa, y me gana la frustración. Y de la crónica roja política en que se ha transformado la noticia, concluyó que, como dice el poema gaucho, se ha perdido la vergüenza, ha caducado la capacidad de sonrojo, se ha extinguido la integridad.
Y hoy, los pájaros disparan contra las escopetas, y prospera por allí la teoría de la justificación del soborno, y se insinúan argumentos que conducen, en definitiva, a tolerar el asalto a los bienes públicos.
La verdad es que, en último término, las instituciones, el derecho, la República como concepto y la democracia como método de justificación del poder, no se sustentan solo en teorías políticas, ni en reglas jurídicas, ni en la falsedad recurrente del caudillismo. Se basan en algo que anida en la conciencia de las personas: en la integridad, en valores que son homenaje a la decencia y en la sujeción a ese mandato viejo, sabio e invariable de “no robarás”. Se basan en el sentido de justicia, en la noción de responsabilidad, y en la comprensión de los gobiernos como deberes, no como oportunidades para dominar ni para satisfacer intereses.
“Si la vergüenza se pierde, jamás se vuelve a encontrar”. Ojalá Martín Fierro se equivoque y el Ecuador y América Latina la descubran nuevamente en el corazón de las personas honradas, en la intimidad de las familias, en la capacidad de dirigentes que entiendan sus tareas y las asuman más allá del corto horizonte de sus precarias carreras electorales, y en el compromiso de tanta gente esforzada que, de verdad, hace el país.
Asunto grande el de la ética, el de las obligaciones que deben cumplirse sin necesidad de inspectores ni policías, y sin la amenaza de una pena. Asunto grande y grave este, en un medio en el que hemos confundido los derechos con franquía para hacer lo que a cada uno le viene en gana, para ejercer la arrogancia, el cinismo, la viveza y la habilidad para “arreglar” toda suerte de trampas.
Ojalá encontremos la vergüenza perdida.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.