Arq. María Augusta Hermida
Rectora de la Universidad de Cuenca
Dra. Susana Cordero de Espinosa
Directora de la AEL
Dr. Jorge Dávila Vázquez
Miembro Correspondiente, promovido a miembro de Número
Miembros de la Academia Ecuatoriana de la Lengua
Señoras, señores:
La imaginación anida y emerge desde lo profundo de los sueños, ella multiplica la existencia del mundo de lo fantástico, su bestiario y sus ángeles, la frontera sutil entre los vivos y los fantasmas que transitan en la muerte; en la narrativa de Jorge Dávila Vázquez, la imaginación también descubre los intersticios que yacen en lo oculto de la cotidianidad, libera las posibilidades discursivas de la ucronía y la escritura transforma todo aquello que el imaginero sueña en la realidad ficcional del texto literario. Por eso, el castigo que el autor le depara al personaje del dictador José Antonio De Santis en su bellísima novela María Joaquina en la vida y en la muerte (1976, Premio Nacional de Literatura «Aurelio Espinosa Pólit») es la desesperante tortura que le provoca la pérdida de sus sueños. Salterio Galíndez, la viuda de Ignacio Safadi, uno de los tantos asesinados por el dictador, le arrebata los sueños. De Santis ordena a uno de sus esbirros que la encuentre a cualquier costo y no le queda más que chillar: «… esa maldita no me ha perdonado, de pronto creí que había cesado el martirio, pero no, algo pasa, algo monstruoso, me ha olvidado o se ha llevado a la muerte la llave de mis sueños»[1]. Y, mientras el dictador desaparece de la vida, condenado por la persistencia de la literatura a repetir en su muerte ese vacío de sueños que permanece en el texto, el imaginador escucha la voz de sus fantasías: «Nadie cree en la verdad de lo que escribes. Son sueños, dicen, mentiras, imaginaciones […pero…] caminas entre esas criaturas como el viejo poeta que tocando su lira iba por el mundo subterráneo y todos sus terrores»: así, las sombras y fantasmas, los monstruos y lugares de maravilla y terror, los seres espeluznantes o hermosos, todos susurran: «Tú y nosotros sabemos la verdad de lo que escribes»[2].
Una vida dedicada a las tareas culturales que nos ha dejado sus fructíferas ejecutorias en la dirección cultural del Banco Central, desde la presidencia de la Casa de la Cultura, núcleo del Azuay, en la organización del Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana «Alfonso Carrasco Vintimilla» y del Certamen Hispanoamericano de Poesía «Festival de la Lira», para no abundar. Asimismo, una vida dedicada a la palabra literaria que lo ha llevado a transitar por la lírica, la narrativa, la dramaturgia y el ensayo. En cada uno de los géneros, ha demostrado su maestría creativa y la lucidez de su pensamiento crítico. Una poesía concebida como un estado de gracia en la que caben el amor, los abandonos y el anhelo de continuar viviendo en la Nueva canción de Eurídice y Orfeo (1975) hasta la liturgia de la memoria que perdura en la palabra de nuestra condición de transeúntes del mundo en Misa de cuerpo (2021). Una narrativa que se inauguró con María Joaquina en la vida y en la muerte, icónica novela de lenguaje barroco en la que lo erótico se funde con lo sagrado y la fabulación, hecha de múltiples voces concebidas como testimonios y rumores, revela, desde la estética del discurso mismo de la ficción, un juicio ético sobre un capítulo siniestro de la historia de la patria. Una cuentística que, como ninguna, ha dado vida literaria al mundo moribundo de una sociedad anclada en la nostalgia del fracaso vital, como en Los tiempos del olvido (1977), en donde las técnicas literarias están al servicio de la ampliación de la perspectiva semántica de lo narrado, o en Este mundo es el camino (1980, Premio Nacional de Literatura «Aurelio Espinosa Pólit»), en donde construye una galería de personajes que sobreviven por los recuerdos de un mundo que ya no es, que intentan ser en un presente que les es hostil; narrativa corta que, en Cuentos breves y fantásticos (1994) y Libro de los sueños (2001), ha creado mundos utópicos y bestiarios, así como una angelografía de prosa lírica en su precioso Acerca de los ángeles (1995). Una dramaturgia que tiene piezas memorables como la lorquiana Con gusto a muerte (1971), el homenaje a César Dávila Andrade en ese tremendo drama lírico que es Espejo roto (1990, Premio Nacional de Teatro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana), o la recreación de la tormentosa relación de Rimbaud y Verlaine en El barco ebrio (2015). Una producción ensayística que es testimonio de su solvencia académica, que se encuentra dispersa en revistas y libros, y que nos ha entregado su monumental y canónico estudio: César Dávila Andrade, combate poético y suicidio (1998), caracterizado por la coherencia metodológica, la seriedad y precisión de la investigación y su apasionado tono crítico. Por lo dicho y lo que diré, tengo el singular honor de dar la bienvenida a Jorge Dávila Vázquez (Cuenca, 1947) quien se incorpora, por el mérito de su escritura y de su práctica cultural, como Miembro de Número de la Academia.
Jorge Dávila Vázquez nos ha mostrado el reino de lo breve en su abundante producción literaria de microrrelatos; textos caracterizados, sobre todo, por narrar historias de ficción de manera concisa. Los microrrelatos trabajan con la intertextualidad y aprovechan el conocimiento previo de quien lee pues la referencialidad cultural economiza explicaciones; los personajes son descritos a grandes rasgos y pocas palabras sirven para retratarlos; la ambigüedad de la trama enriquece el sentido de los textos y los mismos demandan una lectura espaciada pues quien lee debe estar en permanente diálogo con quien escribe. La argentina Ana María Shua ha planteado los límites del microrrelato desde la invención geográfica: al norte, el territorio del cuento que empieza después de las 300 palabras; «al sur, el país del chiste. Al este, las vastas praderas un poco monótonas del aforismo, la reflexión y la sentencia moral, algunos con sus pozos de autoayuda espiritual incluida. Al oeste, el paisaje bello y atroz, siempre cambiante, de la poesía»[3].
La tradición del microrrelato es antigua, aunque el género no haya tenido la visibilidad teórica de la que hoy goza por sí mismo. Si bien el célebre microcuento «El dinosaurio», de Augusto Monterroso, es cita obligada al hablar del género[4], debemos anotar que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares publicaron en 1955 la antología Cuentos breves y extraordinarios en donde recopilan y reescriben cuentos y fragmentos de diversas épocas y tradiciones literarias para elaborar una memorable colección de microrrelatos. Luisa Valenzuela, escritora ella misma de microcuentos en, por ejemplo, Libro que no muerde (1980) o Aquí pasan cosas raras (1976), habla de los cultores del microrrelato que, como toda secta, tienden a la purificación, iluminación y reintegración: «una buena dosis de iluminación es imprescindible para captar esa chispa que generará la mini historia. Imprescindible también es la purificación del lenguaje, nadie puede negarlo. Y la reintegración ahí cada cual pondrá su granito de arena»[5].
Una secta que, en nuestra América, tiene un cofrade primigenio en el mexicano Julio Torri (1889-1970) que, en 1917, publicó Ensayos y poemas; en 1940, De fusilamientos; y que, en 1964, los reunió junto a Prosas dispersas en el volumen Tres libros.[6] Los textos de Torri, que ingresó como miembro de número a la Academia Mexicana de la Lengua en 1953, son micro ensayos, aforismos, poemas en prosa y verdaderas gemas del microrrelato que poseen todas las características del género. En 1917, Torri ponderaba el ensayo corto: «El horror por las explicaciones y amplificaciones me parece la más preciosa de las virtudes literarias»[7] y, al mismo tiempo, nos entregaba piezas breves cargadas de humor como «Fantasías mexicanas» y de ironía como «A Circe», en donde el marinero decidido a perderse decide no hacerse atar al mástil frente a la isla de las sirenas: «¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí»[8].
Esa misma Circe que Dávila Vázquez recrea con su característico humor y su profundo conocimiento de la mitología griega en «Tríptico de la Odisea»: «Vendió todo y se fue de la isla, nadie sabe a dónde. Parece que la partida de un marinero y su gente, con quienes pasaban ella y sus amigas agradables veladas, la desquiciara. Ahora, hay en su casa una fábrica de embutidos»[9]. El diálogo intertextual con el mundo clásico griego es una constante en los microrrelatos de Dávila Vázquez que él desarrolla ampliamente en la sección «De la antigüedad», de Arte de la brevedad. Su reinterpretación de los mitos, de la vida de dioses y semidioses es también una manera de exponer una poética que se nutre de la imaginación de los relatos orales, insertos en la tradición literaria o en los decires de provincia. Además, ha trabajado el tema de la frontera deleznable entre la muerte y la vida que siempre es cruzada a uno u otro lado por la palabra del poeta. Así, en «El cruce de la Estigia», el viejo ciego que ha subido a la nave le dice a Caronte que no tiene oro, pero puede contarle una historia: «Y suelta los remos para escuchar mejor la historia de unos despiadados guerreros que llegaron a Ilión, la de las altas murallas, desde las islas lejanas, para rescatar a una bella mujer, raptada por un príncipe hermoso y cobarde…»[10].
En nuestro país, el microrrelato se expresa al comienzo sin plena consciencia de su condición genérica. En 1918, Medardo Ángel Silva publicó, en las revistas Ilustración y Patria, textos breves que bordean la frágil línea divisoria de la prosa lírica y el microrrelato. No obstante, hay algunos que tienen la narratividad suficiente como para que podamos hablar de un microcuento. El mundo clásico griego es el escenario de las historias del tríptico «Tanagras», las nostalgias del amor que es ausencia es asunto de «Parque vesperal» o «Las miradas», o las historia en que la Muerte se presenta ante el narrador para anunciarle la visita definitiva según la anécdota de «El viaje» o «La visita de la muerte», que cito:
La muerte vino a visitarme la otra noche. La anunció en la casa desierta un lento escalofrío que alargó, como suspiros de oro, las llamas rojas de las lámparas.
—Emperatriz vestida de sombras —dije— mi vida es como un fruto harto en sazón para tu cosecha. Terminé mi labor amargamente y nada espero. Mándame y seré contigo.
—Vengo por un niño y una novia —me respondió—.
Y sus pasos alados se oyeron en la noche.[11]
Asimismo, hay dos textos de Pablo Palacio que están al comienzo y al final de Un hombre muerto a puntapiés (1927): el del comienzo dice: «Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapen las narices le habrán encontrado carne de su carne»; y, el del final, dice así: «Después de Todo: a cada hombre hará un guiño la amargura final. Como en el cinematógrafo —la mano en la frente, la cara echada atrás—, el cuerpo tiroides, ascendente y descendente, será un índice en el mar solitario del recuerdo»[12]. Al parecer, solo en la primera edición del cuentario de Pablo Palacio constan estos dos textos en el índice con títulos individuales como si fueran dos cuentos más; no así en las ediciones posteriores en donde, por lo general, aparecen como exergo y colofón del libro.
Esta es una parte de la tradición que antecede a Jorge Dávila Vázquez y sus contemporáneos cultores del microrrelato como Oswaldo Encalada Vásquez, con Los juegos tardíos y La muerte por agua (ambos de 1980) y Abdón Ubidia, con Divertiventos (1989) entre otros. Más adelante, se incorporan los nombres de Huilo Ruales Hualca, con Smog. Cien grageas para morir de pie (2006), Marcelo Báez Meza, con Bonsais (2010) y la segunda parte de Lienzos y camafeos (2011), Edgar Allan García, con 333 micro-bios (2011), y Solange Rodríguez Pappe, con Balas perdidas (2010) y Levitaciones (2019), a quienes nombro porque han trabajado libros de microrrelatos. Además, para quienes gustan del género, pueden encontrar en la Antología del microcuento ecuatoriano (2019), editada por Luis Aguilar Monsalve, un muestrario que da cuenta de un género cultivado de manera significativa en nuestra literatura contemporánea.
Dávila Vázquez, que es uno de los principales exponentes del microrrelato en nuestro país, transita en el género, además de lo que ha sido dicho, con la levedad de espíritu de su narrativa, el humor corrosivo, la transgresión de la realidad cotidiana para instalar en ella el mundo de los fantástico, y un permanente diálogo intertextual con el arte de la música. La sección «Rumores de música» es un armonioso conjunto de textos que devela el sentido de la música como representación de la conducta humana; así está en ese texto que conjuga lo sublime y lo prosaico, desde la delicada vanidad de una flauta: «Tiembla ante el sonido del oboe, pero no soporta que el hombre que lo toca saque la boquilla llena de saliva, de tiempo en tiempo, y la sacuda allí mismo, junto a donde ella intenta cantar como un pájaro en medio de la marea de la orquesta»[13]. Los valses de ruptura, además de compenetrar la palabra con el ritmo musical, nos ofrecen metáforas en las que se conjugan el arte y la vida y esa angustia de saber si conseguirá la belleza deseada que siempre atormenta al artista: «… como esta composición, tan intensa y al mismo tiempo tan efímera, tan llena del espíritu de un ser como nosotros, artista, dueño de unas pasiones oscuras y aparentemente eternas, y, como los dos, permanentemente atormentado por lo imposible».[14]
Leer los microrrelatos de Dávila Vázquez es disfrutar de un diálogo intertextual exquisito y de un estilo que cuida la palabra como una joya expresiva. En sus textos breves deambulan fantasmas que se vuelven seres cotidianos, van cargando su inocencia los ángeles en sus diversas manifestaciones y tienen lugar los mundos utópicos y los bestiarios que los pueblan. Una sobremesa en la que los comensales niegan la existencia de los fantasmas termina así: «Todos estuvieron de acuerdo, y Dora estaba a punto de excusarse, cuando vio que empezaban a desvanecerse, y habría dado un alarido de esos que hielan la sangre en ciertas películas de miedo, si ella misma no hubiera sido parte del alegre grupo de espectros»[15]. Un ángel petrificado, afuera de la iglesia del pueblo de Balbanera, se volvió de piedra al contemplar la violencia inmisericorde del zurriago de un latifundista contra un campesino; Dávila, que ha convertido la rumorosa oralidad en una fuente del narrador de sus historias le da una vuelta de tuerca al desenlace de la historia e introduce un elemento de honda repercusión política: «Claro que otros dicen que se volvió de piedra el día en que vio levantarse del suelo, todavía sangrante a su protegido, al que el señor maltrataba salvajemente, hundirle una hoz en el corazón y correr sin rumo, como enfebrecido o ebrio. Es posible»[16]. Y, como fórmula de una poética de la imaginación, el mundo utópico de Chatt-Daut y los seres que pueblan el bestiario del autor existen porque están en la escritura: «Total. Daut, la esplendorosa, puede muy bien existir con solo que alguien crea en ella»[17].
Leer la narrativa breve de Jorge Dávila Vázquez es un goce estético que engarza la mitología clásica griega desacralizada, el arte musical entrelazado con la palabra literaria y el mundo de lo fantástico construido con utopías, fantasmas, ángeles y bestiario propios; se expresa a través de un sentido del humor ácido que ayuda a sobrellevar la tristeza; construye la memoria del mundo y la vida y la atraviesa de nostalgia; finalmente, invoca a los sueños y libera a la imaginación para que la vida continúe esparciendo bellezas en las cotidianidades prosaicas.
Termino estas reflexiones alrededor del reino de lo breve de Dávila Vázquez celebrando el giro irónico, característico de su escritura literaria, con un texto de la sección «Micro-micros» de Días de la vida (2022): «Discurso: una hora. ¿Risitas? ¿Bostezos? ¿Sueño? ¡Qué gran pieza oratoria!»[18]. Bienvenido, queridísimo Jorge, a la Academia Ecuatoriana de la Lengua: tú honras la silla que, en vida, ocupara Bruno Sáenz, y eres un referente de luminosa inteligencia para nuestro quehacer en el mundo de la palabra.
[1] Jorge Dávila Vázquez, María Joaquina en la vida y en la muerte (Quito: Centro de Publicaciones de la PUCE, 1976), 75.
[2] Jorge Dávila Vázquez, «Imaginador», en Arte de la brevedad (Quito: Libresa, 2001), 40-41.
[3] Ana María Shua, Cómo escribir un microrrelato (Barcelona: Alba Editorial, 2017), 32.
[4] «El dinosaurio» apareció en Obras completas (y otros cuentos) (Ciudad de México: Imprenta Universitaria, 1959).
[5] Luisa Valenzuela, «Intensidad en pocas líneas», La Nación, 2 de febrero de 2008, acceso 13 de junio de 2022, https://www.lanacion.com.ar/cultura/intensidad-en-pocas-lineas-nid982849/
[6] Julio Torri, Tres libros (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1964).
[7] Torri, «El ensayo corto», en Tres libros, 18.
[8] Torri, «A Circe», en Tres libros…, 3.
[9] Jorge Dávila Vázquez, «Tríptico de la Odisea. Circe», en Este mundo es el camino, 2da. ed. (Cuenca: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Azuay, 1985), 107.
[10] Dávila Vázquez, «El cruce de la Estigia», en Arte de la…, 95.
[11] Medardo Ángel Silva, «La visita de la muerte», en Obras completas (Guayaquil: Publicaciones de la Biblioteca de la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil, 2004), 387.
[12] Pablo Palacio, «Con guantes de operar» y «Después de Todo», en Un hombre muerto a puntapiés (Quito: Imprenta de la Universidad Central, 1927), 5 y 141.
[13] Jorge Dávila Vázquez, «Flauta», en Minimalia. Cien historias cortas (Quito: Editorial El Conejo, 2005), 12.
[14] Dávila Vázquez, «Vals sentimental Opus 51 No. 6», en Minimalia…, 41.
[15] Jorge Dávila Vázquez, «Los fantasmas existen», en Danza de fantasmas (Quito: Grupo Editorial Norma, 2011). 13.
[16] Jorge Dávila Vázquez, Acerca de los ángeles (Cuenca: Imprenta Monsalve Moreno, 1995), 16.
[17] Jorge Dávila Vázquez, «El esplendor. (Mito de la época media)», en Cuentos breves y fantásticos (Quito: Editorial El Conejo, 1984), 20.
[18] Jorge Dávila Vázquez, «Discurso», en Días de la vida. Cien microcuentos (Cuenca: Universidad del Azuay / Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Azuay, 2022), 121.