Ponencia presentada en el XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española que se realizó de 4 al 8 de noviembre en Sevilla.
La identidad del Quito, el “país de la mitad”
Cerca ya de su muerte, en 1789, el Padre Juan de Velasco sintiéndose enfermo y achacoso se apresuró a terminar su Historia del Reino de Quito en la América Meridional, obra para cuya redacción se había preparado acopiando lecturas, viajes, investigaciones y experiencias. Cuando parecía que todo estaba listo para iniciar la tarea de escribirla fue desterrado a Italia en agosto de 1767, junto con sus hermanos de la Orden jesuita. En 1789 su salud, siempre precaria, se había deteriorado notablemente y una angustiosa premonición de una cercana muerte menoscababa su ánimo. Pese a ello, el jesuita debió redoblar esfuerzos y trabajar intensamente para concluir su Historia, obra a la que dedicó más de la mitad de su trajinada vida.
El plan que inicialmente concibió para su obra fue desmedido y ambicioso, por lo que, según confiesa, debió acortarlo por “falta de salud”. No obstante, resumida y todo, la Historia del Reino de Quito es una obra amplia y voluminosa ideada según el modelo historiográfico aconsejado por Aristóteles. Esto explica que Velasco no se limitara a historiar los hechos políticos y sociales, tal como modernamente se estila, sino que su mirada abarca los cuatro Reinos de la Naturaleza: el mineral, el vegetal, el animal y el racional. Por ello, la Historia del Reino de Quito está dividida en cuatro secciones, cada parte corresponde a uno de estos reinos.
En el prefacio de su Historia, Juan de Velasco explica cuáles fueron los propósitos que le llevaron a escribirla. Dice:
Con haber salido a luz, en estos últimos tiempos, no pocas Historias generales y particulares de la América, se hace como necesaria una particular del Reyno de Quito.
(Velasco: 1977, 21)
“Pero ¿por qué ahora, solo ahora, en la segunda mitad del dieciocho, se hace como necesario una (historia) particular del Reino d Quito? ¿Es que, acaso no lo fue antes? ¿Por qué los contemporáneos de Juan de Velasco experimentan, casi inusitadamente, esta necesidad?”, me preguntaba en 1977 cuando publiqué La pluma y el cetro[1]. La razón es sencilla: porque solo entonces, a mediados del siglo XVIII, comenzó a develarse para un selecto grupo de ilustrados pertenecientes a la generación quiteña de 1734, el perfil de esa realidad socio-cultural que Juan de Velasco llamaba Reino de Quito. Y si eso fue así, si solo entonces empezó a verse el Quito como una entidad particular con tradiciones y rasgos propios, solo entonces podía también ser historiable.
Por esos mismos años, muchos quiteños empezaron a sentir a Quito como su verdadera patria y no la lejana España, lo que les condujo a descifrar la identidad histórica de su país diferenciándolo de otras comunidades vecinas, el Perú al sur y Nueva Granada al norte, y con las que tradicionalmente se lo habían asimilado y confundido. La Historia de Juan de Velasco se inscribe, por lo tanto, al interior de esta autorreflexión que germinó hacia la mitad del siglo XVIII, corriente de pensamiento a la que yo he llamado siempre la Conciencia de la propia identidad.
Sin embargo, esta no fue la única razón que impulsó a Velasco a tomar la pluma para escribir su Historia; hubo otro motivo, más polémico y más sensible para un criollo americano, y fue el siguiente:
…refutar las calumnias, falsedades y errores de algunos escritores modernos, especialmente extranjeros… (Entre ellos) los señores Paw, Raynal, Marmontel, Buffon y Robertson que sin moverse del mundo antiguo han querido hacer la más triste anatomía del nuevo.
(Velasco: 1977, 23)
Dos motivos impulsaron, por tanto, a Juan de Velasco a escribir su Historia. Primero: revelar los rasgos propios de la identidad de Quito, dar a conocer al mundo y a la ciencia de su tiempo la existencia de una nación localizada en la América meridional y secularmente conocida como el Quito, nación con rasgos definidos en su geografía, naturaleza, historia, organización política y cultura y que debe ser considerada como una más entre las naciones civilizadas. Segundo: reivindicar al hombre de América, al criollo americano sobre quienes pesaban criterios negativos y falsos difundidos por un grupo de escritores europeos que Velasco los identifica como anti americanistas.
Para interpretar adecuadamente la obra de Juan de Velasco no debemos pasar por alto la verdadera dirección de su voz: el jesuita escribió su Historia pensando sobre todo en el lector europeo. Si esto explica el sentido de las explícitas motivaciones que presiden su obra, explica también el ánimo patriótico que lo impulsó, pues en el fondo, su intención no fue otra que dar a conocer al mundo la existencia de Quito, no solo como un territorio situado en el ecuador geográfico, sino además, como un pueblo que a su haber tiene un pasado digno, unas tradiciones, una historia y una cultura que les son propias.
En La pluma y el cetro (1977) y, luego, en Ecuador: cultura y generaciones (1985) analicé la obra histórica de Juan de Velasco destacando su importancia en el surgimiento de un pensamiento crítico encaminado al análisis de la propia realidad. En este sentido Velasco se presenta en la historia de las ideas como el principal vocero de la protogeneración ecuatoriana, la de 1734, cuando germina un proceso de reflexión y develamiento de la identidad de ese país que, pocos años después, en 1830, adoptaría el nombre de República del Ecuador.
Tradiciones de las que parte Juan de Velasco
El sentido de un texto filosófico o historiográfico no es solo el fruto de un sujeto creador, no es solo la materialización de su personal percepción del mundo, detrás de él está también una tradición de la que ha debido partir y que lo respalda, están una disciplina que lo ha formado y una estructura conceptual que lo sostiene. La perspectiva desde la cual Juan de Velasco mira los acontecimientos históricos está condicionada por dos circunstancias: su personal condición de criollo americano y el respaldo que le brinda la tradición historiográfica de la Orden jesuita iniciada por el Padre José de Acosta.
La Historia Natural y Moral de las Indias (1590) del Padre Acosta fue el modelo que siguió Juan de Velasco tanto en la concepción general como en la redacción de su Historia. Al igual que su mentor español, el jesuita quiteño registra cada hecho, cada cosa, maravillosa o no, como una verdad moral cuyo sentido trasciende a un nivel superior, al orden divino, el gobierno de Dios. Los historiadores jesuitas posteriores a Acosta siguieron esta misma tendencia: explicar los hechos del pasado desde la óptica de la ética religiosa. No obstante de ello, como bien lo señala Francisca Barrera: “El pensamiento mítico de Velasco sustituía el concepto de verdad sobre el cual se habían fundado las Historias de los jesuitas en América. Ya no se trataba de la verdad en un sentido moral y religioso, sino de una vedad propia, particular, idiosincrática: una verdad criolla. Por este motivo, los hechos fantásticos y maravillosos eran narrados como una realidad más del Reino de Quito. El abate no discriminaba entre lo que parecía real y lo que no lo parecía, su relato recogía todos los elementos de la cultura y con ello expresaba los rasgos de una identidad cuyos orígenes se encontraban en la nación de los Quitus”[2].
“Cosas que suenan a maravilla”
En la sección que corresponde a la Historia Natural Juan de Velasco se ocupa de los zoófitos como uno de esos extraños fenómenos que, según él, son frecuentes en el territorio de la Audiencia de Quito. Al hablar de ellos, el jesuita no solo se remite a testimonios de personas de probado criterio que corroboran sus palabra, sino que, además, él mismo se inmiscuye en el asunto y relata su propia experiencia dando cuenta, con lujo de detalles, acerca de las diversas clases de zoófitos que él encontró y observó en distintos lugares de la Audiencia de Quito. Sabe que no faltarán aquellos que lo tilden de crédulo y fantasioso, por lo que se apresura en afirmar:
Yo voy a demostrar que ha habido, y hay no solo una especie sino diversos de verdaderos zoohytos y que el ignorarse estos entre los naturalistas hasta este tiempo, proviene de no leer los libros, o de no darles fe, por ser cosa que suena a maravilla”.
(Velasco: 1977 p. 163. Énfasis mío).
La referencia a los zoófitos es muy antigua, Aristóteles ya se los menciona en su Historia Animalum cuando dice: “La naturaleza avanza poco a poco desde lo inanimado hasta la vida animal, de una manera que es imposible determinar exactamente, cuál es el límite de demarcación, ni a qué grupo podrían pertenecer las formas intermedias”[3]. A partir del siglo IV de nuestra era, aquellos animales que tienen características externas de plantas comenzaron a llamarse zoophyta, grupo al que la ciencia posterior incluyó los equinodermos (estrellas de mar), celentéreos (medusas) y esponjas. Los zoófitos, no obstante ser formas intermedias entre el reino vegetal y el animal se los consideró tradicionalmente como animales, continuando así con la tradición establecida por Aristóteles.
Juan de Velasco, al referirse a las diversas formas de zoófitos que halló en sus frecuentes recorridos por los territorios de la Real Audiencia de Quito, intenta hacer una catalogación de ellos, por lo que dice:
…voy a referir cuatro especies diferentes y distintas, siendo las metamorfosis de las dos, de viviente sensitivo, en puro vegetativo y las otras dos, de viviente puro, en sensitivo viviente, y todas (se hallan) en el Reyno de Quito.
(Velasco: 1977 p. 164).
Entre esas “cosas que suenan a maravilla”, Velasco menciona las siguientes:
El insecto que se transforma en árbol:
Dice así:
…fui a ver y observar de propósito, no en Pasto, ni en Mocón, sino en la provincia de Popayán. A la falda septentrional del monte nevado Purasé, un día de camino distante de la capital, hay diversos pedazos de bosques claros de esta sola especie de zoophytos. El árbol es mediano, hoja algo parecida a la higuera, en el corte, aunque mucho menor de verde claro por encima y de blanco y peludo por debajo. Nunca hace fruto ni flor y se seca por sí mismo, después de ocho o diez años. La corteza es lisa y blanquizca, apta para gravar letras y de manera poco fuerte y oscura, tiene una gran oquedad, llena de materia ligerísima esponjosa. Los indianos purasees, en su dificilísimo idioma gutural le dan el nombre que quiere decir el fatuo o el necio que siempre vive y siempre muere. Se forma este árbol de un animalillo que tiene mucho de escarabajo y también de langosta. Porque tiene de esta las alas y lo prolongado del cuerpo, y como aquel las piernas más cortas y mucho más gruesas, con un largo orden de uñas en las extremidades y en los cuernos de la cabeza. Entre mediados y fines de julio, en que está ya viejo, pega sus huevos en la parte peluda de las hojas de los árboles de su especie y él se mete de cabeza en la tierra, que es allí fofa y esponjada fuera solamente las últimas extremidades de los pies. Después de cosa de un mes, comienza a vegetar, alzándose aquellas extremidades que hacen las primeras ramas: va siendo después el cuerpo, que hace el tronco, quedando las manos y cuernos de raíces, las cuales nunca profundan mucho. Arrancado el arbolillo pequeño, como de palmo y medio, se ve todo el animalillo perfectamente, no obstante su prolongación, distinguiéndose todavía sus miembros, a excepción de las alas que no vegetan. Si se arranca siendo ya de seis a ocho palmos, se conoce todavía aunque no con perfección y claridad…. Los hijos que nacen de los huevos, en las hojas, se alimentan de ellas y andan volando siempre de unos a otros árboles de su especie… No sabré decir si cada año se hacen estas metamorfosis, o si acaso vive el animalillo algunos años hasta ponerse viejo”.
(Velasco: 1977 ps. 164, 165)
El extraño caso de los cabellos humanos que se convierten en culebras:
Habla luego de lo que él llama los “zoophytos al revés porque de vegetativos puros se vuelven animales sensitivos,” (Velasco: 1977, p.165). Y es el extrañísimo fenómeno de lo que ocurre con los cabellos humanos. Dice Velasco:
(Los cabellos humanos) son en rigor filosófico, plantas naturales puramente vegetativas que nacen y se crían en la tiara del hombre y estas plantas se vuelven después víboras inocuas, o como llaman culebras, verificando en cierto modo la fábula de la cabeza de Medusa. Sucede en ciertos temperamentos y grados de humedad y de calor que los cabellos arrancados con sus raíces, lleguen a animarse y lograr vida, teniendo carne, miembros y perfecta configuración de una culebra. Mas de suerte que en nada se inmuta el cabello (que es el misterio mayor) sino que conservándose todo intercutáneamente es visible desde la nuca donde tiene la raíz, hasta cerca de la extremidad más delgada de la cola. Puede sacarse todo entero, como lo hice yo con mis manos, de una que maté en la fuente de un jardín de Latacunga el año de 1744. Esto que en los países templados fue la primera vez que se hubiese visto, es tan común y frecuente en los calientes y húmedos que todo el cabello que sacan las indianas al peinarse y lo meten envueltos en los agujeros o rendijas de sus casas, se encuentran después un envoltorio de culebras bregando unas con otras por desasirse….”
Sustentándose en otras experiencias de clérigos de su Orden añade:
Si el cabello se arrancó sin la raíz nunca se anima, si salió con la raíz entera, sale la culebra sola, y si se partió la raíz en dos o más partes, sale otras tantas cabezas.
Y a pie de página el propio Velasco acota lo siguiente:
Fidedignos en esta materia no lo pueden ser sino los inteligentes. Los picaflores se mantienen colgados a las ramas durante el invierno adormecidos a modo de marmotas hasta que vivificados por el calor de la primavera se desprenden del árbol para seguir sus vuelos”
(Velasco: 1977, ps. 165, 166).
El caso del pajarillo de Barbacoas:
De todos los zoófitos referidos por Juan de Velasco el llamado pajarillo de Barbacoas resulta ser el más fantástico. Cuenta al respecto:
Llamase así porque se forma con frecuencia este bellísimo fenómeno en la pequeña provincia de Barbacoas confinante por el Sur con la propia de Quito, y por el Oriente con la de los Pastos, la cual es dependiente de en lo político del gobierno de Popayán. Este raro y vistoso fenómeno proviene de un árbol de cuya flor sale por fruto el pequeño embrión de que, poco a poco, se va formando y perfeccionando en verdadero y viviente pajarillo. Este pajarillo o fruto está pendiente de solo el pico, sin hacer vitalidad alguna, hasta que perfectamente formadas las organizaciones interiores, y las exteriores plumas va dando señales de vida en sus movimientos. Finalmente se arranca de sí mismo del pico, y vuela sobre las ramas del mismo árbol, o de los otros vecinos. Su vida es corta o porque no halla el alimento congruente a su naturaleza, o porque (según aseguran comúnmente) le falta la puerta al colon recto. La realidad de esta metamorfosis, la aseguran las personas más fidedignas que entran a aquella marítima provincia por el oro que allí se saca.
(Velasco: 1977, p. 166)
El mundo desde la orilla de lo real maravilloso
La visión que tiene Juan de Velasco de la naturaleza americana está influida por los mitos y creencias populares. Su Historia Natural no ofrece descripciones minuciosas de plantas o animales como, por lo general, ocurre en la reseña de un científico. El jesuita nos presenta una narración vivaz y apasionada de los seres de la naturaleza, del entorno en el que viven y de los aspectos maravillosos que los caracterizan. El estilo de la prosa narrativa de Velasco refleja la voz, el tono y la expresión del sujeto que cuenta la historia, refleja al narrador inmerso en las tradiciones de su pueblo, al criollo que siente y explica el mundo desde su verdad íntima, desde su vivencia de lo milagroso.
Si la singularidad de América tenía el efecto de modificar el modo de pensar y aún de ser del peninsular que, por primera vez, pisaba el Nuevo Mundo (tal como lo comprobó, en el siglo XVI, fray Bernardino de Sahagún cuando trató de explicar lo que era un criollo), si la experiencia americana alteraba la percepción que un europeo tenía del mundo, otra cosa ocurría en cambio cuando los criollos y los nativos americanos eran quienes explicaban los hechos y las cosas de su tierra, pues para ellos, lo mágico y lo maravilloso formaban parte de su experiencia cotidiana, de su modo de ver y entender el universo.
Cuando Velasco trae a sus páginas hechos prodigiosos como los zoófitos que él dice haber visto y confirmado, los presenta como sucesos maravillosos que ocurren con frecuencia en la insólita tierra quitense, fenómenos que, él sabe, no pueden explicarse con la ciencia europea de su tiempo y que están más allá de las convicciones racionalistas. En tales casos, Velasco se aparta de la explicación propia del científico y se muestra fiel a esa otra vertiente no racional que nutre su comprensión del mundo: la experiencia americana, la tradición mítica de los pueblos originarios, los saberes y creencias populares, su fe en el hecho milagroso. Lo que la ciencia europea no acepta ni puede explicar desde una perspectiva cartesiana, Juan de Velasco lo admite y reconoce desde su experiencia criolla, desde esa particular percepción de las cosas propia del americano, aquella que surge de una cosmovisión compleja en la que se aúnan y sincretizan tanto veneros hispanos como sustratos indígenas. De esta forma, los relatos, algunos de ellos fabulosos, que encontramos en las páginas de la Historia del Reino de Quito, adquieren un significado particular, una semántica compleja, pues muestran a su autor como un cronista plenamente integrado a la vida de su pueblo, a su sensibilidad, a su pensamiento, a su historia.
¿Juan de Velasco, precursor del “realismo mágico”?
“Yo voy a demostrar que ha habido y hay (en el Reino de Quito) verdaderos zoohytos (que es) cosa que suena a maravilla” confesaba paladinamente Juan de Velasco en 1789. ¿Declaraciones como esta no lo convierte, acaso, en un precursor de esa corriente del pensamiento latinoamericano que hacia mediados del siglo XX comenzó a llamarse realismo mágico? Verdad es que los conquistadores españoles que apenas pisaron América palparon que aquellas fábulas que se contaban en los libros de caballería se quedaban cortas ante a la realidad mágica que ofrecía el Nuevo Mundo. El soldado Bernal Díaz del Castillo no dejaba de exaltar lo que vio en la alucinante corte de Moctezuma: flores y frutos nunca conocidos, monarcas coronados con grandes plumas de pájaros exóticos, embriagantes bebidas extraídas de los cactus…
La lista de hechizos y hechizados de la mágica tierra americana bien podría alargarse con otros nombres como los de Jiménez de Quezada, Francisco de Orellana, Gaspar de Carvajal, nombres unidos a tantos mitos como el País de la Canela, El Dorado, el Reino de Manoa, el país de los Omaguas, las Siete Ciudades de Cíbola, la Fuente de la eterna juventud, en fin. Mas no es mi deseo extenderme en tema tan ameno como fabuloso que, bien mirado, hasta podría competir, en prodigio y maravilla, con Las mil noches y una. Lo cierto es que aquello que llaman lo real maravilloso, este inseparable ingrediente de nuestro mundo, ha estado siempre presente en la cultura hispanoamericana, en nuestro caudaloso mestizaje en el que confluyen sangres, visiones y sedimentos de América, Europa y África; real maravilloso que es palpable en esa relación del hombre con su medio; que, en fin, ha estado y está presente en la vida y en la historia de estos pueblos. “¿Pero, qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”, exclamaba Alejo Carpentier. (En Tientos y diferencias: 1976 p. 96)
Frente a los zoófitos Juan de Velasco no tiene explicación racional alguna, para él es un hecho maravilloso cuya contemplación lo transporta a un estado de ensoñación poética, un momento en el que el pensamiento roza los estratos más elementales del alma originaria. Ante estos seres ambiguos en los que lo animal y o vegetal se confunden, ante esta dimensión diferente de la vida y su milagrosa fecundidad la reacción de Juan de Velasco y posiblemente la nuestra no puede ser otra que la de estupor frente lo extraño e inexplicable del mundo
El verdadero rostro del mundo americano ha sido siempre el esplendor y la magia que brota de su exótica naturaleza, derroche y dispendio vegetal que a Andrés Bello le llevó en 1827 a escribir su célebre silva A la agricultura de la zona tórrida. En ambientes como los evocados por Juan de Velasco en el siglo XVIII o por nuestros narradores de la década del 30 como José de la Cuadra y Demetrio Aguilera Malta lo excepcional se torna posible y lo fantástico se hace tangible. Solo entonces los prodigios salen a nuestro encuentro.
Por los años de 1960 Carpentier destacaba este valor único y perdurable del universo americano cuando dijo “la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada creación de formas de nuestra naturaleza con todas sus metamorfosis posibles…” permiten el afloramiento del asombro. (Tientos y diferencias: 1976, p. 96). Lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca —explica el escritor cubano— “cuando surge de una inesperada alteración de la realidad”, cuando somos testigos de “una revelación privilegiada de la realidad… de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de estado límite”. Y es entonces cuando surge el milagro; por ello y “para empezar,la sensación de lo maravilloso presupone una fe”. (Carpentier: 1976 p. 96)
Y es la fe lo que abunda en el corazón de Juan de Velasco, la fe en la capacidad milagrosa de la naturaleza, la fe y el estupor frente al hecho maravilloso. Juan de Velasco, descubridor para las letras hispanoamericanas de lo que en el siglo XX se llamó realismo mágico se nos presenta como un escritor que se halla en la frontera de dos culturas, entre dos visiones sobre el Nuevo Mundo, en la intersección del pensamiento hegemónico que había explicado América desde las categorías racionalistas de la ciencia europea y el pensamiento mágico y telúrico del hombre nuevo que surgía en las periferias del imperio cuando el criollo empezó a adquirir conciencia de sus valores y diferencias, de su particular identidad cultural.
América (la nuestra, esta que se extiende al sur del río Bravo) no es, por tanto, una simple “prefiguración de la cultura europea”, como creía el mexicano Gorman. Y si la imagen que Europa tiene de ella sigue siendo “insólita” es porque insólita, heteróclita y mágica ha sido y es la realidad de este Continente. Para la mentalidad cartesiana, para el dogma europeo, América siempre ha sido una herejía; con razón, ni Kant ni Hegel nunca pudieron entenderla.
Quito, septiembre 2019
Bibliografía
Alejo Carpentier. Tientos y diferencias. 1976. Buenos Aires. Calicanto Editorial S.R.L.
Juan de Velasco. Historia del Reino de Quito en la América Meridional. Historia Natural. Tomo I. Edit. Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 1977.
Juan Valdano. La pluma y el cetro. 1977. Universidad de Cuenca. Ecuador.
Juan Valdano. Ecuador: cultura
y generaciones. 1985. Editorial Planeta. Quito.
[1] Juan Valdano, La pluma y el cetro. 1977. Universidad de Cuenca. Pp. 149-150.
[2] Francisca Barrera. La idea de Historia en la Historia del Reino de Quito de la América Meridional del jesuita Juan de Velasco. Anales de Literatura Hispanoamericana 2012, vol. 41, 299-319. Universidad de Sevilla.
[3] Citado por Carlos Osorio A. en “Sobre agentes infecciosos, zoófitos, animálculos e infusorios”, p. 171. Universidad de Chile, Santiago de Chile, Facultad de Medicina, 2007.