pie-749-blanco

«La Academia de la Lengua, el diccionario y el mundo», por don Fabián Corral B.

En conmemoración de los 146 años de la existencia de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, don Fabián Corral preparó este ensayo.

Artículos recientes

En conmemoración de los ciento cuarenta y seis años de la existencia de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, don Fabián Corral preparó este ensayo.

Un homenaje a la Academia Ecuatoriana de la Lengua impone un saludo de rigor, un abrazo a la institución y sus personeros, aunque fuese a la distancia, un gesto respetuoso a su ya larga historia, y a los ilustrados personajes que pasaron por ella. Y por cierto, a quienes ahora la conforman.

Mi cálida felicitación a Susana Cordero, por su condición de primera Directora de esta ilustre institución y por el reconocimiento que a sus méritos personales le hizo España, el Rey Felipe VI, y el embajador, a quienes saludo y agradezco.

Y para hablar de la Academia de la Lengua, o más bien de las Academias, hay, por cierto, que aludir a esa pieza esencial de la memoria, la cultura y la palabra, que es el diccionario, o más bien, los diccionarios.

Abro el diccionario, y se me ocurre que allí está el mundo, la cultura, la historia. Que en sus palabras, en sus modos verbales, en los giros y expresiones que contiene, están el dolor y la alegría. Que está la conquista y el mestizaje, las religiones y el laicismo. Que están la libertad y la esclavitud. Que está lo viejo y lo nuevo, y que estamos todos de alguna forma retratados.

Una incursión por el diccionario es una sencilla pero fecunda aventura intelectual; es una exploración tras el sentido de las palabras y el origen de los decires. Y es el descubrimiento, renovado, de que en ese libro gordo y a veces desvencijado por el uso, está la historia, la grande y la cotidiana, la noble y la otra, está la evidencia de cómo el viejo castellano que llegó en tono de conquista hace quinientos años, se dejó penetrar por el quichua y el taíno, el araucano, el nahual y el guaraní. Y de cómo el idioma es testimonio del nacimiento de un mundo nuevo. Después, el inglés y la tecnología invadieron lo que algún día fue coto cerrado a la modernidad. Y hoy está allí casi todo, incluso la “pos verdad”, es decir, el eufemismo inventado para designar a la mentira.

Si el lector del diccionario —que los hay, sin duda— sabe mirar, podrá encontrar entre las largas ringleras de palabras, las huellas de las culturas regionales, de los saberes rurales y de los modismos aldeanos. Y, encontrará, por cierto, la palabra de las elites y el riguroso idioma de la tecnología, el significado de lo que proviene de la jerga de los barrios bajos y, a la par, de lo que nació en los despachos académicos, en los conventos y en la casa de cada cual.

El idioma cambia y endereza por rutas insólitas, porque nada está escrito en piedra y porque la palabra, como la ley, deben seguir a la vida. La palabra es como el río: necesita fluir, irse, comunicar, dejar recuerdos o marcar olvidos. La palabra, paradójicamente, nace del silencio que le antecede, que permite pensar, armar la frase, articular el sentimiento.

El diccionario en una expresión de libertad e imaginación, es testimonio de la creatividad de seres anónimos con talento para nombrar a las cosas de la vida y de la muerte, para bautizar lugares, montañas y ríos. A veces, mirando la geografía, como se lee el diccionario, me pregunto, ¿quién les puso nombres a las montañas? Y también me pregunto cómo se formaron la palabras que son el signo más evidente de la humanidad, porque el hombre puede definirse como el ser que habla.

A veces, las palabras son también resultado del trabajo intelectual que depura y racionaliza, pero el académico no puede inventar el idioma: está condenado a desentrañar el complejo resultado de la historia, de la adaptación cultural y la innovación. Es, de algún modo, el juez que depura, califica y preserva lo sustancial de la palabra. Es, por cierto, más fértil el ser común y corriente, el que crea palabras y las modula, que el sabio que explora su significado. Y esto porque la autoría de las palabras corresponde al común.

Les hago una confesión: del diccionario y sus parientes —los vocabularios— me fascinan las expresiones idiomáticas, esa suerte de dibujos magistrales que evocan con certeza el comportamiento humano. Cualquiera de ellas dice más que un discurso. Su capacidad de síntesis, y su gracia, son testimonios de que el idioma es el recurso que nos salva del silencio y la soledad, que es el resultado de la espontaneidad, la vida, la historia, sus conflictos y desencuentros, que es, en último término, fruto de la convivencia. Es el escenario donde la imaginación y el talento hacen de las suyas, porque es el reducto que le queda a la libertad.

Los diccionarios, y los vocabularios, al modo de ese texto virtuoso y ejemplar que es el libro de Carlos Joaquín Córdova, “El habla del Ecuador”, son evidencia del mestizaje racial y cultural, ese fenómeno que disolvió culturas, fundió modos de ser y sentir, y permitió el nacimiento del Nuevo Mundo. Testimonio de esos procesos es también el formidable “Diccionario de Americanismos”.

El idioma es la mejor evidencia de ese proceso humano de formación que aún no concluye. Ese proceso que, al viejo castellano que llegó hace quinientos años con las armaduras y los caballos, le agregó los aportes del quichua, sus sesgos, declinaciones y modismos, proceso que sigue incorporando lo que viene del mundo y la tecnología, lo que traen los migrantes, lo que aportan las invenciones, lo que imaginan los jóvenes. El resultado, es el “habla viva”, lo que decimos cada día. El idioma sirve para comunicarse y vivir; con él se piensa, se siente y se recuerda.

El idioma tiene que ver con el arte de conversar, con esa magia de entablar un diálogo y entender al otro. Los diccionarios físicos o virtuales, son certeza innegable de que, desde siempre, los individuos y las sociedades se hacen hablando, escuchando, imaginando términos y adecuando palabras a las circunstancias.

Los diccionarios al modo de los que he citado y de tantos otros, son bitácora de costumbres y de historias viejas y recientes; crónica de innumerables trayectorias vitales, porque tras los modismos, escondidos entre los secretos del origen de las palabras, están, al mismo tiempo, lo que fueron los abuelos y la cosecha reciente de los migrantes, están la inventiva y los modismos de la modernidad; están la antigüedad que ya olvidamos y la globalización que ahora nos marca. En el idioma estamos nosotros, porque todos hacemos cada día las palabras, las dotamos de sentido, las cargamos de pasión, ahondamos lo que expresan o negamos lo que contienen. Así, pues, los se atreven y logran, como las Academias de la Lengua y sus esforzados académicos, a escribir un libro de esa índole, son testigos envidiables, cronistas e historiadores que, a través de las palabras, descubren la índole de la sociedad.

Importante labor aquella de sumergirse en el habla regional, porque así se llega a los fondos del país y, a veces, gracias a la mínima expresión cotidiana, se descubren cosas que de otro modo no se saben. Con frecuencia, claro está, nos quedamos con la interrogante, pero leyendo textos como el de Córdova o el Diccionario de Americanismos, podemos establecer que hablamos un idioma peculiar, en parte el castellano antiguo que por acá se quedó sobreviviente, y en cuyos intersticios, prosperan muchos términos nativos, quichuismos, giros provincianos y novísimas expresiones que acaban de llegar del mundo.

Los diccionarios son testimonio de cómo las sociedades se inventan a sí mismas, de cómo no es preciso un decreto para que la cultura viva, y de cómo la gente, ejerciendo la libertad, hace lo suyo, incorpora los hechos históricos, asume las religiones, desecha las imposiciones, filtra lo inútil, inventa y construye, y también destruye.

La colonización de América es evidencia de que la comunidad, por sí sola, preserva lo que le sirve, asimila los fenómenos, modula el idioma y lo hace mestizo, distinto, hijo sobreviviente de las derrotas y los triunfos. El diccionario pone de manifiesto cómo las incursiones del poder matan y envenenan la riqueza del idioma, desnaturalizan los decires y empobrecen las expresiones. Basta escuchar los discursos de los caudillos y, por cierto, los debates políticos, para condolerse del maltrato a la palabra.

Mi homenaje a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, institución insignia del valor y la preservación de la palabra.

Señoras y señores,

Quito, 15 de octubre de 2020

0 0 votes
Article Rating
0
Would love your thoughts, please comment.x