Acceder a un Zoom es mucho más fácil que tomar un vehículo y trasladarse a una reunión, lo sostengo a pesar de toda la buena prensa que tienen los contactos humanos. Cuando se trataba de volar a Quito para escuchar el informe anual de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, me salían toda clase de compromisos que imponían una excusa. Ahora soy fiel asistente a sus convocatorias. Me anima el milagro tecnológico al ver los rostros de mis colegas y escuchar sus voces con entusiasmo.
Esa proximidad virtual —se me objetará, engañosa— se repite en nuestros días, aunque la temeridad o la imprudencia nos saquen del resguardo, y hace que ahora vuelque en este espacio parte de la información recibida. La AEL ha perdido en un lapso de menos de un año a tres valiosos miembros —Juan Valdano, Eliécer Cárdenas y el recentísimo Bruno Sáenz— en la no por natural menos penosa decisión superior de la muerte. Reverenciamos sus vidas y nos doblamos sobre los numerosos libros que quedan firmados por los nombres de tan meritorios intelectuales.
Contrastadamente, la Academia es portadora de noticias felices: que nos aprestemos a celebrar los 150 años de fundación, bajo el carácter de ser la segunda academia creada en América Latina; que se esté trabajando la edición conmemorativa dedicada a la obra de nuestro poeta César Dávila Andrade (primer autor ecuatoriano que figurará junto con Rubén Darío, Pablo Neruda y Gabriela Mistral en esa colección), que se haya conseguido un mejor tratamiento presupuestario de parte del actual Gobierno; que en dos años más tendremos el Diccionario del habla del Ecuador.
Me temo que todavía sobrevive cierta imagen desfasada de la Academia que la presenta como una institución rigorista, distante de los fluyentes fenómenos del habla popular. Vale recordar, frente a este prejuicio, que ella no tiene potestad para imponer usos y camisas de fuerza a la velocidad con que se producen los cambios y permeaciones que van a parar al inagotable caudal del idioma. Las diferentes agencias, esas 23 corporaciones que constituyen la Asale, están activas, analizan y estudian, describen y recomiendan el funcionamiento de nuestro idioma, así como la ortografía con que se universalizan los usos escritos. Pero siempre será el hablante el libérrimo usuario del código lingüístico que ha recibido de sus mayores, así como sus impugnadores.
En la discutida vía del lenguaje inclusivo, en las invasiones permanentes del inglés bajo el pretexto de los tecnicismos o, simplemente, en la ola de descuidos y errores que asaltan la expresión pública en la gigantesca plataforma de las redes sociales, hay amplio material para la revisión y discusión de quienes se ocupan de estas facetas de la comunicación. Reconociendo que existen las ciencias del lenguaje con especializaciones que tienen específicos corpus, resulta una aspiración digna la de reconocer una franja a la que yo llamo la de los “profesionales de la lengua”, es decir, la que está integrada por ejecutores de quehaceres sociales que exigen de una expresión oral y escrita solvente y actualizada. La conciencia de utilizar una herramienta que tiene historia, gramática básica, ordenamientos casi espontáneos y estructuras identificables está al alcance de todos. La AEL contribuye en todos esos ámbitos.
Este artículo apareció en el diario El Universo.