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«La casa», por don Marco Antonio Rodríguez

Vestigios de imágenes travesean en mi memoria ráfagas de vivencias. El tiempo se escurre por los tumbados en una música lejana; una criatura despavorida trata de ocultarse por las gradas: ¿real o imaginaria?...

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Imagen tomada de la cuenta de Twitter @Quitoen360

Entro a la casa de mi infancia. Vestigios de imágenes travesean en mi memoria ráfagas de vivencias. El tiempo se escurre por los tumbados en una música lejana; una criatura despavorida trata de ocultarse por las gradas: ¿real o imaginaria? Escombros de quienes cuidaron mis primeros pasos: ¿dónde estarán? Los primeros amigos, osados los más, timoratos otros, todos rozagantes y airosos —si aún porfían en la vida—, lucirán ajados, lentos, cayendo. Siento frío, como una furtiva vocación de ausencia.

Busco la mano de quien alumbra mi camino y rememoro un vislumbre de lo que fue esa casa. Los cuartos no eran así, menos el ‘salón’ que siempre imaginé inmenso y luminoso, peor aún el patio donde jugábamos con mis hermanos y más tarde con mis hijos. Todo está reducido a destellos de una mofa perversa. Escucho: ¿quién maldice en voz baja?, ¿quién toca el piano de nuestro padre?, ¿quién inventa esos platillos humeantes, sin que las manos de ellas confirmen la mía? Busco el pasado y me descubro viéndome, ensimismado.

El dueño de casa quiere que subamos a la azotea que ahora luce diminuta. Me apresuro a declinar la invitación, a sabiendas que a ella le fascina el cielo abierto, el aire, las montañas… y desde ese irrisorio mirador se abre el paisaje. Aprieto su mano, transpirando, como cuando mi madre trataba de bordar la esperanza con puntos sobrehilados que se ahuyentaban por ensalmo.

Si pudiéramos hallar en algún lugar esa hendidura, ese corte que atravesó el ayer y cortó el mañana. Reclamo a quienes levantaron esta casa con sus manos, en nombre de su luz y de su muerte, una sola señal, pero solo asoma el inmutable rostro del olvido.

Por la noche, ella acaricia mi cabeza, rasgando la oscuridad. ¿Soñaba? Mis seres tutelares inventando la vida para nosotros, tallando día y noche para ornamentar conventos y casas con blasones de escayola. Sentí que la mayor tribulación del ser humano es la del porvenir traicionado. Y entre ataduras sueltas, el nudo de los adioses.

Este artículo se publicó en el diario El Comercio.

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