¿Es Oppenheimer una gigantesca obra maestra del cine de este siglo? ¿Estamos ante una película fallida en su propuesta filosófica pero extraordinaria en su lenguaje cinematográfico? ¿Se propuso Christopher Nolan hacer un lavado de rostro del padre de la bomba atómica reduciéndolo a la condición de genio atormentado? ¿Qué tan reveladora es la película sobre la intriga política que rodea a Oppenheimer durante el macartismo? ¿Por qué no se ven en el filme los efectos de la bomba en Hiroshima y Nagasaki? Oppenheimer (2023), dirigida por Christopher Nolan, es una estremecedora película biográfica que nos sumerge en los claroscuros del científico que dirigió el Proyecto Manhattan y realiza una fina disección del enjambre político norteamericano durante la Guerra fría y las intrigas del macartismo, pero carece del atrevimiento del arte para romper con la narrativa oficial de los EE. UU. sobre la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Al ver el filme, volvemos a preguntarnos: ¿qué se le exige a un filme para que sea éticamente consecuente?
Oppenheimer está basada en American Prometheus (2006), de Kai Bird y Martin J. Sherwin, la biografía de Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), el físico que lideró el equipo de científicos que fabricó la primera bomba atómica. El retrato de la encrucijada en la que vive el físico nuclear está logrado en el rostro adusto de Murphy, que aparenta impasibilidad pero que contiene la tormenta interior del personaje. El ascenso y la caída del padre de la bomba atómica son las líneas dramáticas que construyen la tensión de la película: la reinterpretación del mito de Prometeo encarnado en Oppenheimer es tejido con maestría por Nolan: arrebató a los dioses el fuego de la muerte y la destrucción y se lo dio al gobierno; más tarde y sin posibilidad de retorno, ese fuego era inextinguible. El propio sistema lo devoró e hizo pública las entrañas del Prometo americano: su ambición y genialidad, sus debilidades y sus miedos. La película dibuja un personaje cuya vida está construida por una serie de eventos contradictorios en su sentido moral: un hombre con conciencia social, sentimentalmente egoísta, inventor de un arma mortífera y única que, después, lucha por el control de las armas nucleares y se gana el odio de los guerreristas. Encumbrado y vilipendiado; al final, es reivindicado, como le pronosticó Einstein, sobre todo para la redención de quienes lo abandonaron en su caída. Y Cilian Murphy logra encarnar esta tragedia con verdad actoral.
Lewis Strauss, interpretado con brillantez por Robert Downey Jr., es el jefe de la Comisión de Energía Atómica que, por envidia, afán de venganza y un cierto moralismo, enreda a Oppenheimer en los hilos de la burocracia política de Washington. Strauss es el villano en la película y pasa por varios estadios emocionales que desnudan la maquinaria del poder político norteamericano y su hipocresía puritana. Negarle a Oppenheimer la credencial de seguridad fue un mensaje para toda la sociedad sobre el límite de la libertad de pensamiento en los tiempos de la Guerra fría: el macartismo no solo fue una política de Estado sino un instrumento de cohesión del complejo militar industrial frente a cualquier veleidad izquierdista. Según los biógrafos Bird y Sherwin, el regreso de los republicanos al poder en 1953, colocó en posiciones de poder a los defensores de represalias nucleares masivas, como Strauss. Este y sus aliados en el aparato estatal necesitaban condenar al ostracismo a Oppenheimer con sus dudas y remordimientos. Nolan ha desarrollado estos contrapuntos con viajes narrativos hacia adelante y hacia atrás en el desarrollo de la historia y un guion de conflicto apretado, sin frases de relleno.
El 6 de agosto de 1945, EE. UU. lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. El 9 de agosto lo hizo sobre Nagasaki. Las estimaciones sobre el número de muertos de ambos bombardeos van de 110 mil a 210 mil personas de las que el 95 % eran civiles, según un reportaje de la BBC, que cita el testimonio de Sumiteru Taniguchi, sobreviviente de Nagasaki: «El lugar se convirtió en un mar de fuego. Era el infierno. Cuerpos quemados, voces pidiendo ayuda desde edificios derrumbados, personas a quienes se le caían las entrañas…». Las atroces consecuencias del bombardeo son ignoradas por Nolan en su película, ya que él ha preferido situar la prueba Trinity, el 16 de julio de 1945, en Nuevo México, en vez del bombardeo, como un momento climático del filme. Así, la película Oppenheimer carece atrevimiento político al dar por válida la narrativa de los EE. UU. que justifica hasta hoy como legítimo acto de guerra la utilización de dos bombas atómicas contra blancos civiles. El bombardeo, por el que ningún gobierno de los EE. UU. ha pedido perdón, hoy sería considerado un crimen de lesa humanidad, cuya crueldad es mostrada, por ejemplo, por el ánime Hadashi No Gen (Barefoot Gen, 1983). En este sentido, Nolan en su filme es mucho menos consecuente que el propio Oppenheimer en su vida.
Oppenheimer, de Christopher Nolan,es, al final de cuentas, un filme éticamente consecuente a pesar de sus propias limitaciones; en primer lugar, porque es una extraordinaria película biográfica, con caracterizaciones actores memorables de sus protagonistas, aunque sus personajes femeninos son débiles; en segundo, porque revela los mecanismos totalitarios del poder que se escuda tras la democracia formal y la manera cómo ese poder es capaz de devorar a los mismos ciudadanos que lo han servido; y, finalmente, porque, a pesar de escamotear el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, la prueba de Trinity plantea el horror del arma que han inventado. Al comprobar el poder destructor de la bomba, Oppenheimer cita un verso del Bhagavad-Gita, texto sagrado del hinduismo, que lo ubica en su paradoja existencial y ética: «Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos».
Este artículo se publicó en el blog personal del autor.