La literatura y el arte europeos del último tercio del siglo XIX son el testimonio de una sociedad decadente dominada por el pesimismo (Schopenhauer), la crisis de valores (Sainte-Beuve) y el hastío (Baudelaire, Edgar Alain Poe). La visión descarnada del colonialismo europeo y la añoranza de la inocencia primigenia (ese paraíso perdido) están presentes en la obra de dos excepcionales testigos de esa época: Joseph Conrad y Paul Gauguin. Desde la literatura y el arte, cada uno de ellos se confiesa.
En las novelas de Conrad no deja de escucharse la voz demorada del hombre que ha curtido su vida en largas travesías de mar. Sus historias hablan del despojo y el dominio colonizador en tierras de África y Asia, la sistemática depredación del hombre blanco que, en nombre del progreso y la civilización, se torna bárbaro, oprime pueblos y esquilma tesoros enriqueciendo aún más la Europa de finales del XIX. Las ideas de Darwin y un radical pesimismo por la naturaleza humana circulan, cual un río subterráneo, por los textos de Conrad. La clave de sus relatos estaría en la ironía: la barbarie más atroz no está en la jungla tropical, se agazapa en el corazón de una civilización depredadora que en nombre del progreso lleva la destrucción y la muerte a pueblos inermes. El blanco civilizado resulta más salvaje y tenebroso que el oscuro hombre de las selvas.
Gauguin, al igual que Conrad su contemporáneo, escapa de Europa, se hunde en universos que están más allá de su horizonte cultural y geográfico, en las antípodas del mundo civilizado. Con su baúl a cuestas desembarca en 1891 en Tahití, isla perdida de la Polinesia. Allá Gauguin llevó su infierno: la sífilis que le habían inoculado en los burdeles de París. Va en busca de lo exótico, de la libertad, del edén extraviado. Tiene de su sociedad una visión sombría. Está consciente de la decadencia de la cultura europea, un malestar que Heidegger lo definirá como “olvido del ser”, esto es, el extravío de la fuente originaria de la verdadera sabiduría, aquella de la cual surgió la cultura de Occidente: el conocimiento del mundo para el perfeccionamiento del ser humano y no para dominarlo ni menos destruirlo.
Gauguin intenta adentrarse en las vidas de esos nativos; sin embargo, hay una distancia psicológica y cultural que los separa. Sus cuadros son el testimonio de su perplejidad ante el sortilegio que despierta ese mundo exótico y primigenio como la vida misma. El mundo secreto de esas gentes sencillas permanecerá clausurado para él y el pintor seguirá lejano, cercado por los prejuicios que trae desde su civilización. No llegará a encontrar la clave para ingresar en ese paraíso. Su infierno, la sífilis traída desde su propio mundo, lo mató, la civilización de la que abjuró un día se vengó. Era un extraño al paraíso; en sus venas portaba el veneno de la sierpe.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.