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«La desinformación», por don Fabián Corral B.

‘La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, escribió Jean-François Revel, en “El conocimiento inútil”, allá por 1988. Desde entonces, han prosperado como instrumento de acción política...

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‘La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, escribió Jean-François Revel, en “El conocimiento inútil”, allá por 1988. Desde entonces, han prosperado como instrumento de acción política, e incluso como estilo de comportamiento social, las noticias falsas, las medias verdades, el morbo asociado a ellas, las cadenas que circulan en las redes, y los “rumores mediáticos” sobre los más insólitos temas. El antiguo chisme se ha transformado en método y máscara para esconderse, y en arma para golpear a personas, instituciones e ideas. Y hasta para desacreditar a la ciencia.

La desinformación prospera en muchos temas; es asunto universal y de cada instante, y si algo nunca descansa y provoca fatiga hasta lo insoportable, es la profusión de mensajes, notas, videos, comentarios y entrevistas a gente de todo pelaje. La verdad no sale bien librada de semejante tormenta, al punto que incluso los diccionarios han incorporado el concepto de “posverdad”, un eufemismo para designar a la mentira. El Diccionario de la Academia Española de la Lengua, dice: “Posverdad. Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.” Certera acepción.

El fenómeno prospera entre masas de receptores de información, que ahora constituyen la “opinión pública”. Los receptores pulsan nerviosamente su móvil para retransmitir toda clase de mensajes, sin reserva, prudencia, límite ni crítica, obsesionados por el afán de novedad, y por el síndrome de “informar primero”.

Además de la destrucción de la lengua y del sacrificio de la ortografía en que con frecuencia se incurre, la tensión informativa y la sensación de incertidumbre que esas prácticas generan, fraccionan los núcleos de ideas y valores sobre los que se asientan la democracia, el Estado de derecho, la acción política responsable, las ideologías, e incluso la cultura, que, por cierto, no tiene mínimo espacio en semejante torbellino. En estos tiempos, se escribe constantemente una versión distinta de los hechos, se cuenta una nueva historia, y se construyen caricaturas de la realidad, que se evaporan rápidamente entre personajes que apuestan a la imagen y al espectáculo.

La sociedad necesita un mínimo de creencias que vinculen a la gente. Con los incesantes flechazos de desinformación que se disparan desde el anonimato —desde la difusa “opinión pública”— ninguna institución ni acuerdo puede tener sustento, y el resultado es la anarquía, la incertidumbre, el populismo y la demagogia. Una república auténtica necesita tolerancia, derechos, transparencia y verdad. Necesita convicciones de que hay obligaciones que cumplir, valores que respetar y libertades que proteger.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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