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«La maldición de Babel», por don Juan Valdano

El mito bíblico de Babel habla de la proliferación de lenguas como una maldición divina provocada por la desmesura del hombre al tratar de edificar una torre capaz de llegar a las acuosas alturas del cielo...

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Autor anónimo

El mito bíblico de Babel habla de la proliferación de lenguas como una maldición divina provocada por la desmesura del hombre al tratar de edificar una torre capaz de llegar a las acuosas alturas del cielo. La condena desató el desborde de los dialectos y de las lenguas. Sin embargo, al mito bíblico habría que darle la vuelta ya que, antes que un castigo, lo que comenzó en Babel fue la consagración de la compleja diversidad de lo humano, la señal de la expansión de las civilizaciones.

Cada lengua abarca la realidad según la singular manera con la que la asume el pueblo que la habla. Hay una relación directa entre la riqueza léxica y gramatical y la apropiación del mundo y su entorno; si más rico es nuestro lenguaje, mejor sintonizamos las señales que emite el universo en el que nos movemos. Existe una relación entre el lenguaje y la biodiversidad. Aquellas comunidades que viven en íntimo contacto con el mundo natural y cuya supervivencia depende de lo que les da la naturaleza poseen un vocabulario especializado para nombrar las variaciones de las especies vegetales y animales.

Son los pueblos ancestrales cuyo rastro se ha perdido para siempre en las movedizas arenas de la prehistoria, los que nombraron con palabras suyas cada montaña, río, hierba, ave o insecto, cada ser viviente que repta, vuela, nada o camina. Labor adánica esta de bautizar el mundo confiriendo a cada cosa nombres de eufónica resonancia y cuya oscura etimología permanece oculta como el pueblo que las imaginó; saber hermético accesible solo a pocos iniciados.

Si no existen culturas superiores y culturas inferiores ya que todas son iguales, tampoco existen lenguas más importantes que otras, lenguas imperiales y lenguas subalternas, pues todas son equivalentes en el sentido de que cada una, por su lado, da cuenta de una particular experiencia humana. Cualquier sistema de clasificación, aun el más simple, será siempre superior al caos. Y si fue en Babel que comenzó el caos y la incomunicación, también allí, al pie de la opulenta torre, el hombre halló el camino para la confidencia, el concierto y la recta hermenéutica, el arte de conjurar todo ruido que distorsiona la fidelidad de la idea.

Cuando muere una lengua se extingue el clamor de un pueblo, se desvanece un paisaje, se borran las huellas de un pasado ancestral y si no hay pasado ningún futuro será posible. Si una lengua se muere, un linaje del espíritu se eclipsa. Si algún día se agotara la comunicación entre los seres humanos sobrevendría un gran silencio, la sequedad, el aislamiento, la soledad del molusco, el vacío, en fin, la no-vida. No solo salvemos la flora y la fauna; salvemos también al hombre y su palabra. Si solo nos preocupamos de lo primero y descuidamos lo segundo, ¿de qué servirá un hermoso escenario vacío del que han desaparecido los actores?

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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