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«La novela como juego hipertextual», por don Raúl Vallejo

Discurso de incorporación como miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua de don Raúl Vallejo Corral, leído en la sesión solemne del jueves 25 de marzo de 2021.

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Discurso de incorporación como miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua de don Raúl Vallejo Corral, leído en la sesión solemne del jueves 25 de marzo de 2021.

            Señora directora, miembros de la Academia, amigas, amigos:

            En la instalación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 4 de mayo de 1875, en Quito, no estuvo presente Juan León Mera, ya que, por razones de su cargo de gobernador de Tungurahua, se quedó en Ambato; no obstante, su discurso de «salutación y felicitación a la nueva Academia» fue leído en dicha sesión. En el párrafo introductorio, Mera se lamenta: «Mi vivo contento de saber que también habéis puesto la mano en la grande obra que la sabia é ilustre Academia Española ha confiado á los literatos americanos que hablan la lengua de Castilla, está amargada por la forzada ausencia»[1]. En seguida, Mera expresa que sus méritos para ser miembro de la Academia apenas son sus «exiguos conocimientos adquiridos á rápidas ojeadas en unos cuantos libros, y escritor solo á fuer de aficionado y atrevido»; luego de hacer un símil de la Academia como un brazo de mar al que ha sido lanzado y que tiene que atravesar forzosamente o morir ahogado, concluye que para salvarse ofrece lo único que posee: «mi amor á la lengua y a la literatura españolas y mi firme perseverancia en el trabajo»[2]. Quiero hacer mías las palabras de Juan León Mera, añadiendo mi amor por la literatura del Ecuador y de nuestra América, que también fueron sus pasiones literarias.

            El propio Mera, en su Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana, se pregunta respecto de la ausencia de la mujer en el campo literario y clama por el reconocimiento de la tarea intelectual de la mujer: «¡Plegue al cielo no tarde la era de luz en que otros más felices puedan celebrar los triunfos de las ecuatorianas! ¿Por qué no esperar que nuestra patria llegue también á producir Aspasias y Corinas?»[3]. Por lo tanto, antes de empezar la lectura de mi trabajo, hago manifiesto el anhelo fervoroso de que en un futuro muy cercano —consideremos que el clamor de Mera fue en el siglo XIX y ya empezamos la tercera década del siglo XXI—, exista en esta Academia tantas académicas en número como académicos pertenecemos hoy a esta corporación. Nuestra admirada directora es un ejemplo de las académicas que existen en el país, esas nuevas Aspasias y Corinas de las que hablaba Mera, mujeres que desde décadas atrás contribuyen, en otros ámbitos institucionales, con su potente voz intelectual a la diversidad de los trabajos que nos atañen. 

            Agradezco, en primer lugar, a la doctora Susana Cordero de Espinosa, directora de la Academia, al directorio y a sus miembros, por haber considerado mi trabajo literario, con todas sus limitaciones, digno de algún mérito y haberme nombrado Miembro de Número para ocupar la silla U de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. De igual manera, mi gratitud indeleble al poeta Julio Pazos Barrera, no solo por su discurso de bienvenida sino también porque he aprendido de su magisterio desde que fui su alumno en las aulas universitarias y porque hoy, para regocijo de mi espíritu, gozo de su amistad.

Antiguas novedades de la novela contemporánea

            Mucho se ha comentado la audacia cervantina cuando afirma: «… y es así, que yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana…»[4]. Cervantes no se refiere al Quijote, sino a sus Novelas ejemplares. Más, es el Quijote el texto que nos sirve de paradigma para hablar de la antigüedad inaugural de lo moderno del género novelesco. Para quienes desconocen los clásicos, es como si la literatura naciera con las novedades que promociona el mercado editorial. Es cierto que el lenguaje es diferente porque diferente es el mundo en el que se escribe; es cierto también que la voz narrativa es cada día más introspectiva y confesional; pero no es menos cierto que las novedades de la novela contemporánea, por lo menos, en castellano, tienen una antigüedad que se remonta al Quijote, que en sí mismo es un monumental juego hipertextual en relación con las novelas de caballerías. Gerard Genette ya lo señaló: «El Quijote tiene un carácter hipertextual por su relación bien conocida con el género llamado de las “novelas de caballerías”, y más precisamente con los ejemplos tardíos del género, como el Amadís de Gaula, de Montalvo».[5]

            Un ejemplo paradigmático de aquello que hoy día entendemos por metaliteratura lo encontramos en el capítulo VI de la primera parte que narra el escrutinio de la biblioteca de don Quijote que llevan a cabo el cura y el barbero. Los diálogos de los personajes cumplen una función metatextual durante la revisión de los libros de caballería, señalando cuáles son canónicos y cuáles una saga de poca valía. Entre el cura y el barbero salvan de la hoguera, entre otros, a Los cuatro de Amadís de Gaula porque, según el criterio del barbero, «es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar»[6]. Asimismo, aquellos personajes juzgan La Galatea, primera obra de Cervantes, publicada en 1585, con cierta complicidad producto, en giro autorreferencial, de la amistad del cura con aquel: «Muchos años ha que es grande amigo mío este Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanza del todo la misericordia que ahora se le niega…»[7]. Solo que, hasta donde se sabe, Cervantes nunca escribió aquella segunda parte tan prometida.

            Cervantes mantiene esa autorreferencialidad para dar cuenta de sí no solo como autor sino también como un soldado que destacó en la batalla de Lepanto, gesta de armas de la que él siempre se sentirá orgulloso. La narración está a cargo de Ruy Pérez de Viedma, quien cuenta sus avatares de cautivo en Argel bajo la dominación del cruel Azán Agá. Cervantes aprovecha el relato de Ruy Pérez no solo para hablar de su propio cautiverio sino también para aparecer como personaje del relato de su personaje:

Solo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia.[8]

            En la segunda parte, a partir del capítulo II, Cervantes nos va mostrando el hilo de la metaficción, pues, en una maniobra asombrosa, tenemos a don Quijote y a Sancho que se descubren a sí mismos como personajes de un libro que está siendo leído y se ha vuelto popular. Es Sancho el que informa a don Quijote que ha llegado Sansón Carrasco hecho bachiller de Salamanca y le ha contado que «andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió»[9].

            Esta consciencia de ser personaje de un libro publicado, así como de un libro que se está escribiendo, acompañará al Quijote durante la segunda parte, de tal manera que, ahora, su historia siempre lo precederá: el Quijote tiene una vida única y ejemplar frente al resto de personajes porque su vida está escrita y ha sido leída por aquellos que se maravillan al conocerlo. Es el propio bachiller Carrasco quien da cuenta de aquello que hoy llamaríamos la recepción del libro, cuando, ante las dudas de don Quijote sobre la diafanidad de la escritura de su historia, comenta que no cree que esta pudiese necesitar de comentarista para entenderla:

Eso no —respondió Sansón—; porque es tan clara, que no hay cosa que ocultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante». Y los que más se han dado a su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halla un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos le piden.[10]

            Uno de los giros metatextuales más originales del Quijote sucede en el capítulo LXXII, de la segunda parte. Cervantes, que quiere evitar que se adueñen y destruyan su historia por la vía de la parodia, se apropia audazmente de don Álvaro Tarfe, personaje del Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda. Cuando don Quijote se encuentra con don Álvaro Tarfe, en seguida, lo ubica como personaje de la ficción de Avellaneda: «Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la Historia de don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a luz por un autor moderno»[11]. Don Quijote tiene conciencia de ser un personaje, pero también tiene conciencia de que circula un libro apócrifo que lo ha falsificado como personaje y, por lo tanto, debe desmentir al historiador de Tordesillas que ha suplantado a Cide Hamete Benengeli.

            En un extraordinario juego metaficcional, Cervantes logrará, en su historia, que don Quijote convenza a don Álvaro Tarfe de que él, el Quijote con quien se ha encontrado en un mesón del camino, es el verdadero don Quijote y que no lo es aquel falso Quijote, inventado por el tal de Avellaneda. Sancho contribuye a desenmascarar a Avellaneda y Tarfe reconoce que en una sola intervención ha sido más gracioso que el otro Sancho en todo aquel libro; Don Quijote le cuenta que nunca ha estado en las justas de Zaragoza y que, adrede, pasó directamente a Barcelona para desmentir al impostor: «Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos»[12].

            El juego metaficcional se profundiza con un desenlace inesperado. Así, don Quijote hace firmar a don Álvaro Tarfe, personaje de Avellaneda, ante el alcalde del pueblo que llega al mesón con un escribano, que él, don Quijote, «… no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse …»[13]. Tremendo juego literario es un indispensable antecedente para las novelas experimentales de ahora.

            Enhebradas en esta tradición hipertextual del Quijote existen algunas novelas ecuatorianas, de entre las que he escogido cinco por considerarlas representativas para las líneas de análisis del presente trabajo.[14] He comenzado el recuento con ese singular hipertexto del siglo diecinueve que es Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo (Ambato, 1832 – París, 1889). Capítulos es una novela que parte de una profunda reflexión crítica sobre el Quijote y logra, en el texto, la reconstrucción del lenguaje cervantino, la ampliación de sus aventuras con una discreta referenciación local y la recreación del propio don Quijote enfrentado a sí mismo. Luego, doy un salto temporal para hablar de Y no abras la ventana todavía, de Sonia Manzano (Guayaquil, 1947), una novela referencial sobre el mundo literario de los 80 y la función erótica del lenguaje. Después, comento El Pinar de Segismundo, de Eliécer Cárdenas (Cañar, 1950), una hilarante historia protagonizada por novelistas, poetas y artistas ecuatorianos empeñados en una conspiración político-literaria contra Gonzalo Zaldumbide. Continúo con La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), que, desde una mirada contemporánea, trabaja la estructura texto sobre una cineasta tzántzica, creada por unos jóvenes cinéfilos, como si fuera una pieza de arte conceptual. Finalizo con Nunca más Amarilis, de Marcelo Báez (Guayaquil, 1969), una novela que construye la vida y obra de Márgara Sáenz, una poeta inventada como una broma literaria por tres escritores peruanos, y que, por su original, destreza, y profundidad escrituraria parecería clausurar el juego metaliterario al respecto.

Andanzas del Quijote en el siglo XIX

            A comienzos de 1869, debido a la persecución política de Gabriel García Moreno, Juan Montalvo llegó por primera vez a Ipiales; luego de un periplo que lo llevó por Panamá, París, y Lima, regresó a dicha ciudad fronteriza, donde se estableció desde 1870 hasta 1876. En Ipiales escribió, entre otros textos, los Siete tratados; el último de ellos es «El buscapié», que luego aparecerá como prólogo de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, publicado de manera póstuma, en 1895.[15] Los Capítulos, según se desprende del prólogo y de la correspondencia con su sobrino Adriano Montalvo, fue un libro que empezó en los años de su segunda llegada a Ipiales y que, en seis meses, alrededor de 1872, terminó en una primera versión, aunque la génesis de la novela ocurrió a partir de la buena acogida que tuvo un texto suyo, publicado en El Cosmopolita, en 1867, titulado «Capítulo que se le olvidó a Cervantes».[16] Luego continuaría trabajando en lo que sería su «ensayo de imitación de un libro inimitable», mientras buscaba cómo imprimirlo, tarea en la que persistió hasta casi el final de sus días: en una carta del 4 de marzo de 1888, dirigida a su sobrino Adriano, le dice: «El Quijote no está corriendo buena fortuna. Estaba ya en la imprenta, y me he visto en la necesidad de suspenderlo todo»[17].

            En «El buscapié», Montalvo no solo reflexionó, desde su admirable erudición, acerca de la trascendencia literaria de Cervantes, sino que expuso su particular visión sobre el Quijote, en tanto lección de moral y entretenimiento, para, al mismo tiempo, justificar su propia escritura de los Capítulos. Montalvo considera que Cervantes moldeó en su obra una estatua de dos caras que mira al mundo real y al ideal, y que su arma frente a los lectores es la risa; Montalvo afirma que están equivocados quienes suponen ingenio lego al español, pues el Quijote es una de las mayores obras de arte de la humanidad. Señala que don Quijote tiene el espíritu filosófico de Platón, aunque a veces caiga en lo ridículo; pero, tanto las sandeces de aquel caballero andante como las bellaquerías de Sancho, su escudero, están siempre cargadas de alguna enseñanza. Montalvo, incluso, se da modos para criticar a Cervantes por presentar a don Quijote moralmente derrotado en Barcelona, cuando este entra con un cartel infamante pegado en su espalda; le reclama a Cervantes que, en tanto autor, haya mostrado el escarnio del personaje que don Antonio Moreno permite al populacho. Finalmente, Montalvo arguye que él no ha resucitado al Quijote, sino que le ha seguido la pista:

¿Qué pudiera proponerse, me dirán, el que hoy escribiera un Quijote bueno o malo? […] Don Quijote enderezador de tuertos, desfacedor de agravios; Don Quijote caballero en Rocinante, miserable representación de la impotencia; Don Quijote infatuado, desvanecido, ridículo, no es hoy necesario para nada. […] Pero el Don Quijote simbólico, esa encarnación sublime de la verdad y la virtud en forma de caricatura, este don Quijote es de todos los tiempos y todos los pueblos, y bienvenida será adonde llegue, alta y hermosa, esta persona moral.[18]

            En el último tercio del siglo diecinueve y desde el exilio en una pequeña ciudad andina, la tarea de escribir capítulos adicionales a la obra de Cervantes parecería, a primera vista, un ejercicio literario destinado al fracaso, o al diván de las cosas inútiles. Ya Cide Hamete le dio la palabra a su pluma para advertirles a todos aquellos que intentaran profanar la historia de don Quijote como lo había hecho Avellaneda: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir»[19]. Pese a estas advertencias, para Juan Montalvo, probablemente, fue un empeño estético destinado a demostrar ese dominio de la lengua castellana que lo hacía sentirse orgulloso de sí mismo cuando era llamado español de los mejores tiempos por otros literatos.[20] Mas, para una lectura de hoy, con los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, Montalvo montó un lúdico y desafiante juego hipertextual en relación con el Quijote, que podemos catalogar como un singular y osado divertimento literario.

            En «El buscapié», Montalvo edifica su propia tradición como imitador del Quijote. Habla de los trabajos de Guillén de Castro, Calderón de la Barca, Meléndez Valdés y otros hasta llegar a Fernández de Avellaneda, el primero de todos. Montalvo es muy claro frente a la rudeza de la que hizo ostentación este último y que fue la razón de su fracaso: «Pluguiese al cielo que tan lejos nos hallásemos de Avellaneda, como debemos hallarnos de Cervantes. Por lo menos es verdad que si no ha sido nuestro el levantarnos a la altura del segundo, no hemos descendido a la bajeza del primero»[21]. «El buscapié» es el testimonio de que Montalvo tiene plena consciencia de la monumental tarea que se ha propuesto, del estudio y la reflexión filosófica previos que requiere para llevarla con éxito, y al formularla, bajo la estrategia del que se sabe perdido de antemano ante la enormidad de la empresa que acomete, su logro le presupone un motivo de gloria:

Tómese nuestra obrita por lo que es, —un ensayo—, bien así en la sustancia como en la forma, bien así el estilo como el lenguaje. ¡El lenguaje! Nadie ha podido imitar el de Cervantes ni en España, y no es bueno que un americano se ponga a contrahacerlo. ¡Bonito es el hijo de los Andes para quedar airoso en lo mismo que salieron por el albañal ingenios como Calderón y Meléndez! La naturaleza prodiga al semi-bárbaro ciertos bienes que al hombre en extremo civilizado no da sino con mano escasa. […] estas cosas infunden en el corazón del hijo de la naturaleza ese amor compuesto de mil sensaciones rústicas, fuente donde hierve la poesía que endiosa a las razas que nacen para lo grande.[22]

            La tentación de hacer uso del anacronismo, de desplazar al héroe hacia tierras del Ecuador o de introducir las disputas políticas que le concernían directamente, fue mantenida a raya y, cuando cayó en aquella, Montalvo supo diluir en la misma ficción novelesca sus intenciones de caricaturizar a sus enemigos y las de jugar con topónimos en clave local. Así, en el capítulo XI, don Quijote se encuentra con una cautiva encadenada por su cruel marido, el cual hizo creer a todos que su esposa había muerto y se casó con otra. La cautiva, que ha vivido así por más de quince años, le cuenta que su marido es tenido por «el más insigne rezador que han visto los dominios de Su Majestad Católica». Don Quijote le pregunta por el nombre del «truhan» y ella responde: «Llámase el conde Briel de Gariza y Huagrahuasi, señor; por otro nombre, el cruel Maureno»[23]. La alusión a Gabriel García Moreno está formulada en clave, pero se ajusta, aunque no todos los lectores descifren la referencia política, a la construcción del propio relato y fluye independientemente de la intención caricaturesca del autor. Las alusiones a Juan León Mera, Nicolás Martínez, Julio Zaldumbide y otros enemigos políticos de Montalvo tienen parecida estrategia. No obstante, Montalvo se permite incluir un comentario del autor al final del capítulo XLVI, para justificar la presencia de aquel bandolero ajusticiado en la horca por la Santa Hermandad que, al parecer, tenía el nombre de Ignacio Jarrín trazado sobre el pellejo de su brazo:

El pobre hombre, dijo Don Quijote, muere como ha vivido. ¿Piensas buen Sancho, que ese miserable habrá sido el espejo de las virtudes? Los vicios, los crímenes hicieron en su alma los mismos estragos que las gallinazas han hecho en su cuerpo. Asesinato, robo, traición, atentados contra el pudor son bestias feroces que devoran interiormente a los perversos. Ignacio Jarrín… o yo sé poco, o este es aquel famoso ladrón que dio en llamarse Ignacio de Veintemilla.[24]

            Esta consciencia de los límites autoimpuestos se revela en una carta, fechada en París, el 14 de septiembre de 1884, y dirigida a su sobrino Adriano, quien guardaba, en Ambato, una copia de los Capítulos: «Si no ocurre una desgracia en las minas del Salvador, los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes serán publicados. Está suprimida casi la tercera parte. No queda sino lo bueno y original»[25]. Esta supresión se comprueba, paradójicamente, debido a la existencia de algunos capítulos que el propio Montalvo eliminó de la versión para la imprenta y que fueron publicados a finales del siglo veinte por Jorge Jácome Clavijo, especialista en la obra montalvina.[26] De aquí que, en una conocida carta a Adriano, Montalvo le pide que destruya el manuscrito que aquel tiene por cuanto lo que ha corregido hace que aquellas páginas con alusiones política coyunturales ya carezcan de valor. Además, para Montalvo existe una razón moral que lo lleva a pedirle la destrucción del manuscrito:

La muerte de Zaldumbide, por otra parte, inutiliza muchos capítulos del Quijote; pues ya comprendes que la sátira a la tumba no cabe en un corazón bien formado y una naturaleza como la mía; tanto más cuanto que me ha dolido vivamente la temprana desaparición de ese antiguo amigo mío que fue, sin duda, el más querido de mi juventud. Los odios están muertos, las disensiones concluidas; no quiero hacer recuerdos que aflijan a los que lloran, ni que me apoquen a mis propios ojos.[27]

            En la escritura de los Capítulos, Montalvo tuvo que hacer una elección indispensable para definir el tiempo y espacio de su novela. En la medida en que le era imposible una continuación de la obra de Cervantes, por cuanto don Quijote muere al final, Montalvo optó por intercalar sus capítulos. Así, prefirió recrear al Quijote de la segunda parte de la novela cervantina, ubicando al suyo temporalmente después de la victoria sobre el Caballero de los Espejos y antes de la llegada del Quijote al castillo de los Duques.

            Limpia su novela de las referencias localistas y del ajuste de cuentas con sus enemigos políticos, Montalvo se concentra en el juego intertextual de su libro. El relato que publicara en 1867 quedó, finalmente, como el penúltimo capítulo de su libro, el LIX; su versión está podada de los detalles que eran necesarios cuando este fuera publicado como un ejercicio solitario de imitación y quedó más acorde al desarrollo de la narración de los Capítulos. En el siglo XIX, la novela de Montalvo desarrolla un juego hipertextual sin precedentes en la literatura latinoamericana. Su momento más alto llega cuando incluye un relato magistral —que ya hubiera querido la imaginación cervantina—, entre los capítulos LI y LVI, que narra la venganza urdida por el bachiller Sansón Carrasco, luego de que fuera derrotado bajo la máscara del Caballero de los Espejos. La historia culmina con una «nunca vista ni oída batalla» entre «el genuino y el falso Don Quijote».

            El relato de esta aventura comienza, en el capítulo LI. El bachiller Sansón Carrasco está conversando con el cura y el barbero, después de su derrota. El bachiller les revela la intención de enfrentarse nuevamente a Don Quijote, no solo para llevarlo de vuelta a casa sino también para vengarse de los golpes que recibiera en su primer duelo. Después de tres semanas emprende su aventura. En el siguiente capítulo, Don Quijote llega al castillo del barón de Montugtusa: aquí, Montalvo, con dejo de humor, introduce un topónimo de su provincia como parte del constante juego verbal de su novela. Al ser recibido por el ventero, Don Quijote se entera de que en el castillo que, como hemos de suponer, es una venta, se encuentra «un famoso caballero llamado Don Quijote de la Mancha» y que este caballero «ha cortado el ombligo» a las damas del castillo. La discreción de Don Quijote le impide dar un mentís inmediato al que considera el alcaide y prefiere, en medio de su asombro, averiguar con certeza lo que sucede con el usurpador de su nombre y su gloria.

            Como una suerte de réplica del maese Pedro, aparece en el capítulo LIII, el maestro Peluca, lo que da lugar a una graciosísima escena del cómico intentando llevar adelante una representación teatral y los espectadores interrumpiéndola, a cada momento, con sus comentarios y sus disputas por razones de juicio moral sobre los personajes, que son Lanzarote y la reina Ginebra. Este ambiente de chanza e intervenciones de personajes de comparsa llega a su culmen cuando don Pascual Osorio cuenta la historia de su desdichado matrimonio con una jovencita y el bachiller le riposta con versos burlescos.

            Al final del capítulo LV, el bachiller Carrasco jura escarmentar a quien ha ofendido el honor de don Pascual al haber escapado con la jovencita y proclama: «Sabed que soy Don Quijote de la Mancha, cuyo asunto es socorrer a los necesitados, castigar a los desaforados, enderezar los tuertos, y poner en orden el mundo. Para autenticar, en cierto modo, mi juramento, llamo y pongo de testigo a mi dulce amiga la sin par Dulcinea del Toboso». Al escuchar esta proclama, don Quijote, el verdadero, alza su voz y dice: «Miente por la mitad de la barba el hideputa que dice ser Don Quijote de la Mancha»[28]. La disputa verbal termina con el reto a singular batalla, el concierto para batirse a la mañana siguiente «y pusieron por condición de la batalla que el vencedor sería el verdadero Don Quijote, y el vencido, despojado de ese famoso nombre, iría a meterse a fraile»[29].

            El capítulo LVI, «De la nunca vista ni oída batalla que de poder a poder se dieron el genuino y el falso Don Quijote», es tanto una pieza maestra de humor como un ejemplo para entender el juego de la ficción literaria: un personaje de ficción se enfrenta a la invención que otro hace de él, para dilucidar cuál es el verdadero en el espacio del mundo novelesco.

            El bachiller Carrasco, conocido por su socarronería, decide almorzar opíparamente antes de la batalla y con ello tiene en ascuas a Don Quijote, a quien reconviene y le dice que no podrá combatir hasta que esté limpio, por cuanto, en la noche anterior, durante la presentación de los farsantes, Don Quijote, al haberse untado el ungüento de Hipermea, había contravenido las reglas de la caballería haciéndose invulnerable. Montalvo da cuenta del mismo universo cultural que utiliza Cervantes y su conocimiento del mundo de la caballería andante es similar al de este. De ahí que ponga en boca del bachiller esta formulación:

Los estatutos de las órdenes caballerescas dicen que el caballero no se ha de valer de sortilegios, amuletos, hechicerías, ni encantos que emboten las armas enemigas, y declaran caso de menos valer el presentarse con el prestigio de bálsamos, bebedizo, filtros, ungüentos y más porquerías de que se sirven los malos caballeros. Destruya vuesa merced la virtud del óleo mágico con se ungió y pulimentó anoche, y en condiciones iguales, de persona a persona, a pie o a caballo, aquí estoy para que midamos nuestras armas.[30]

            Así, mientras el bachiller Carrasco almorzaba sus manjares, Don Quijote cumplía un ritual de baños helados para anular los efectos del ungüento de Hipermea, según dictamen del propio bachiller. Estas acciones en paralelo del bachiller y don Quijote son, sin duda, un momento hilarante de una historia narrada con humor, con lo que Montalvo demuestra que maneja la misma espada que él atribuye a Cervantes, esto es, la risa. Finalmente, se da el duelo y Don Quijote, el verdadero, vence al impostor y cuando está a punto de cortarle la cabeza tiene que detenerse: «Cubriósele el corazón a don Quijote al hallar otra vez en el caído al propio bachiller Sansón, a quien ya había vencido en vano, y, llena el alma de amargura, dijo a su escudero: Tan desdichado soy que he de perder con buenas cartas»[31]. Montalvo, de esta manera, mantiene el mismo nivel de verosimilitud de Cervantes y evita, por segunda ocasión, que don Quijote dé muerte al bachiller.

            Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo, es una novela que da cuenta no solo de un impecable ejercicio de imitación de la escritura cervantina que incluye la apropiación del universo cultural de la novela original como producto de una reflexión estética sobre la misma, sino también de un inteligente e hilarante juego hipertextual que añade a las aventuras cervantinas una confrontación del verdadero don Quijote contra el ardid del bachiller Carrasco para obligar al hidalgo a regresar a casa.

El eros de la palabra y los libros

            Una librería puede ser vista como un lugar sagrado, una especie de templo laico en el que se rinde culto al pensamiento sobre el mundo y sus habitantes, a la creatividad de la ficción literaria, a la sabia tradición del canon y a la luminiscencia de la novedad. Y, aunque una librería es también un mercado, el libro, ese continente de palabras impresas, es un objeto al que hemos dotado de alma, de tal forma que cada librería conserva el aura mística del saber y la imaginación como producción espiritual del ser humano. La librería, por sublimación, también se presenta como ese lugar del deseo agazapado, del irrefrenable anhelo de poseer todos los libros que se cubre con el manto del intelecto y la sensibilidad: «La librería como iglesia parcialmente desacralizada y convertida en sex-shop»[32]

            En la novela Y no abras la ventana todavía (zarzuela ligera sin divisiones aparentes), de Sonia Manzano, estamos ante un juego metaliterario —en general, más intertextual que hipertextual, según la conceptualización de Genette—, que desacraliza la imagen romantizada de los escritores, sobre todo hombres, y los reduce a un catálogo de vanidades; por oposición, reivindica la irrupción de la voz femenina en tanto artista que se enfrenta al patriarcado intelectual. Asimismo, en esta novela, una librería está concebida como un espacio simbólico de la realización del eros, la palabra es un poderoso instrumento de seducción ante el que sucumben sus personajes y un programa radial posibilita la libertad de la palabra de las mujeres que hacen dicho programa.

            El exilio de Ernesto —el personaje escritor que regresa al país para hacerse cargo de la librería que es un negocio familiar de tres generaciones— es consecuencia de una violación. Los militares, «cuatro hombres vestidos de leopardos», rompen la puerta metálica para ingresar a la librería y, ya adentro, se dedican a «la sádica tarea de desalojar de sus perchas a varios gajos de libros que al caer al suelo eran pisoteados con la misma furibunda saña con la que se hace reventar a las palomas y a las uvas»[33]. Ernesto llega en medio de la violencia de los militares y también es objeto de la represión. La sevicia de los militares contra los libros es el testimonio de la irracionalidad del poder contra el uso de la palabra. Esta violación del hogar de eros que es la librería constituye, en términos simbólicos, una violación a la dignidad y al cuerpo de sus dueños a través de la agresión escatológica ejercida sobre los libros; sobre todo, en aquellos que, por su rareza, representan la intimidad de quien los posee; en este caso, la milicia perpetra la violencia sobre el eros e impone el terror:

Ernesto también sintió que cada libro estrellado contra la pared era un ladrillazo que recibía en plena espalda (como si en ésta hubiera experimentado el impacto de una paloma ciega sobrecargada de salivas escritas), y también experimentó la angustia que debe ser experimentada por quien desciende hasta el fondo de una laguna, maniatado de pies y manos, dentro de un saco de yute; y también supo que su presión sanguínea estaba bajo cero cuando otro de los leopardos ametralló en el suelo sus más preciadas curiosidades bibliográficas (que por ser curiosidades nunca había sido puestas a la venta), para después orinárselas, sin mayores contemplaciones de por medio…[34]

            Ernesto regresa de su exilio en México para, en primer lugar, asistir a un congreso de escritores al que es invitado, principalmente, para que, una vez terminada la dictadura, exhiba su condición de perseguido político: «estar en el destierro —sea por voluntad ajena o por la propia— tiene sus visos heroicos»[35]. Como estrategia metaliteraria, la autora deconstruye los mecanismos de poder del patriarcado intelectual a partir de la representación humorística de dicho mundillo. Así, bajo la denominación de «generación perdida», un crítico poco original había agrupado a los compañeros de promoción de Ernesto, quienes, con el tiempo, asumieron las riendas de la cultura oficialista, «circunstancia que, entre otros significativos réditos, les concediera la oportunidad de convertirse en los mentalizadores y ejecutores directos de un congreso extraordinarios de escritores (supuestamente también extraordinarios)»[36].

            Esta actitud crítica, desde la irreverencia, al mundillo del patriarcado intelectual tiene su antecedente en ese antológico relato metaliterario que es «La marcha de los batracios», de Lupe Rumazo. Dicho cuento parte de un suceso definitivo: Rubén Alado, novelista internacional, se ha suicidado clavándose un puñal en el corazón. A partir de aquello, Rumazo trabaja desde una voz narrativa que construye el mundo atormentado de los creadores, sus complicidades en el círculo intelectual y los usos de la retórica elegíaca en función de ejercicios de poder. Pero, lo que vuelve excepcional a dicho relato, es su estructura circular planteada y desarrollada con maestría en el propio relato.

            Rumazo plantea las dificultades del proceso de escritura desde la propia escritura. «La marcha de los batracios» es el título de la novela que, con muchas dificultades y paralizaciones creativas, Rubén Alado pretende escribir, pero también es la novela de la auténtica realización porque en ella confluyen verosimilitud literaria y verdad vital: «La novela no lograba pasar de las dos páginas aunque estuviera íntegra en su cabeza […] La novela que suplantaría las de Fuentes y Cortázar, porque ninguna de ellas tenía un origen maravilloso y extraño, de sangre y muerte en un corazón alanceado»[37].

            En la narración está esbozada una teoría del cuento que la autora desarrolla a través de la propia escritura del relato. Rubén Alado —personaje que aparece como quien escribe este cuento y que, al mismo tiempo, pretende hermanarse literariamente con Rubén Darío—, se contempla a sí mismo a través de un personaje que toma nota de cuanta acción realiza antes del suicido. Ese personaje es la voz narrativa que concluye el cuento con un final que cierra su estructura circular: «A mí tampoco me preguntan nada en este hotel. Rubén ya oigo tu máquina, como que ya vives para que yo empiece a morir. ¿Qué escribes? Escribes mi nombre:»[38]. La novela de Sonia Manzano también explora este mundo de los intelectuales y sus mecanismos de complicidad, con similar irreverencia a la de Lupe Rumazo. 

            Recién a los tres días, desde su llegada, Ernesto decide visitar la librería que, durante su exilio, había sido regentada por su padre: Él es un Telémaco navegante que va en busca de un Ulises sedentario. Pero, instantes antes de entrar, se enfrenta nuevamente al momento de la violación de la librería y de la propia tortura a la que fuera sometido por los militares y se queda paralizado. Ernesto se reencuentra no solo con el lugar del eros violentado sino también con su origen. Aquí acontece unos de los poquísimos pasajes de la novela en los que Ernesto, más allá de su arrogancia y banalidad, muestra su afecto cargado de verdad vital: ese origen es su padre, envejecido y enfermo, cuyas manos temblorosas estrecha: «Mientras cruzamos palabras, percibo que la intensidad de sus temblores se atenúa un poco, como si quisiera dejar de temblar aunque sólo sea por estos breves momentos en los que la ternura le concede la ley de gracia, casi póstuma, de volverme a ver»[39].

            En paralelo, el personaje de Sara Bernarda ha hecho del lenguaje una zona erógena y de las palabras una manera de acariciar al otro: «… las identidades verbales pueden hacer entre sí el amor sin la necesidad expresa de tener que acostarse»[40]. El eros se realiza en la palabra, aunque para Sara se trata de una forma de autocomplacencia pues su palabra no es un instrumento de seducción, sino una manera de relacionarse con la palabra de un prójimo que no conoce el poder del instrumento y que le permite ser seducida sin que el otro lo sepa; es decir, le permite que este juego de seducciones sea una autosatisfacción solitaria. La novela se abre con esta declaración que reivindica el eros de la palabra:

Mis mayores zonas erógenas están localizadas muy hacia el interior de mi cerebro: palabras intencionalmente sensuales —melifluas, maléficas, malversadas, tergiversadas o bienversadas— dichas con esa intensidad que sólo se genera en una auténticas inteligencia verbal, han ejercido sobre mí un irresistible influjo, tanto (y tan seguido) que por éstas me ha dejado encerrar en montañas y he consentido que se ahoguen en charcos donde nunca reflotó mi cadáver, embelesado como estaba en descubrir si hay más muerte después de la muerte que supone morir en una de esas bellas y peligrosas seducciones del lenguaje.[41]

            Por otra parte, Víctor Manuel Carranza, el padre de Sara, es un hombre que se comporta como un caballero a la antigua. Con este personaje, la autora introduce otro juego intertextual. Carranza ha tenido una extraña relación con Medardo Ángel Silva: esta se basa en que el poeta caminaba todas las tardes por el frente de la casa familiar de Carranza y desde la acera se escuchaba las interpretaciones al piano del joven Carranza. Silva, el poeta, es un caminante de la ciudad, un flâneur, y en tanto tal, contempla al personaje de la novela en la relación de ver y ser visto: «Le gustaba, en realidad le gustaba al poeta hacer ese obligado alto frente a esta recién descubierta fuente de Letheo en la cual también podían beber sus ansias infinitas acostumbradas a saciarse, casi exclusivamente, con placeres exóticos y ardores prohibidos»[42].

            La sensación de ser observado por Silva se prolonga hasta mucho tiempo después del suicidio del poeta. Carranza se vuelve un admirador incondicional del bardo y coincide con cada uno de los grupos que se congregaban para conmemorar el aniversario de la muerte de aquel: «Ahí, al pie mismo de la tumba del poeta —donde cada quién se encorvaba como un sauce llorón— convergían los últimos de los decapitados, los que todavía se desplazaban entre gobelinos de niebla con tal de llegar hasta reposaba la cabeza fisurada y cetrina de Silva»[43]. Carranza y los suyos se disputan la propiedad simbólica del muerto y se quedan hasta el final de la jornada para continuar con una tertulia que terminaba con la consabida polémica alrededor de la muerte de Silva y se formaban el bando que sostenía que fue suicidio, el que afirmaba que fue un crimen, y el de aquellos que creían que había sido una escena armada por el poeta para impresionar a su amada que terminó mal pues Silva no sabía manejar el revólver. La narración adquiere una tonalidad paródica para hablar de los epígonos del modernismo, que subsistieron hasta muy avanzado el siglo veinte, y de esta manera generar un discurso crítico sobre aquella escritura poética que carece de originalidad. La novela se mueve en una constante irreverencia hacia todo aquello que constituye el fingimiento, la adulación y la falsía del mundillo literario.

            Este juego de seducciones se complementa en el espacio de la radio. La señorita Martínez es una vieja maestra cuya vocación se vio impactada por la visita de Gabriela Mistral, en agosto de 1938, al Normal en donde había estudiado y en el que, para entonces, ya era una joven maestra: «La poeta fue el modelo referencial de la Srta. Martínez: vestimenta, austeridad, ternura y soltería fueron rasgos que ésta duplicó, sin esfuerzo, en su implícita manera de ser»[44]. Al igual que con Silva, con la ficcionalización de Mistral como partícipe marginal de un episodio de la vida del personaje novelesco, la autora nos envuelve en un juego metaliterario en el que los poetas del canon se introducen en la ficción literaria que estamos leyendo como si se tratase de un cameo cinematográfico.

            Al jubilarse como maestra, la señorita Martínez, persistente y metódica, se convierte en la directora de un programa radial de cultura. En este programa participan: el pianista Arreola, que fuera director del coro del Normal, Sara Bernarda, quien se convertirá en la pupila de la señorita Martínez; y Delmira, una bolerista cuya madre la había llevado a donde Arreola para que la formara como cantante, que interpreta un repertorio ecléctico que mezcla el canto culto y el popular.

            Delmira, de cuarenta años, vive con su hijo. Ella se había casado con un repartidor de películas que luego se dedica a vender sal y termina abandonándola. Tiene a su cargo las canciones del programa radial, acompañada al piano por el maestro Arreola. A través del programa radial, se produce el encuentro de Delmira con Ernesto, quien al escucharla es seducido por su voz: «Cerró los ojos y supo de qué color eran los ojos de la mujer que cantaba; tragó saliva y pudo sopesar la cantidad de sal que se agolpaba en las alas de metal cansado de quien debía tener algunas horas de rutinario vuelo»[45]. Ernesto va a visitarla a la radio y luego la invita a la librería. Luego del programa, se van caminando de la radio a la librería, acompañados de Sara, que al llegar se retira discretamente.

Ya solos no sabemos ni qué hacer, ni qué decir. Yo soy quien primero reacciona pidiéndole que encienda otra luz ya que con la que está encendida casi no se aprecia nada, entonces él me coge de la barbilla para decirme: «¿y para qué la luz? … En la discreta penumbra de la alcoba hay otro día / dormido en tus pupilas de violeta… / Un beso más para tu boca inquieta / y no abras la ventana todavía», y después de besarme con intensidad dulce y escueta contesta a la pregunta que le hacen mis ojos de discutible violeta informándome que los versos que me acaba de decir pertenecen a un poema de Medardo Ángel Silva que a él le gustan mucho.[46]

            Él la lleva hacia el fondo de la librería, abre una puerta y entran en una especie de reservado. Este es un momento climático, no solo porque el verso que da título a la novela revela la plenitud de su sentido erótico, sino porque asistimos a una escena en donde la librería cumple su función de espacio para la realización plena del eros de la palabra. En esta escena central de la trama, la novela de Sonia Manzano muestra su relación hipertextual con el poema de Medardo Ángel Silva. Ese lugar de las palabras, ahí donde los libros son objeto de culto y de mitificación, es también el lugar del deseo y, por tanto, simboliza la recuperación de la librería, en tanto cuerpo que fuera violentado por los militares y ahora es espacio de realización de la aventura amorosa de los cuerpos. El eros de la novela de Manzano es una realización del eros del verso de Silva.

            Pero Ernesto no estaba dispuesto a llevar una relación de pareja, más allá del matrimonio mal avenido en el que vivía. Por eso, en el momento en que Delmira empieza a utilizar la seducción conmovedora de su palabra y le declara que ha empezado a quererlo, él se aleja de ella: «Puse distancia insalvable entre el hombre que se había quedado escuchándote y el hombre que verdaderamente soy: un impedido de establecer vínculos de amor con persona alguna, acostumbrado como estoy a solo soportar al hombre solitario que en realidad me contiene»[47]. Ernesto se aleja de la palabra de Delmira porque esa palabra lleva en sí la seducción amorosa y, por tanto, la construcción de unos lazos afectivos con los que este no quiere comprometerse por ser un descreído del amor.

            Luego de esta ruptura, Sara y Delmira comienzan a salir e ir juntas a todo sarao intelectual. En las reuniones, Delmira suele pasarse de copas y Sara es quien mantiene a raya a los pretendientes, artistas y poetas, que quieren aprovecharse de esta situación, como parte de ese ritual del macho siempre al acecho. Sara es quien cuida a Delmira y la protege de sus excesos; al final de cada sarao la rescata y la lleva a una cafetería para que se le pase la borrachera antes de dejarla en su casa. Al comienzo de la novela, Sara Bernarda dice de sí misma, en función metatextual: «Luzco declamatoria y soy declamatoria: estoy estrechamente ligada al aspecto ornamental del lenguaje»[48]. No obstante, Ernesto, al meditar sobre la dupla que hacen Delmira y Sara, dirá de la segunda que «es una mujer a flor de piel, a flor de lenguaje altamente erotizado y erotizante»[49].

            La estructura de la novela está planteada, desde el subtítulo, como una zarzuela ligera. Por ello, el acto final es una escena de conjunto: comienza en el cementerio, en el reino de Tánatos, con un apoteósico homenaje fúnebre a Medardo Ángel Silva, organizado por el padre de Sara; en él, Delmira da su voz para acompañar la línea melódica de la elegía de Massenet. En medio de Tánatos, a través del canto, emerge Eros. Y se mezclan, de manera ambigua y polisémica, los deseos de Sara, de Delmira y de Ernesto, todos ellos anclados siempre en los libros y las palabras.

            En resumen, Y no abras la ventana todavía, de Sonia Manzano, es una novela que conjuga el eros de la palabra y los libros, que desarrolla un juego metaliterario e intertextual cargado de irreverencia y que se apropia de un poema modernista como el hipotexto del que fluye el juego hipertextual; una novela que, en términos críticos, reivindica la voz femenina y que está protagonizada por intelectuales atravesados por el deseo que genera el lenguaje. La propia Manzano lo dirá en un poema posterior: «Todo esto pasó / así como lo cuento / palabra de mujer / palabra sagrada / palabra por completo consagrada / a ser siempre mujer / sin dejar de ser palabra»[50].

Una ucronía del indigenismo

            ¿Una conspiración política y literaria de tres escritores y un pintor que se dan aires de revolucionarios en contra de un viejo escritor conservador? ¿El robo de una novela para evitar su publicación e impedir que el autor, deprimido por la pérdida de su obra, acepte la candidatura a vicepresidente de la República? ¿La transformación de un personaje literario en una persona que reclama al autor del texto por darle existencia como producto de la violencia sexual de la que eran objeto las indias por parte de sus patrones en las haciendas?

            Eliécer Cárdenas ha logrado con El Pinar de Segismundo una extraordinaria novela construida desde un singular diálogo intertextual, protagonizada por escritores y artistas, algunos de ellos convertidos por circunstancias anecdóticas en ladrones aficionados; contada con el espíritu picaresco de una prosa que derrocha humor inteligente; transformada en un artefacto lúdico que se alimenta de personajes e historias del mundillo cultural de una época. Literatura hecha con literatura para la construcción de la ficción literaria.

            Gonzalo Zaldumbide escribió su Égloga trágica entre 1910 y 1911 y la publicó completa, por primera vez, en 1956; Cárdenas detiene el tiempo en ese año y convoca un complot hilarante urdido por artistas. Zaldumbide es un posible candidato a la vicepresidencia en fórmula con Camilo Ponce Enríquez para presidente. Zaldumbide, por consejo de un personaje de ficción llamado Ricardo Arellano, que luego adoptará la identidad de Grijalva, esconde las cuatro partes de su novela en sendos lugares, tan disímiles, como la leprosería de Verde Cruz, la biblioteca jesuita de Cotocollao, un antiguo obraje en la hacienda El Pinar, del propio Zaldumbide, y la casa parroquial de Malacatos.

            Los complotados —por convocatoria de Grijalva para llevar a cabo el hurto de la novela de Zaldumbide, supuestamente a nombre del maestro Benjamín Carrión— son nada menos que Jorge Icaza, G. h. Mata, César Dávila Andrade y Oswaldo Guayasamín. En medio de los hurtos, llegan a Quito José María Pemán, Lola Flores y una caravana de artistas en representación del régimen de Francisco Franco; al mismo tiempo, llega, desde su exilio en México, el poeta León Felipe. Semejante concurrencia de personalidades y sucesos genera una hilarante comedia poblada de referencias intertextuales y metaliterarias. Acerca de los complotados, Zaldumbide tiene su propia opinión y sus palabras no dejan de causar una cierta sonrisa:

A ese poeta César tampoco lo he oído mencionar. Guayasamín, sé que es un pintor que pinta grotescos indios en posturas tremendistas. Icaza, claro, el autor de una monstruosidad literaria por desgracia famosa a nivel internacional. A ese Huasipungo no conseguí leerlo, por sus repugnantes y tediosas escenas y su estilo contrahecho. Ah, G. h., un sujeto de buena familia pero de pésimas ideas, suele visitarme a veces. Dice que me admira pero yo sé que escribe opúsculos groseros en mi contra.[51]

            El personaje de G. h. Mata se convierte, desde un comienzo, en una figura desopilante. Apenas se topa con Icaza, momentos antes de entrar a la casa de Benjamín Carrión, lo saluda con un «Señor Huasipungo, ¡qué sorpresa!»[52], y cuando, ya adentro de la casa, saluda con Guayasamín, le dice con venenosa intención: «¿Por qué pintas a todo el mundo como si fueran indios borrachos?»[53]. Inmediatamente nos enteramos de las andanzas anti-Montalvo de Mata, a quien Juan Montalvo le parecía «un malparto del diccionario». Dado que a sus diecisiete años lo habían obligado a leer los Siete tratados, y de esa lectura había terminado enfermo, Mata había jurado vengarse del polemista ambateño: «todos los años, de ser posible, iría hasta la Casa Museo de Montalvo, célebre monumento en la ciudad nativa del “Cervantes americano”, para mearse al pie del túmulo severo sobre el cual se exponía a la reverencia pública la mal conservada momia de Don Juan»[54]. En este episodio anti-Montalvo, la irreverencia de un parricida generacional está llevada, juguetonamente, a un extremo escatológico: orinarse encima del padre, hacer aguas menores, dejar algo de sí mismo, un rastro de reconocimiento y rechazo al mismo tiempo como todo parricidio.

            El juego intertextual combina de entrada los paradigmas literarios de dos siglos. La referencia a Montalvo y su prosa castiza y la referencia a la prosa preciosista de Égloga trágica, de Gonzalo Zaldumbide, hijo de Julio, que fue amigo y luego se enemistó con Montalvo, multiplica sus sentidos con la presencia de Icaza y el resto de los complotados. En el acto de planificar la desaparición de Égloga trágica, novela más ligada al romanticismo tardío que al modernismo del tiempo cuando fue escrita y completamente anacrónica para el año en que fue publicada, está la de la confrontación del indianismo del siglo diecinueve contra el indigenismo vanguardista. Égloga trágica es la mirada del latifundista, los indios son parte natural del paisaje y está ubicada, en términos estéticos, en las antípodas de Huasipungo.

            El motivo de la intriga no es, únicamente, un asunto anecdótico. Simbólicamente, es el anhelo de impedir que el pasado feudal continúe existiendo en un presente que se vislumbra como revolucionario en las formas y los conceptos estéticos. Icaza, en aquel 1956, está escribiendo El chulla Romero y Flores, mientras que César Dávila Andrade está haciendo lo propio con su Boletín y elegía de las mitas. Guayasamín ya ha asombrado —y también ha causado la envidia de tantos como le sucedió en cada momento renovador de su vida artística— con su monumental exposición Huacayñán. Las nombradas, en sus respectivos géneros, son obras que superan en todo sentido la pertinencia de publicar, en 1956, Égloga trágica, una novela que, en 1911, cuando fue escrita, ya pertenecía al pasado.

            Las acciones de G. h. Mata, Guayasamín y la de Tíber, que cumple el encargo del poeta Dávila Andrade, para llevar a cabo el hurto que les corresponde son representaciones hilarantes, embebidas de la tradición picaresca. Mata organiza un recital poético para los leprosos; Guayasamín se disfraza de fraile dominico; y Tíber, un personaje cañarejo que disfruta embromando al prójimo, viaja en su camioneta desde Quito hasta Loja para engañar al cura de Malacatos. Icaza, por su lado, se disfraza de campesino para ingresar a la hacienda de Zaldumbide. La narración de estos episodios hace gala de una narrativa lúdica: la imaginación no escatima peripecias para convertir a quienes leen la novela en cómplices de aquellos ladrones aficionados.

            Zaldumbide es el representante de la colonia, de la sociedad señorial y de los modos feudales de la dominación que, aunque agonizantes, aún conservaban poder político en el país de entonces: la recepción que organiza en su hacienda para José María Pemán, que le ha prometido un prólogo para su Égloga, y la compañía de artistas, incluida Lola Flores, que han llegado a Ecuador como parte de la propaganda cultural del franquismo, se contrapone, en términos simbólicos, a la llegada del poeta León Felipe, exiliado en México, que arriba en el mismo avión que Pemán y compañía. Aquí la literatura, afincada en poderosos elementos intertextuales, desarrolla un juego simbólico que permite asumir, desde el humor, la confrontación política e ideológica que plantea la propia novela.

            Cárdenas, en este sentido, hace uso de una libertad sin límites para construir situaciones anecdóticas y desarrollar giros inesperados de la intriga. El paseo por las calles del Quito colonial de Jorge Icaza con Lola Flores —quienes se encuentran por primera vez en El Pinar, la hacienda de Zaldumbide, mientras Icaza lleva a cabo el hurto de la tercera parte del manuscrito de la Égloga—, es una joya de la narrativa picaresca. Asimismo, la invención sobre el porqué el chulla de la novela de Icaza se llama Romero y Flores nos ubica en la especulación libre: Romero, por el poeta Remigio Romero y Cordero que una mañana visita la librería del escritor, y Flores, en recuerdo de su entrañable noche con Lola.

            El poeta Romero y Cordero le pregunta a Icaza si se habían vendido ejemplares de su poemario y este le responde: «Ninguno, don Remigio —Icaza sintió pena al responder aquella simple verdad—. La poesía no se vende, a excepción de las obras de Neruda»[55]. Este espíritu de chanza atraviesa la novela. Cuando se reúnen para recibir las instrucciones de Grijalva y este les dice que nadie debe ingerir alcohol para evitar que César Dávila lo haga, Guayasamín responde: «César es un poeta, y a estos se les debe perdonar todo […] a los que hay que prohibirles la bebida es a los novelistas, porque de borrachos escriben pendejadas»[56]. Y borracho es como termina Icaza la noche de su cita con Lola Flores, quien a la mañana siguiente le dice con espíritu libre: «—¡Josú! Empinaste el codo más de la cuenta y dormiste la mona como un bendito […] No tengas pena, aventurero, que entre nosotros no ha pasado ná de ná. Mejor para mi honor, el de mi hombre y el de mi churumbela»[57].

            La novela reedita una disputa política de nuestro canon literario: el enfrentamiento del indigenismo como denuncia de la situación del indio en una nación mestiza que, en su afán por integrarlo, intentó despojarlo de su cultura, es decir, de su humanidad; contra el indianismo como representación del indio en tanto una figura natural del paisaje, que por su condición arcaica habrá de desaparecer con la llegada del progreso. Lo paradójico es que, en ambos proyectos de nación, aparentemente opuestos, el indio resulta un sujeto manipulado en función de un mestizaje excluyente de la diversidad. Y, no obstante, con ambas propuestas estéticas se edifica la tradición canónica. Como ha señalado la crítica Alicia Ortega: 

Esta rica interacción dialógica, en la que varias narraciones se encuentran, nos devuelve, en tanto lectores, a una biblioteca original que no deja de reinventarse: aquella que pervive en nuestra memoria y hace posible el juego intertextual que revitaliza y desempolva los textos canonizados. Los escritores del pasado nos interpelan desde la lúdica, y lúcida, carnalidad de una escritura que los reinventa y actualiza.[58]

            La resolución de la intriga novelesca nos plantea una reflexión sobre la verdad de la literatura versus la verdad relativa del mundo real. Los niveles de la realidad se fusionan como en la novela de Cervantes, al final, cuando tenemos a Alonso Quijano hablando, como la persona que es, acerca del personaje del Quijote que aquel ha dejado de representar, puesto que dice haber recobrado la cordura. El diálogo entre Zaldumbide y Arellano es una conversación entre un personaje y su autor, en la que el personaje le reclama que el origen de su existencia sea el resultado de la violación de una indígena por parte de su patrón:

—Arellano (con rudeza): Yo soy el hijo de aquella infeliz india sierva de la hacienda El Pinar.
—Don Gonzalo (con extrañeza): Continúo sin comprender, señor, Mariucha es el producto de mi imaginación de narrador. Careció de existencia real.
—Arellano (irónico): ¿Ha leído usted a Freud? Él dice que las acciones que el nivel consciente reprime son olvidadas o convertidas en sueños, en ficción.
[…]
—Don Gonzalo (con la voz trémula): ¿Eres hijo mío entonces?
—Arellano (brusco): Soy hijo de Segismundo, el personaje de la novela. (Pausa). En cuanto a la infeliz Mariucha, murió, por lo que sé, hace bastantes años, víctima de alguna de las epidemias causadas por el abandono y la desventura que acaban con los indios.[59]

            Zaldumbide se queda intrigado sobre qué es verdad y qué es ficción luego del diálogo con Arellano. En las últimas páginas de la novela, Zaldumbide conversa con un Benjamín Carrión, próximo a su exilio, prolongando los cuestionamientos que le generara su conversación con aquel que aseguraba ser hijo de Segismundo, el personaje de Égloga trágica, convertido por efectos de la novela de Cárdenas en un hijo del personaje literario de Zaldumbide: «—¿Cree usted que un autor pueda engendrar hijos de carne y hueso con su literatura?»[60].

            El Pinar de Segismundo, de Eliécer Cárdenas, logra inventar personajes que actúan como las personas del mundillo literario y artístico que representan, en un escenario teatral signado por el humor. Hay pequeños guiños que muestran a los escritores Raúl Pérez Torres y Carlos Carrión cuando eran adolescentes: el primero, comprando en la librería de Icaza los dos tomos de Los miserables; el segundo, como mensajero para engañar al cura de Malacatos; y hasta el propio autor se cuela en la trama como el niño Huguito, ayudante de ese ejemplar de nuestra picaresca que es el personaje de Tíber. La novela de Zaldumbide se podría entender como un hipotexto de presencia tácita en la novela de Cárdenas, cuya estrategia narrativa consiste en el permanente desarrollo de un juego de contrapunteo intertextual: se trata de una ucronía de amplio espectro lúdico en nuestra novelística.

La novela de la diversidad textual

            El grupo de los Tzántzicos, en el Ecuador de los años 60, fue un movimiento literario insurgente que hizo del parricidio una actitud intelectual y se definió a sí mismo como una alternativa estética, ética y política frente a la cultura oficial. En su «Primer manifiesto», bajo la consigna de transformar el mundo, expusieron parte de su ideario: «Hemos sentido la necesidad de reducir muchas cabezas, (la única manera de quitar la podredumbre). Cabezas y cabezas caerán y con ellas himnos a la virgen, panfletos y gritos fascistas, sonetos a la amada que se fue, cuadros pintados con escuadra y vacíos de contenido, twists USA, etc., etc.»[61].

            Como la casi totalidad de los cenáculos intelectuales de aquella época, en el grupo de los Tzánticos no hubo mujeres. Apenas cuatro poemas y un cuento escritos por mujeres aparecieron en las páginas de Pucuna, la revista del grupo.[62] De esta falencia, que es estructural a la sociedad en la que se produce la irrupción del tzantzismo, se vale Mónica Ojeda, en La desfiguración Silva, para presentarnos un personaje llamado Gianella Silva que habría integrado dicho grupo como cineasta de cortometrajes, y a quien, según la novela, los tzántzicos deben su nombre:

Se sabe también que, durante una de esas reuniones de crítica cultural, en casa de dos pintores amigos de Ulises, surgió el Movimiento Tzántzico; que la idea fue de Gianella, quien propuso el nombre a partir del ritual indígena de los Shuar. También se sabe que dijo algo parecido a esto: «Hay que reducir las cabezas de los intelectualoides quiteños y encogerlas hasta que adquieran el tamaño real de sus ideas».
Se dice que todos la aplaudieron.[63]

            La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una deslumbrante novela cuya estrategia narrativa, como en un collage, transforma una variada gama de géneros discursivos en un lenguaje literario que se alimenta de la diversidad textual y se deconstruye a sí mismo, en un permanente juego intertextual. En una cascada lúdica, a través de un trío de personajes, la autora inventa el personaje de una artista, supuestamente desconocida hasta hoy, que habría integrado el movimiento Tzántzico de los sesenta en Ecuador. Y, con la invención de Gianella Silva, desde la crítica feminista, la autora llama la atención acerca de la ausencia de la mujer en el panorama de nuestras letras, en similar actitud crítica que la utilizada por Sonia Manzano en la novela ya comentada. Asimismo, parecería que los personajes de la novela de Ojeda construyen su propio hipotexto, a partir del guion atribuido a Gianella Silva, como referencia para el juego hipertextual que ellos mismos protagonizan en la variedad discursiva de sus escritos.

            La vida de Gianella Silva (1940-1988) está narrada desde un inteligente juego de la metaficción: estamos ante un personaje creado en la misma historia novelesca por otros personajes de la propia novela: los hermanos Irene, Emilio y Cecilia Terán, construidos en la tradición de los brillantes y singulares hermanos Glass, de J. D. Salinger. Pero el juego es más profundo aún: en la novela existe otro personaje llamado Gianella Silva, que es una fotógrafa de veinte años, amiga de los hermanos Terán. Ambos personajes se disputan su existencia en la realidad de la ficción novelesca: Gianella Silva, la fotógrafa, siente que debe defender su condición de persona real, desde antes de que se descubriera la superchería de los hermanos Terán, frente a la existencia del personaje de la cineasta tzántzica Gianella Silva que ya está muerta, pero que le ha arrebatado su nombre. «La verdad, la única en este desierto de repeticiones, es que mi nombre no es Gianella Silva: es Gianella Silva»[64]. La Gianella Silva, fotógrafa, se reconoce en su nombre, pero no en el nombre de la cineasta tzántzica.[65] En su «Cuaderno de rodaje», el personaje de la novela de Ojeda, enfrentado al personaje del guion de los hermanos Terán, se percibe como un ente que pierde su configuración y que se diluye en la invención de la otra; y a partir del juego de la transmutación de lo real en ficticio y viceversa, arribamos, desde la diégesis, al título de la novela:

A Gianella Silva (la otra Gianella Silva), la percibo como un parásito (quizás eso es lo único que tenemos en común); se alimenta de mí a través de los Terán y, en el proceso, se convierte en un ser real y yo en un personaje. Poco a poco (lo sé; lo siento) me voy transformando en su desfiguración, en la representación imperfecta y fragmentada de su imagen.
Los Terán juegan a hacerme desaparecer detrás de una ficción.
Título: «La desfiguración Silva»[66].

            Los personajes de la novela viven en el mundo del arte: estudian y enseñan teatro, cine y literatura. Esta situación le permite a la autora desarrollar una serie de debates sobre el arte conceptual y su validez, la relación entre la escritura cinematográfica y la literatura, la moralidad del arte y los mecanismos de la violencia sobre los cuerpos, el funcionamiento del mecanismo de las influencias, etc., con las consiguientes referencias y juegos intertextuales de los que está poblada la novela. Al mismo tiempo, esta variedad temática se expresa en una variedad de géneros discursivos: entrevistas (retocadas y no), testimonios, cuaderno de apuntes, el guion de un cortometraje titulado Amazona jadeando en la gran garganta oscura, —que es un verso del poema «Formas», de Alejandra Pizarnik—[67], fotografías, poemas, un ensayo académico publicado en una revista cultural cuyo nombre es un guiño a Guaraguao, revista de cultura latinoamericana.   

            La invención de Gianella Silva, la cineasta tzántzica, se presenta como el elemento lúdico central de esta novela. El capítulo «Papeles encontrados. Breve biografía de Gianella Silva (1940-1988)»[68] es un texto de ficción dentro de la ficción. Los hermanos Terán, Irene, Emilio y María Cecilia, que se mueven como un trío indisoluble de estetas amorales, que siempre anda tramando algo y utilizando a los demás para sus propios fines, son los creadores de Gianella Silva. El trío la dota de una biografía, personal y artística, a la que le falta la riqueza política del momento histórico en que surgió el tzantzismo, de tal manera que los hermanos nos entregan una historia novelesca, destinada a engañar al mundo ficticio, dentro de la ficción novelesca de la que ellos también son personajes.

            Al mismo tiempo, los cinéfilos hermanos Terán se convierten en autores de la filmografía de Gianella Silva y de su recepción crítica: inventan las sinopsis de los supuestos cortometrajes de Silva al tiempo que inventan los comentarios que los tzántzicos escriben acerca de la obra de aquella. De esta forma, los personajes de la novela fabrican algunos elementos paratextuales y metatextuales de la novela. Luego, convencerán a Michel Duboc para que escriba un artículo académico sobre esta cineasta cuya obra se ha perdido. Y, no obstante que los hermanos Terán se presentan como los autores del cortometraje Amazona jadeando en la gran garganta oscura, dedicado a la memoria de Silva, lo incluyen en la filmografía de esta última. Gianella Silva, la fotógrafa, comentará lo que le dice Cecilia Terán, en términos de lo que para ella significa la disolución de su propia identidad en el juego de espejos que representan Gianella fotógrafa / Gianella cineasta tzántzica: «“De Amazona jadeando en la gran garganta oscura se podría decir: este es el corto de Gianella Silva, el personaje que lo ha escrito en los autores”, me dijo y, aunque parezca imposible, yo no supe si hablaba de mí o de la otra»[69].

            Daniel, el profesor al que los hermanos Terán tienden una trampa con el hallazgo de un guion, supuestamente escrito por Gianella Silva, condena la falsificación de los ejemplares de Pucuna, que llevan a cabo los hermanos. En cambio, el brasileño Duboc, amigo de Daniel, que también es utilizado por los Terán e inducido por estos a escribir el ya mencionado artículo académico sobre Gianella Silva, justifica a los hermanos pues considera que lo hecho por ellos es un trabajo de arte conceptual digno de admiración. Los Terán parecen sentirse como huérfanos que necesitan matar a su padre muerto.

—La historia empieza con la escritura —me dijo Duboc por teléfono—. Tienes que entenderlo o estás jodido: lo que ellos querían era cambiar una parte de la historia, agregar una mujer a los tzántzicos, una cineasta brillante en donde no hubo cineastas brillantes; una mujer en donde solo hubo hombres y también inventar a la mejor creadora que haya existido jamás en ese país de mierda. Son jóvenes que se avergüenzan de no tener tradición, de no tener padres ni un pasado, o sí: de ser hijos de una tradición que los caga en su puta madre.[70]

            La cuestión en disputa tiene que ver con el tema recurrente de la verdad y la mentira en la obra de arte, y, además, con la construcción de una tradición en el marco de una historiografía artística y literaria que, para las demandas de las generaciones presentes, carece de elementos significativos. Volvemos al planteamiento parricida de los tzántzicos que estaban dispuestos a reducir la cabeza de todos sus antecesores para destruir un pasado colonial. Sin embargo, para los hermanos Terán, en distanciamiento ideológico de los planteamientos de los tzántzicos, la invención de una tradición es solo un juego esteticista sin historia, es decir, vaciado de la acción y militancia políticas que cohesionaba al tzantzismo.

            Un tipo de novela contemporánea es similar a una colcha de retazos que se arma con fragmentos de diversa procedencia. La novela de Mónica Ojeda está armada de aquella manera. Al interior de la novela, «El cuaderno de rodaje, por Gianella Silva»[71] aparece como un capítulo, armado también como una colcha de retazos, que incursiona en los debates contemporáneos sobre el lenguaje del cine y la literatura y, al mismo tiempo, sobre la escritura como artificio representacional del mundo, tal como lo plantearan Shklovski y Jakobson: «Escribir no es natural. Escribir es ir contra la naturaleza inane de la lengua»[72]. Gianella Silva se ejercita en el mecanismo borgeano de crear una bibliografía, es decir títulos sin obra como en el caso de Pierre Mernard, y, además, reinterpreta a su modo al emblemático escritor del siglo veinte del Quijote, cargándolo de una lectura contemporánea signada por la novedad:

Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Lo imagino en un museo de arte contemporáneo exponiendo una página arrancada de Don Quijote de la Mancha y firmándola con su nombre. Imagino a varios curadores discutiendo el genial concepto de la literatura como un organismo pluricelular en el que sus células (obras) interactúan necesariamente con otras, y por lo tanto, ninguna lectura o escritura existe de forma independiente.
Pero Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Y eso hay que recordarlo.[73]

            La diversidad textual e invención de la cineasta tzántzica Gianella Silva se conjugan con una multiplicidad de referencias artísticas, literarias y cinematográficas que hacen de la novela un desafío intelectual en cada disquisición teorética. Marcelo Báez, que también ha escrito la bioficción de un personaje inventado, señaló que la novela de Ojeda «es un texto que no solo contiene teoría, sino que también genera teoría. En ese sentido, la obra funciona como una teoría de la novela o una teoría de la representación El texto en sí mismo contiene todas las coartadas teóricas sobre cualquier tema que se le quiera cuestionar»[74]. La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una novela de escritura impecable e implacable que convierte al texto en un espacio que involucra a sus lectores en un deslumbrante juego intertextual.

La impostura hipertextual

            En el capítulo «Cronología biobliográfica (IV)», de Nunca más Amarilis, de Marcelo Báez Meza, el narrador dice que, para 1981: «El consejo editorial de la Revista Cuadernos de la Universidad Católica Santiago de Guayaquil acepta publicar un poema de Márgara Sáenz para el número 10. La autora le envía una carta a Raúl Vallejo Corral, miembro del comité, rechazando el ser publicada en la sección “Aprendices de brujo”»[75]. El dato es correcto, pero está incompleto. En realidad, la carta de Márgara Sáenz hizo que el comité revisara el proceso; finalmente, decidimos que el poema no se publicaría, pues, más allá de que este tenía deudas impagables con la poesía de Antonio Cisneros, carta y poema lucían sospechosamente apócrifos. Como era de esperarse, la carta de Márgara Sáenz no fue respondida. Así, embromando al texto desde el texto, es como, durante la lectura, se entra en el juego metaficcional que plantea la novela Nunca más Amarilis.

           Márgara Sáenz es el nombre de una poeta ecuatoriana incluida por tres escritores peruanos, Mirko Lauer, Abelardo Oquendo y Antonio Cisneros, en la antología Poemas del amor erótico[76] con un poema sin título, que proviene del supuesto libro Otra vez Amarilis. En una entrevista para Buen Salvaje que le hiciera Dante Trujillo, en 2011, Abelardo Oquendo precisa: «Ahí [en Poemas del amor erótico] hay dos poetas inventados. Un uruguayo [Diego Dónovan Azuela], que inventó Mirko, y una ecuatoriana, que inventé yo»[77]. Los peruanos, en términos de Genette, inician este juego hipertextual que se extiende a todo lo que rodea a Márgara Sáenz pues, con el título del supuesto libro de Sáenz, nos ofrecen la pista para remitirnos al hipotexto que contiene el caso de Amarilis, la inidentificada con certidumbre, poeta peruana que escribiera la «Carta a Belardo», texto que Lope de Vega incluyó en La Filomena, con otras diversas rimas, prosas y versos y a la que él respondió en el mismo libro con los tercetos unificados de «Belardo a Amarilis». Al mismo tiempo, la novela de Báez, en este juego hipertextual del que estamos hablando, por un giro en su pacto de verosimilitud con los lectores, se transforma, desde la ficción que ella misma crea, en el hipotexto del poema de la antología de marras.

           Aunque parezca más propio de la ficción que de la realidad, Márgara Sáenz, según la investigación realizada por el propio Báez que está incluida como un capítulo de su novela, aparece en ocho antologías publicadas en varios países por prestigiosas editoriales.[78] Así, el de Márgara Sáenz es un caso particular en la historiografía de la literatura hispanoamericana, pues, a partir de un divertimento literario la poeta y su texto se convirtieron en un bulo poético que circula en libros y en innumerables sitios de Internet, de tal forma que, incluso, «en San Valentín puedes usar el celebrado poema “De otra vez Amarilis” para enviárselo a tu pareja. Una plataforma te ofrece un par de versos del mentado texto erótico en una tipografía bonita y un fondo vistoso»[79].

           A partir de la invención de los peruanos, Marcelo Báez ha escrito una excepcional novela, basada en una exhaustiva investigación de corte académico sobre lo que llama «la impostura metatextual». En Nunca más Amarilis la propuesta de la metaficción se desarrolla en clave lúdica de manera totalizante pues consigue abarcar casi todo el espectro y las aristas del juego que plantea y desarrolla, de tal forma que se puede afirmar que esta novela es un paradigma de cómo trabajar las referencias metaliterarias en función de la escritura novelesca.

           Tanto en el título como en el subtítulo, «Bioficción definitiva de Márgara Sáenz», el autor abre el escenario lúdico de su novela y el del pacto literario que habrá de proponer a sus lectores. En el caso del título, dado que el libro fue enviado a un concurso con el nombre de Miguel Donoso Pareja, el autor, al tiempo que construye un contrapunto con el título del supuesto libro de Sáenz, Otra vez Amarilis, hace un guiño a Nunca más el mar, novela de Donoso Pareja, y se inscribe en la tradición de la impostura. En el caso del subtítulo, si la bioficción es el relato con elementos de ficción de la biografía de una persona y, en este caso, la biografiada es un personaje inventado, estamos ante un doble juego de la ficción, en la línea de ancestros, similar al que lleva a cabo Cervantes en la segunda parte del Quijote: la invención de una vida novelada para un personaje que es una invención literaria. La condición definitiva de esta bioficción añade un elemento que cierra las posibilidades de que otras plumas —bien podría decir la pluma de Báez, montándose en la tradición cervantina: «Para mí sola nació Márgara Sáenz, y yo para ella»— continúen escribiendo sobre la vida del personaje:

La Amarilis ha perdido sus hojas para regresar a la sombra.
Ya nadie puede regarla.
Nunca más Amarilis.
Que tengan cuidado las personas que te quieren inventar porque pueden convertirse en víctimas de su propia invención.[80]

           No obstante que, en Poemas del amor erótico, los compiladores consignan el natalicio y la muerte de Márgara Sáenz: «Guayaquil, 1937-1964», Marcelo Báez ha refutado esa ligereza del trío peruano y, con la misma libertad de la que estos hicieron uso, ha creado en la escritura de Nunca más Amarilis una vida literaria para convertir a esta poeta apócrifa en una realidad de la ficción novelesca.[81] En la cronología biobliográfica, Báez señala 1948 como año de nacimiento y ofrece los datos familiares básicos de Márgara Sáenz:

Nace en Guayaquil el 29 de febrero de año bisiesto. Es la última hija de Roberto Sáenz, un profesor de Matemáticas del Colegio 28 de Mayo, y de Aitana Alcedo, una costurera. El 1 de marzo es bautizada como Márgara Amarilis Sáenz Alcedo. Tiene tres hermanos mayores: Aníbal, nacido en 1944; Matías, en 1946, y Joselo en 1947.[82] 

           En Nunca más Amarilis encontramos un divertimento estético a base de guiños literarios de variada índole: por sus páginas transitan historias de juegos metatextuales sobre Juan Ramón Jiménez y Jorge Luis Borges; el autor incluye a Márgara Sáenz en varios episodios públicos relacionados con escritores, como los plagios de Alfredo Bryce Echenique, o la revelación que hizo José Donoso sobre su homosexualidad, a quien lo empareja con el también inventado poeta uruguayo Diego Dónovan Azuela; e, incluso, da cuenta de un «tórrido romance» entre Márgara Sáenz y Marcelo Chiriboga, el apócrifo escritor ecuatoriano del Boom, inventado por Donoso y Carlos Fuentes; asimismo, revela la relación de Sáenz con el poeta Fernando Nieto Cadena, a quien conoce durante una conferencia en la Universidad de Babahoyo, en 1978: «Entre ambos surge una gran pasión que se interrumpe con la ida de Nieto a México»[83]

           La novela tiene dos voces narrativas principales que participan en el juego metaliterario y apuntalan la verosimilitud de la historia: una primera persona narrativa, que es la voz de Márgara Sáenz, lo que permite que ella cuente su vida desde su propia perspectiva; esta se combina con una voz en tercera persona, que tiene cierto tono de objetividad didáctica; esta voz construye una cronología biobliográfica que presenta la historiografía de la metaficción y reconstruye, como si se tratase de artículos académicos, los casos de Borges y la tesis de su inexistencia y de Juan Ramón Jiménez y su ilusión amorosa por una peruana, cuyas cartas al poeta también fueron un bulo.

           Además, existen voces narrativas complementarias: la de Georgina Hübner que recuerda, ya vieja, la falsa correspondencia epistolar con Juan Ramón Jiménez; la de Marta de Nevares Santoyo que, a través de una carta dirigida a su e-lector, señala que Lope de Vega «es una invención de quien firma este libelo»[84] y que «Márgara Sáenz será mi plenipotenciaria en el nuevo continente. Será la Amarilis indiana. La musa de los Andes»[85]; voces de una correspondencia entre M. con Fernando Iwasaki, Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, que intenta averiguar el origen de Sáenz; la voz de Miguel Ángel Huamán, catedrático peruano que escribe un artículo sobre Márgara Sáenz, profusamente divulgado en Internet, acerca del que confiesa: «El artículo por el que me interrogas es ficción, puro ejercicio de la parodia e ironía sin ninguna intención oculta, solo diversión»[86].

           La novela está contada con un inteligente sentido del humor que se desprende de manera natural de lo que se cuenta y que despliega, en todo momento, un sinnúmero de referencias intertextuales. El humor se combina con una estrategia narrativa que incorpora la transgresión permanente de las fronteras entre realidad y ficción, lo que convierte a la novela en un juego continuo que desborda la noción de verdad en el texto narrativo. El tono de este juego, presente a lo largo de la novela, lo encontramos, por ejemplo, al llegar a 1976 y localizar a una Márgara Sáenz, cazadora de autógrafos, en medio del cinematográfico puñetazo de Vargas Llosa a García Márquez: «Antes de dejarlo tumbado en el suelo, el de Arequipa le dijo, según lo que luego contará Sáenz: “¡Esto, por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona!”. Márgara se acerca para ayudar al escritor a levantarse junto a Elena Poniatowska y Mercedes Barcha»[87]; o, al llegar a 1980 en la cronología biobliográfica, en cuyo acápite se mezclan con humor datos fácticos con datos ficticios para construir una verdad literaria: «Se publica Colectivo, una antología de la poesía guayaquileña realizada por Jorge Velasco Mackenzie. Márgara Sáenz es excluida de la compilación por presiones de Antonio Cisneros, según recientes revelaciones del antologador»[88]. La cronología termina en 2018 con una perla humorística que está engarzada en la mirada irónica sobre la espectacularidad que hoy en día enmarca al oficio de escribir: «Haruki Murakami es el invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Quito. Lo primero que el escritor japonés musita en un titubeante español apenas baja del avión, el 11 de noviembre, es “Quiero conocer a Márgara Sáenz”»[89].

           Asimismo, en el capítulo en el que se cuenta acerca del aprendizaje del lenguaje poético que lleva a cabo Márgara Sáenz, bajo la tutela de Ileana y Gonzalo Espinel, se expone una cátedra de preceptiva literaria y, de esta manera, el autor nos prepara para el capítulo «Por una hermenéutica del poema». Este capítulo, en función de la trama, desnuda la falsía textual de «la trinca peruana», como llama Márgara a sus inventores. La deconstrucción del poema, «una sarta de lugares comunes de la misoginia»[90], según la propia Sáenz, aparte de ser una lección de cómo se comenta un texto poético, es también una clase magistral sobre el lenguaje de la poesía erótica. La deconstrucción comienza con la publicación de dos sonetos de autoría de Márgara Sáenz, uno invertido y otro guardado, que son presentados como la génesis del poema apócrifo que apareciera en Poemas del amor erótico: «Sé que son poemas menores, pero forman parte de mis primeros balbuceos poéticos. Borradores del borrador de un borrador. Hay ripios, metros mal contados, disonancias, pero mías. La trinca de poetas tomó esas dos hojas e hizo de ellas algo indigno de ser firmado por mí»[91].

           El juego metatextual desarrollado por Báez consigue la apropiación de la autoría del poema por parte de quien, en la novela, aparece como la verdadera Márgara Sáenz y desplaza al campo del plagio a quienes la inventaron. Una hiperconsciencia identitaria lleva a Sáenz a reflexionar sobre la condición de ser ella misma un invento, al igual que Diego Dónovan Azuela, pero en su caso, se siente aún más utilizada por la demagogia de sus antologadores: «Es como si estos jóvenes peruanos se hubiesen sentado a tomar pisco para darse cuenta de la ausencia de lo femenino en el libro»[92].

           Trabajando con las herramientas del comentario de texto junto con un humor corrosivo, el análisis del poema apócrifo de la falsa Márgara Sáenz, la de la antología, realizado por la verdadera Márgara Sáenz, la de la novela, destroza, desde el primer verso —El tiempo ha pasado y vuelves a mi memoria—, al texto de la antología: «Declaración sencilla, llana, escueta, casi como un reporte meteorológico»[93]. El comentario negativo continúa con el siguiente verso: «Si no fuera por la alusión a la Cream-Rica, sería el comienzo más aburrido y descriptivo en cualquier poema del mundo. El uso manido del apóstrofe»[94]. Luego calificará de lugares comunes el uso de «miel» para referirse al semen, del adjetivo «frívola» para el sustantivo «puta», o de «durazno»: «Nada de manzanas, duraznos, peras, naranjas… El dios de la literatura sabe cuán agotadas están en el mercado de las figuras retóricas. Además, esa fruta es una obvia metáfora del fondillo femenino»[95]. El ejercicio crítico de Márgara Sáenz aparece como un contrapunto al poema de los peruanos, de tal forma que el personaje se rebela y aniquila a sus inventores: la fuerza ficcional del texto crítico en voz de Márgara Sáenz convierte al texto de Oquendo en un pastiche de los dos sonetos de aquella.

           Hemos dicho que Báez recrea el caso de Georgina Hübner, una admiradora inventada por dos jóvenes limeños con el objeto de conseguir que Juan Ramón Jiménez les enviara sus libros autografiados. Esta recreación no es gratuita y el novelista le procura conexión con la historia principal de su novela. Georgina, que era el nombre de una prima de uno de los jóvenes, se presentó como una lectora devota de la poesía de Jiménez y la correspondencia entre ambos creó tales lazos afectivos que el ilusionado poeta quiso viajar a Lima para conocerla. Los bromistas, al verse en tal aprieto, le hicieron saber al poeta, a través del cónsul peruano, que Georgina había muerto. Y Juan Ramón Jiménez escribió la elegía «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima», que apareció en su poemario Laberinto (1910 – 1911).[96] Así que Báez, jugando siempre, retoma esta impostura y otros casos para hablar de una tradición de invenciones literarias de escritores peruanos en el capítulo «Peruvian Hoax History, first draft». En el capítulo «Georgina Hübner, bajo el cielo de Cuzco», ella da cuenta de su relación con Márgara Sáenz. Retirada en Cusco, ya anciana, Georgina reflexiona críticamente lo que significa que los poetas varones se inventen musas y poetas mujeres para su divertimento: «Mi relación con Márgara Sáenz no es únicamente textual. Me la presenta mi amigo Nelson Chouchén Otálora[97] y siento desde el primer instante que somos parte de una sororidad. Sufrimos el escarnio de la imaginación poética patriarcal»[98].

            Esta novela es un territorio metatextual. Báez muestra la investigación exhaustiva del asunto de la propia novela que culmina con un «Examen del primer parcial. Literatura Ecuatoriana IV»[99], a manera de prueba de opción múltiple, que es una síntesis de elementos anecdóticos destinada a los lectores de la novela. Otro ejemplo es la «Cronología biobliográfica» que responde a una investigación, hecha con rigor académico, que comienza con el origen del uso literario del nombre de Amarilis, que, según la novela, se remonta a Teócrito, nacido en el año 312 a.C. y que luego es retomado por Virgilio en el siglo I a.C., para enseguida ilustrar la aparición de una Amarilis en la obra de Lope de Vega, y, así, continuar hasta nuestros días. También tenemos la «Ponencia al VII Congreso de Ecuatoandinistas», que es una lúcida reflexión teórica acerca de cómo la literatura se transfigura en su circulación en las redes sociales. En la ponencia se trata la literaredtura, que ha generado la ilusión de poseer conocimiento sobre autores y obras a partir de la repetición sin contrastar de la información que circular en la red: «Es la infame turba conectada la que impone su capricho inventivo». Además, la ponencia pone en evidencia la irresponsable expansión del personaje de Márgara Sáenz en la esfera de la red a partir de la repetición del artículo, escrito como divertimento, del profesor Huamán:

Tenemos entonces un proyecto artístico involuntario en el que un grupo de blogueros, sin ponerse previamente de acuerdo, crea un carácter femenino. Curiosamente la forma de ilustrar el personaje no es insertar una fotografía o dibujo de una posible Márgara. La estrategia que todos los blogueros asumen es la de citar, parcial o totalmente, el poema «De Otra vez Amarilis». Una actitud atraviesa a estos entusiastas egonautas: regodearse públicamente en el hecho de estar descubriendo a una poeta inventada.[100]

           Marcelo Báez le ha conferido una vida a Márgara Sáenz. Lo que fue una broma literaria se convirtió, con la novela de Báez, en una propuesta estética: hacer de un personaje de ficción, una ficción de un personaje que se vuelve real, en tanto personaje: la verdad literaria de la Márgara Sáenz de Báez se superpone al bulo de la Márgara Sáenz de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, que la incluyeron en la antología de marras con la complicidad de Antonio Cisneros. En el desarrollo de la cronología, Báez señala, creando una tradición para la Márgara Sáenz de su novela, los antecedentes de poesía erótica escrita por mujeres en Ecuador y deja al descubierto la superficialidad de quienes hicieron la antología. Así, menciona que, en 1935, aparece Labios en llamas, de Lydia Dávila, quien «con la fuerza y contundencia de sus poemas, constituye un argumento en contra de la creencia errada de que el poema “De otra vez Amarilis” le enseñó a las mujeres ecuatorianas a escribir poesía amatoria»[101]; y que en 1957 se publica una antología de Mary Coryle (1901-1976), seudónimo de María Ramosa Cordero y León, cuyo poema «Bésame» es «uno de los textos más candentes de la poesía ecuatoriana [lo que constituye un] argumento en contra de la supuesta cátedra de lírica erótica que ofrece “De otra vez Amarilis”»[102]. Justamente, la crítica Cecilia Vera de Gálvez, en el párrafo final de su reseña sobre Nunca más Amarilis, ha remarcado la minuciosidad del trabajo de investigación sobre el que se edifica el andamiaje de la novela:

Finalmente, hay que resaltar la prolija labor de investigación realizada por el autor quien ha documentado todos los referentes históricos y de seguimiento de la autora inventada que pasó como real y forma parte de algunas consideraciones de la literatura ecuatoriana con el único poema que se le conoció. Es “una pesquisa” en realidad, como bien se menciona en la contratapa del libro, que teje minuciosa y hábilmente los hilos de una supuesta vida hasta darle un sitio en el discurso mediático de nuestros días.[103]

            Báez radicaliza el juego metaficcional y prolonga la existencia de Márgara Sáenz, más allá de la novela, siguiendo un lineamiento esgrimido en un capítulo de la novela: «Para existir hay que estar en la red, no importa si eres real o no. El estar en línea te convertirá en una realidad»[104]. Por eso, a través de la cuenta de tuiter @saenzmargara, Márgara Sáenz se transforma en un personaje transgresor de las categorías de tiempo y espacio de la ficción narrativa que sobrevive, como hipertexto de sí misma, en el relato que se expande en la virtualidad del ciberespacio. En síntesis, Nunca más Amarilis, de Marcelo Báez Meza, es un texto que propone, desde una radical metaficción, un juego narrativo de humor inteligente, evidencia una aguda investigación que utiliza con sabiduría el hallazgo literario y es paradigma de una novela divertida de rigurosa escritura.

Colofón

            El crítico norteamericano Harold Bloom sostiene, en El canon Occidental, que el centro del canon de la literatura es Shakespeare: creo que tendría razón si se hubiera referido a la literatura anglosajona.[105] Bloom hace un paralelo entre Shakespeare y Dante para definir quién es el verdadero centro, y termina decantándose por el primero; aunque, le otorga condición de escritores universales, además de a aquellos, también a Cervantes y a Tolstoi. Pero la escritura literaria es escritura en una lengua y en una cultura determinadas, por lo tanto, la brillantez de aquella podría compararse solo con otras escrituras en la misma lengua. Por tanto, aún sospechando de la categoría de centralidad canónica, no sería aventurado sostener que el texto central del canon en lengua castellana es el Quijote de Cervantes.

            Las novelas ecuatorianas que hemos analizado, por las razones ya desarrolladas en su momento, están inscritas en la tradición hipertextual del Quijote. Capítulos que se le olvidaron a Cervantes imita y amplia el lenguaje y las aventuras de don Quijote. Y no abras la ventana todavía reflexiona desde la acción novelesca sobre el eros de la palabra y enfrenta desde la voz femenina al patriarcado intelectual, partiendo de la referencia a un poema modernista. El Pinar de Segismundo desarrolla, desde una trama hilarante y rocambolesca, una crítica cultural contra una vertiente literaria anquilosada desde otra vertiente ya superada de esa misma tradición. La desfiguración Silva inventa a una cineasta tzántzica a partir una narración construida desde diversos géneros discursivos y una multiplicidad de reflexiones metatextuales sobre cine, literatura y arte, generando en sí misma su propio juego hipertextual. Y Nunca más Amarilis se apropia de un personaje inventado por otros, que lo hicieron en son de chacota, para transformarlo en un personaje auténtico en la ficción, de tal manera que termina desplazando a la zona de la referencia al texto que originó la broma.

            En el discurso que envió a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Juan León Mera era consciente de la tensión entre tradición y novedad, respecto del uso de la lengua:

No quiero decir que debemos echarnos en brazos del arcaísmo, no: huyamos de él y detestemos la afectación que lleva á lo ridículo; nadie ignora que los idiomas siguen, como es natural, el curso de la civilización, y que están sujetos á la ley universal de los altibajos y variaciones, de cuyo poder no hay cosa en el mundo que pueda sustraerse; mas no por esto desechemos tampoco á cierra ojos lo propio, castizo y excelente, so pretexto de que es antiguo, por lo que la desatentada novelería ha puesto á la moda sin necesidad, y antes con detrimento de las condiciones que hacen hermosísimo y por todo extremo apreciable nuestro idioma.[106]

            La consciencia de la transtextualidad, en general, y de los vínculos hipertextuales, en particular, ha convertido a escritoras y escritores, al parecer, en la imagen viva de don Quijote arremetiendo contra los títeres del retablo del maese Pedro, convencidos de que la realidad del mundo reside en la realidad de la historia narrada, es decir, en el texto. De ahí que, en medio de la efervescencia de la novedad literaria, nunca debemos olvidar la presencia de la tradición; entre otros motivos porque en la escritura somos herederos de una lengua literaria que nos ha formado y, al mismo tiempo, somos protagonistas de una ruptura. En la esfera de la lengua literaria, enfrentados a esa aporía, escribimos nuestra novedad siempre marcada por lo antiguo de la propia tradición.

Santa Ana de Nayón, Quito,
marzo de 2020 – marzo de 2021

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[1] «Fundación de la Academia Ecuatoriana: III. Discurso del señor don Juan León Mera», en Anuario de la Academia colombiana, Año de 1874 (Bogotá: Imprenta de El Tradicionista, 1874), 265. Al final del Anuario, existe la siguiente nota: «Aunque en la portada de este libro se lee AÑO DE 1874, el presente tomo del Anuario corresponde en realidad al año académico que se ha de contar del 6 de agosto de 1874 al propio día y mes de 1875», 285.

[2] «Fundación de la Academia Ecuatoriana…», 266.

[3] Juan León Mera, Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana, desde su época más remota hasta nuestros días (Quito: Imprenta de Juan Pablo Sanz, 1868), 284.

[4] Miguel de Cervantes, «Prólogo al lector», en Novelas ejemplares, Obra completa, 6, La gitanilla y El amante liberal, edición de Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas (Madrid: Alianza Editorial, 1996), 21-22. 

[5] Gerard Genette, Palimpsestos (Madrid: Taurus, 1989), 183. Genette define la hipertextualidad, que es de lo que, básicamente, trata su obra, así: «Entiendo por ello toda relación que une un texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (al que llamaré hipotexto) en el que se injerta de una manera que no es la del comentario», en ob. cit., 14. Más adelante añadirá: «Llamo, pues, hipertexto a todo texto derivado de un texto anterior por transformación simple (diremos en adelante transformación sin más) o por transformación indirecta, diremos imitación», en ob. cit., 17.

[6] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I-VI, edición de Martín de Riquer (Barcelona: Editorial Juventud, 1995), 67.

[7] Cervantes, Don Quijote…, I-VI, 75.

[8] Cervantes, Don Quijote…, I-XL, 407.

[9] Cervantes, Don Quijote…, II-II, 556.

[10] Cervantes, Don Quijote…, II-III, 562.

[11] Cervantes, Don Quijote…, II-LXXII, 1053.

[12] Cervantes, Don Quijote…, II-LXXII, 1054-1055.

[13] Cervantes, Don Quijote…, II-LXXII, 1055.

[14] El campo de estudio, en esta línea de investigación, es amplio. Entre otras, menciono, a manera de inventario provisional, las siguientes novelas que se enmarcaríann, ya sea directa o indirectamente, en esta tradición cervantina del juego hipertextual: Entre Marx y una mujer desnuda (1976), de Jorge Enrique Adoum, en la que un autor está escribiendo una novela sobre un escritor, Joaquín Gallegos Lara como personaje literario, que está escribiendo una novela, desgarrado entre su vocación de escritor, la imposibilidad del amor y la militancia política; Y amarle pude… (2000), de Alicia Yánez Cossío, que bucea en el drama vital de Dolores Veintimilla de Galindo a partir de sus poemas; Tatuaje de náufragos (2008), de Jorge Velasco Mackenzie, que es un homenaje, sobre todo intertextual, al grupo literario Sicoseo, a una ciudad y a una forma de ser artista que ya no existen; Las segundas criaturas (2010), de Diego Cornejo Menacho, que recrea una vida para el personaje de Marcelo Chiriboga, inventado como una broma literaria por José Donoso y Carlos Fuentes, quienes inventaron su existencia para que fuera el escritor ecuatoriano del Boom; Oscurana (2011), de Luis Carlos Mussó, que reconstruye la vida de Pablo Palacio, a partir de una investigación de archivo y un profuso juego intertextual; Memorias de Andrés Chiliquinga (2014), de Carlos Arcos, que dialoga críticamente con Huasipungo, de Jorge Icaza; Cementerio en la luna (2015), de Ernesto Carrión, texto autorreferencial sobre los poetas, sus excesos en búsqueda de la fama y la autenticidad de escritura enfrentada a las «argollas literarias»; Te Faruru (2016), de Salvador Izquierdo, texto construido a partir de innumerables citas y datos sorprendentes relacionados con la vida de artistas y literatos, presentados en seguidilla con el tono ocurrente y desenfadado de los tuits; y Un pianista en la oscuridad (2016), de Raúl Serrano Sánchez, cuya trama está atravesada por la apropiación y reinvención del poema «Madmoiselle Satán» y la relación apasionada del poeta Carrera Andrade con su referente (Lola Vinueza), quien es visto de manera desacralizada, a partir de la memoria perturbada de un pianista llamado Landero, recluido en un hospital psiquiátrico.

[15] El doctor Plutarco Naranjo se incorporó como miembro correspondiente a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en septiembre de 2005. En su discurso de incorporación, que versó sobre «Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo», el académico Naranjo analizó ampliamente esta obra montalvina. Yo centraré mi referencia a la consideración de los Capítulos como una novela que evidencia el sentido hipertextual de la escritura literaria, en términos lúdicos. El discurso de Naranjo fue publicado en Kipus. Revista Andina de Letras, No. 20 (2006): 29-48.

[16] Juan Montalvo, «Capítulo que se le olvidó a Cervantes», en El Cosmopolita, t. II, (París: Casa Editorial Garnier Hermanos, 1923), 19-23.

[17] Juan Montalvo, «Carta a Adriano Montalvo; París, marzo 4 de 1888», en Epistolario de Juan Montalvo, edición de Jorge Jácome Clavijo, v. 2, (Ambato: Casa de Montalvo, 1995), 388.

[18] Juan Montalvo, «El buscapié», en Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (Ambato: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo de Tungurahua, 2005), VIII.

[19] Cervantes, Don Quijote…, II-LXXIV, 1068.

[20] La expresión de Montalvo fue dicha en el contexto de su disputa contra Juan León Mera por el uso del quichua en la literatura que este último proponía. La cita Enrique Anderson Imbert en El arte de la prosa en Juan Montalvo (Medellín: Editorial Bedout, sfe), 29: «¿Olvidaré la lengua castellana, que me he empeñado en aprender hasta hacerme llamar español de los mejores tiempos por insignes literatos? ¡No quiero!: hablen allá su lengua, que yo hablaré castizo».

[21] Montalvo, «El buscapié»…, XXXIII.

[22] Montalvo, «El buscapié»…, XXXIII-XXXIV.

[23] Montalvo, Capítulos…, 59.

[24] Montalvo, Capítulos…, 278. Montalvo introduce el único comentario del autor de la novela para justificar la escena. Señala que al corregir sus Capítulos ha tratado de limpiarlos de todo lo que fuera «imitación de otras escenas de Cervantes», pero que, en esta ocasión, tiene que repetir la imagen del ahorcado, aunque dice que ahorcados hay en muchas otras obras literarias, por causa de su sentido de justicia: «Tenía yo que imponer a ese malandrín un castigo digno de su vida, y nada más puesto en razón que hacerlo ahorcar». (misma página).

[25] Montalvo, «Carta a Adriano Montalvo; París, septiembre 14 de 1884», en Epistolario…, 132. El subrayado es mío.

[26] Jorge Jácome Clavijo fue el editor de Capítulos que se le olvidaron a Montalvo (Ambato: Casa de Montalvo, 1995). En el prólogo cita las cartas de Montalvo a su sobrino Adriano en las que aquel le pide que se deshaga del manuscrito que ese último tenía en custodia; asimismo, Jácome da cuenta de cómo Montalvo mantuvo consigo un manuscrito con los capítulos que él mismo había suprimido para la versión que sería publicada. Años más tarde, Leonardo Valencia publicó una documentada investigación en la que cotejó dos manuscritos de los Capítulos: los manuscritos de unos capítulos que posee el archivo de la Biblioteca de la Universidad de Cuenca, y la edición príncipe. Su artículo «Los manuscritos de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo» apareció en Kipus. Revista Andina de Letras y Estudios Culturales, No. 42 (2017): 109-133.

[27] Montalvo, “Carta a Adriano Montalvo; París, septiembre 20 de 1887”, en Epistolario…, 344.

[28] Montalvo, Capítulos…, 325.

[29] Montalvo, Capítulos…, 326.

[30] Montalvo, Capítulos…, 330.

[31] Montalvo, Capítulos…, 332.

[32] Jorge Carrión, Librerías (Barcelona: Anagrama, 2016), 214.

[33] Sonia Manzano, Y no abras la ventana todavía, (Quito: Editorial El Conejo, 1994), 81. Este libro ganó, en 1993, el primer premio de la Tercera Bienal Nacional de Novela, organizada por Editorial El Conejo.

[34] Manzano, Y no abras…, 81-82.

[35] Manzano, Y no abras…, 13.

[36] Manzano, Y no abras…, 12.

[37] «La marcha de los batracios», de Lupe Rumazo, fue finalista en 1969 del XXIV Concurso de cuentos convocado por El Nacional, de Caracas. Rumazo lo incluyó en el libro de ensayos Rol beligerante (Caracas: Edime, 1975). En Ecuador, el cuento fue publicado por primera vez en Cuento ecuatoriano contemporáneo, tomo II, antología de Hernán Rodríguez Castelo (Guayaquil: Publicaciones Educativas Ariel, sfe.), 71.

[38] Rumazo, «La marcha de los batracios»…, 75.

[39] Manzano, Y no abras…, 108.

[40] Manzano, Y no abras…, 11.

[41] Manzano, Y no abras…, 9.

[42] Manzano, Y no abras…, 25.

[43] Manzano, Y no abras…, 27.

[44] Manzano, Y no abras…, 36.

[45] Manzano, Y no abras…, 114.

[46] Manzano, Y no abras…, 118.

[47] Manzano, Y no abras…, 125.

[48] Manzano, Y no abras…, 31.

[49] Manzano, Y no abras…, 132.

[50] Sonia Manzano, «Palabra de mujer», en Espalda mordida por el humo (Quito: El Ángel Editor, 2013), 54.

[51] Eliécer Cárdenas Espinosa, El Pinar de Segismundo (Quito: Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008), 52. Esta novela obtuvo el segundo lugar, en el género novela, del Premio Proyectos Literarios Nacionales, del Ministerio de Cultura, en 2008.

[52] Cárdenas, El Pinar…, 9.

[53] Cárdenas, El Pinar…, 11.

[54] Cárdenas, El Pinar…, 12.

[55] Cárdenas, El Pinar…, 80.

[56] Cárdenas, El Pinar…, 38.

[57] Cárdenas, El Pinar…, 150.

[58] Alicia Ortega Caicedo, «La novela ecuatoriana del siglo XXI. Nuevos proyectos de escritura II: Filiaciones literarias, conexiones, reescrituras», Informe de investigación para el Comité de Investigaciones de la Universidad Andina Simón Bolìvar, sede Ecuador (Quito: Repositorio Institucional UASB-Digital, 2017), 7. 

[59] Cárdenas, El Pinar…, 158.

[60] Cárdenas, El Pinar…, 165.

[61] «Primer manifiesto», Pucuna, No.1 (1962), contratapa, en Revista Pucuna. Tzántzicos, Facsímil 1962-1968 (Quito: Consejo Nacional de Cultura, 2010).

[62] Los poemas son de Arabella Salaverry, Margaret Randall, Raquel Jodorowsky y Sonia Romo; el cuento, de Regina Katz. También fue publicado un dibujo de Lia Kaufman. Tanto Margaret Randall como Sonia Romo acompañaron a los tzántzicos en algunos de sus recitales, pero nunca fueron consideradas miembros del grupo.

[63] Mónica Ojeda, La desfiguración Silva (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2014), 128. Esta novela ganó el V Premio Latinoamericano de Novela «Alba Narrativa 2014», para escritores menores de cuarenta años, convocado por la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), a través del Proyecto Grannacional ALBA Cultural y del Centro Cultural Dulce María Loynaz de La Habana, Cuba.

[64] Ojeda, La desfiguración…, 7.

[65] Aunque sea un dato extraliterario, el juego de la disputa de identidades entre persona y personaje podría ampliarse si se introduce la variable de que existe una Gianella Silva que fue compañera de colegio de Mónica Ojeda, con características similares al del personaje que es fotógrafa en la novela. Pero este juego de fundir / cofundir / confundir el nombre de la persona y el nombre del personaje, similar al que desarrollé en «Los viudos de Gloria Vidal» (Huellas de amor eterno, 2000), texto en el que Gloria Vidal es, a la vez, el personaje del cuento y, al mismo tiempo, quien fuera mi compañera de estudios en la universidad, ya sería objeto de otro trabajo: en algún momento escribiré un texto en el que dialoguen Gloria Vidal y Gianella Silva, los personajes que se apropian de un nombre, invocando la ficción, y convierten los nombres de sus verdaderas dueñas, las personas reales, en nominaciones de los personajes literarios que son la única realidad para quienes leen un texto.

[66] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[67] Copio el poema: «no sé si pájaro o jaula / mano asesina / o joven muerta entre cirios / o amazona jadeando en la gran garganta oscura / o silenciosa / pero tal vez oral como una fuente / tal vez juglar / o primera en la torre más alta», en Alejandra Pizarnik, Poesía completa (Barcelona: Editorial Lumen, 2001), 199.

[68] Ojeda, La desfiguración…, 118-135.

[69] Ojeda, La desfiguración…, 98.

[70] Ojeda, La desfiguración…, 64.

[71] Ojeda, La desfiguración…, 94-112. El capítulo «Ensayo de Michel Duboc publicado en la revista Guaraguao» también está armado con cinco fragmentos seleccionados, supuestamente, del ensayo total.

[72] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[73] Ojeda, La desfiguración…, 103-104.

[74] Marcelo Báez Meza, “La desfiguración Silva”, reseña, en Kipus. Revista Andina de Letras, No. 39 (2016): 182-183.

[75] Marcelo Báez Meza, Nunca más Amarilis (Quito: Libresa, 2018), 174. Esta novela ganó la tercera edición del Premio Nacional de Novela Corta «Miguel Donoso Pareja», en 2017.

[76] «El tiempo ha pasado y vuelves a mi memoria…», de Otra vez Amarilis, en Poemas del amor erótico, compiladores Mirko Lauer y Abelardo Oquendo; introito: Antonio Cisneros (Lima: Mosca Azul Editores, 1972), 37-38.

[77] Báez, Nunca más…, 95.

[78] El listado de las antologías con sus respectivas fichas bibliográficas, además de breves comentarios sobre ellas, consta en las páginas 109 a 112 de la novela. Entre las editoriales internacionales están Lumen, Vicens Vives, Villegas Editores, y Visor. La Biblioteca Ayacucho la incluye en su tomo de Poesía amorosa latinoamericana.

[79] Báez, Nunca más…, 121. La postal, que menciona a Márgara Sáenz como autora y señala a «Otra vez Amarilis» como referencia, se encuentra en Pinterest, con autoría de elojolector.com y el verso escogido es: «Entonces, éramos nosotros / no tú, no yo / me quiérote te gózame, / me amándonos, decíamos», https://www.pinterest.com/pin/373306256603036007/

[80] Báez, Nunca más…, 251.

[81] Marcelo Báez me dijo: «la idea era hacer de mi novela una contra a todo lo que se dijo sobre Márgara y empiezo derribando ese mito biografista: ella no nació en 1937 y no murió en 1964 por la razón de que está viva… lo mismo pasa con los nombres y apellidos de ella que aparecen completos en la cronología… se trata de dar la visión biografista definitiva de la poeta…», en Marcelo Báez, Conversación por whatsapp, 4 de junio de 2020.

[82] Báez, Nunca más…, 20.

[83] Báez, Nunca más…, 146.

[84] Báez, Nunca más…, 205.

[85] Báez, Nunca más…, 209.

[86] Báez, Nunca más…, 185.

[87] Báez, Nunca más…, 144.

[88] Báez, Nunca más…, 146.

[89] Báez, Nunca más…, 229.

[90] Báez, Nunca más…, 245.

[91] Báez, Nunca más…, 235.

[92] Báez, Nunca más…, 235.

[93] Báez, Nunca más…, 239.

[94] Báez, Nunca más…, 240.

[95] Báez, Nunca más…, 245.

[96] Juan Ramón Jiménez no solo escribió ese poema para Georgina Hübner. En la recopilación del epistolario del poeta, Alfonso Alegre Heitzmann descubrió un poema inédito de J.R.J. dedicado a Georgina Hübner: «Esta mañana fría / me he acordado de ti, Georgina mía. // Mano que me escribía / aquellas cartas, grises de poesía, / cómo la tierra umbría / habrá desbaratado tu armonía, / mano que me decía / ¡ven! / (Y no fui). / … ¡Qué fría / mañana de dolor, Georgina mía! / L[a] f[rente] p[ensativa] (Amor)», en Juan Ramón Jiménez, Epistolario I. 1898 – 1916 (Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2006), 597.

[97] En la novela Los impostores, de Santiago Gamboa, este personaje es descrito así: «La vida de Nelson Chouchén Otálora estaba llena de contradicciones: odiaba la academia literaria a la que él mismo pertenecía; detestaba a los críticos, a pesar de ser él uno de los más prestigiosos de la América Hispánica, y desdeñaba la poesía, que era su fuerte entre las diversas disciplinas que, de forma muy prolífica —sus detractores decían “verborreica”—, practicaba», (Bogotá: Seix Barral, 2002), 57.

[98] Báez, Nunca más…, 198.

[99] Báez, Nunca más…, 201-204.

[100] Báez, Nunca más…, 119.

[101] Báez, Nunca más…, 18.

[102] Báez, Nunca más…, 59.

[103] Cecilia Vera de Gálvez, Reseña de Nunca más Amarilis, en Kipus. Revista Andina de Letras y Estudios Culturales (Quito) # 45 (I Semestre 2019): 134.

[104] Báez, Nunca más…, 122.

[105] «Writing it is, most certainly: Shakespeare is the Canon. He sets the standard and the limits of literature. […] Shakespeare is to the world’s literature what Hamlet is to the imaginary domain of literary character: a spirit that permeates everywhere, that cannot be confined». «Escribirlo, sin duda: Shakespeare es el Canon. Él pone el estándar y los límites de la literatura […] Shakespeare es al mundo de la literatura lo que Hamlet es al dominio de la imaginación de un personaje literario: un espíritu que permea en todo lugar, que no puede ser confinado». (La traducción es mía). Harold Bloom, The Western Canon (New York: Riverhead Books, 1995), 47 y 50.

[106] «Fundación de la Academia Ecuatoriana…», 268.

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