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«La página en blanco, ese gran reto», por don Juan Valdano

Reinventar el arte literario es, en definitiva, el gran reto que un escritor afronta cada vez que se encara a la página en blanco. Al igual que ese bloque de mármol, informe y tosco, al que un escultor enfrenta...

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Reinventar el arte literario es, en definitiva, el gran reto que un escritor afronta cada vez que se encara a la página en blanco. Al igual que ese bloque de mármol, informe y tosco, al que un escultor enfrenta, cincel y martillo en mano, para extraer del interior de la piedra la forma que en ella está escondida, el escritor se acerca, pluma en ristre, a la página en blanco para poblar ese vacío con palabras suyas poniendo, con ello, a prueba sus dotes de demiurgo.

Tarde, en la noche, o en la mitad de un camino, el escritor (ese extraño ser humano) es compelido a tomar la pluma y confiar a su cuaderno de notas un nombre que llega a su imaginación, un clamor atado a algún oscuro recuerdo, un verbo quizás que, desde la mente buscan la voz que los revele, urgidos a dejar la crisálida de una inaudible idea, apremiados por desplegar las alas y volar. La inteligencia buscará la verosímil adecuación entre lo que el corazón siente y la palabra sugiere, la concordia entre lo que la razón revela y el vocablo señala.

El enfrentarse cada día a la página en blanco, el confiar a ella sus palabras, aquellas que desde el corazón pugnan por salir, el ir enfilando las frases, una tras de otra, el conformar luego los escuadrones de los párrafos, es el reto diario del escritor, su pugilato silencioso, su vanidad, su secreta gloria. Vendrá, luego, el lector anónimo que descifrará la misteriosa cábala, voz dormida de un alma gemela.

En esta búsqueda agónica de una forma, en este sudor de cada día, el escritor se mide y enfronta al lenguaje, lo más inasible, lo más proteico de todo lo creado, sin olvidar jamás sus propios límites, aquellos que le imponen su humana condición. Al final, y luego de no poca transpiración, quedará el triunfo de la mente, el desahogo, la satisfacción íntima y dulce por el trofeo alcanzado: la página escrita, logro profano, conquista ganada con su solo aliento, sin soplo de numen alguno.

La página en blanco de cada día, para aquel cuyo oficio es el trato con la palabra, pienso que debe ser siempre el reino de la libertad, nunca la cadena del cautivo. Aun los galeotes de la letra, ésos a los que la rutina les obliga a escribir la cuartilla cotidiana, deberían, de cuando en vez, romper cadenas para liberar al Prometeo que en su interior pugna por robar otra vez el fuego de los dioses.

Los orientales nos transmitieron la idea de las Escrituras Sagradas, libros dictados por la divinidad: la Biblia, el Corán… Me parece que fue a Bernard Shaw a quien se le preguntó si creía que la Biblia había sido escrita por el Espíritu Santo. Él respondió que no solo la Biblia sino todos los libros. En definitiva, no había sino un solo autor y muchos amanuenses. Es una idea digna de Borges. Y yo no me atrevería a contradecir al célebre dramaturgo inglés. Sin embargo, si ello fuera así, como él dice, creo sinceramente que el Espíritu Santo, autor único de todos los libros, deberá estar, a estas alturas, muy arrepentido de haber escrito muchos de ellos.

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