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«La tarde» (Manuel Polo)

De suave resplandor con áureo velo / la eminencia del monte se engalana, / y las cándidas nubes en el cielo / tiñendo vanse de violado y grana. / El firmamento límpido reviste / con mil cambiantes el azul ropaje, / y algo de misterioso, algo de triste...

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A mi querido amigo el señor doctor José Manuel Díaz Arízaga

De suave resplandor con áureo velo
la eminencia del monte se engalana,
y las cándidas nubes en el cielo
tiñendo vanse de violado y grana.

El firmamento límpido reviste
con mil cambiantes el azul ropaje,
y algo de misterioso, algo de triste
comienza a aparecer en el celaje.

Es que declinas ya, tarde sombría,
entristeciendo la celeste esfera,
y sembrando también melancolía
en el llano, en el bosque y por doquiera.

Al trémulo brillar de tu reflejo
la sombra de los árboles se agranda,
y el río torna su plateado espejo
de topacio y coral en rica banda.

De ti, en la vega y enramada umbrías,
mil avecillas de plumajes tersos,
se despiden con tiernas melodías,
componiendo, al cantar, coros diversos.

El genio del crepúsculo, entre tanto,
sobre la tierra a desplegar empieza,
con grave lentitud, su augusto manto
de tenue luz, de sombra y de tristeza.

¡Qué murmullos, oh tarde, qué ruidos,
del fondo de la selva se desprenden!
¡Y qué vagos, qué lánguidos gemidos
en la anchurosa playa el aire hienden!

A los conciertos tétricos que ofrece
la mezcla de esas voces dolorosas,
que se agobian los árboles parece,
impresiones sintiendo misteriosas.

Mientras con majestad hacia el ocaso,
bajo un dosel de púrpura, desciendes,
¡oh, qué cuadros tan tiernos a tu paso,
llenando el pecho de emoción extiendes!

Su labor ruda, en la pendiente umbrosa,
el fatigado labrador termina,
pone al hombro la escarda, y a su choza,
tarareando o silbando, se encamina.

En el pajizo albergue, fabricado
junto al peñón de la quebrada cuesta,
entretiénese el indio esclavizado
su bocina en tocar, grave y funesta.

Y la esposa infeliz, mientras atiende
la tonada tristísima con pena,
con secas ramas el fogón enciende
y principia a cocer la pobre cena.

En voz sentida un yaraví cantando,
al aprisco su grey conduce ufana
la humilde pastorcilla, hilando, hilando
el leve copo de mullida lana.

No de cuadros tan tiernos sólo llenas
los sitios apacibles de este campo;
en la ciudad, también gratas escenas
alumbra, ¡oh tarde!, tu purpúreo lampo.

Del pintoresco Turi, cuando empiezas
a esmaltar con carmín sus gayas lomas,
desfilan por el Vado mil bellezas,
que tienen el candor de las palomas;

y siéntanse en la plácida alameda,
cual ángeles que llegan desde el cielo
a contemplar debajo la arboleda
cómo caen tus sombras en el suelo.

Y en graciosa actitud, del sentimiento
entregadas al dulce poderío,
se quedan en profundo arrobamiento,
con los ojos hermosos en el río.

Y en aéreos grupos, misteriosos, bellos,
conmovidas se van de la ribera,
cuando mueren tus últimos destellos
tras la cumbre de la alta cordillera.

Con tus hechizos, ¡ah, tarde del alma,
cuánto al doliente corazón recreas!
¡Tú, que mudas la pena en dulce calma,
bienhechora deidad, bendita seas!

Mas ya, para dormir, un ramo busca
gorjeando el mirlo su canción postrera,
y en el follaje trémulo se ofusca
seguido de su amante compañera.

Todo queda en silencio. En manso vuelo,
los ambientes del bosque apenas traen
el blando susurrar del arroyuelo
y el confuso rumor de hojas que caen.

Con tus encantos, pues, cual humo vano
acabas en la noche de perderte,
como en un día yo, nada lejano,
he de hundirme en las sombras de la muerte.

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