Aseveran que anda suelta por el globo la dama del sudario, la auténtica, no la disfrazada heroína de Bram Stoker. Sacude de su velo un polvillo, virulento, finísimo. Infecta ojos y narices del transeúnte, del medroso disimulado tras los portones de su casa, de la vivandera del mercado. Hiere y, cuando le place, derriba. Ha desdeñado hasta ahora a mi familia próxima (¡Cuidado! No vaya a hacerme la higa funesta…). Ha infectado a los amigos, tratándolos a veces con comedimiento, a veces sañuda, marchándose antes de quitarles la vida. El prolongado encierro, raramente irrespetado, me ha regalado la oportunidad de cumplir postergados compromisos. Hace décadas, convaleciente de una operación, hube de consagrarme a la inevitable poesía (la tengo por tal) y a un libre y vagamente lúdico homenaje a Séneca. Las tragedias del hispano acompañaron desde Quito al volumen de Pablo Palacio editado por la Casa de la Cultura, mientras duraron mis estudios de derecho, no demasiado inútiles, en la Tolosa francesa. Los caminos de ultramar, por supuesto, reanudaron mis relaciones con los maestros: Claudel, Mauriac, Ionesco, Becket, Arthur Miller (sus artículos periodísticos), Asturias, Mann, Broch, Carpentier, Jankélévitch… La estadía europea fue beneficiosa a mi entender…
El Covid 19, sembrado al azar por la generosidad de la sediciosa matrona, al condenarme a prisión domiciliaria, por compensación me ha convencido de la conveniencia de redactar al fin una aproximación al teatro de Augusto Sacoto (había previsto leerlo al auditorio de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, habiéndose resistido mi pereza a arrebatarlo del limbo de la imaginación), y a reservar unas reflexiones a Paul Engel, médico y relatista austriaco y ecuatoriano. Le debía yo dos artículos desvanecidos. No conseguí resucitarlos del cementerio de papeles ni me atreví a reconstruirlos. El ensayo los amplía, confirma, y a lo mejor los contradice.
He de pasar todavía una suma impaga de mi debe al haber. Claudel ha sido uno de mis poetas preferidos, una de mis cuatro o cinco constantes admiraciones. (¿Convocaré junto a él al músico Franz Liszt, al Greco, a Goethe, a fray Luis de León?) Pocos de mis apuntes se han aplicado a su literatura. Salvo de la omisión mi “aviso de recibo” de El libro de Cristóbal Colón, un DVD de imperfecta factura. He admirado L’Otage y sus secuelas. Asistí a la Comedia Francesa: montaban El panduro.L’Otage habría sido —¿el período de abstinencia se ha consumido ya?— la única pieza del triduo vertida al castellano. Le père humilié reintegra a la lírica teatral sus derechos. Sus antecesores encomiendan el poderoso verbo de Claudel (¡mis palabras son las de todos los días y ya no son las mismas!) a maquinarias teatrales sin concesiones, excepcionales pero integradas plenamente (¡oh, par de tuercas grises ajustadas a una sólida estructura multiforme!) al edificio de su creación.
A la trilogía del francés he de acudir, a un puñado de sus aspectos, alejado de pretensiones escolares exhaustivas. Recompenso con calderilla, con moneda suelta, el crédito que he de reconocer al genio.
A la ingente obra escénica de Paul Claudel se integra la colaboración con el Esquilo de la Orestíada, iniciada hacia 1985: la inaugura Agamenón. Pliego a pliego, piedra a piedra, LasCoéforas serán reedificadas desde la antigüedad griega (1913-1914). La clausuran Las Euménides (1916). No he de rastrearlas hasta sus raíces arcaicas ni a eruditas traducciones e influencias. La Orestíada de Esquilo-Claudel se mantiene erguida por sus méritos; aporta a la lengua francesa la hondura y la grandiosa concepción del autor helénico. Al poeta franco le preocupará la puesta en escena. Otorgará a la música un rol especial. Encomendada a Darius Milhaud, acompañará a un fragmento de la composición inicial, a porciones importantes de la segunda y a la completa extensión de la tercera, convirtiéndola en ópera. Claudel mimará la práctica griega e inventará un drama satírico, Protée (dos versiones, 1914 y 1920), de tono contemporáneo y bufón. Milhaud desarrugará la capa de la tragedia. Va a escoger la túnica colorida e irreverente de Los Seis.
Redacta la segunda trilogía, descartados los cimientos ajenos, el Paul cósmico, católico, testigo comprometido de los avatares y las doctrinas de su hora. Considerado por lectores superficiales como un escritor dogmático y confesional, su inspiración llega a deslizarse, a asentarse al margen de sus convicciones. Administra sus riquezas generosamente, con sentido esencialmente humano. No lo espantan las contradicciones de sus figuras. Se remonta por encima de las debilidades de sus íntimas adhesiones y de sus sentimientos. Los remordimientos provocados por sus audacias tocan al lector, al censor de sí mismo, no al autor. L’Échange roza la justificación del interés material, de su costado práctico, creativo. Se duele del idealismo fantasioso e irresponsable y de quienes se arriesgan a caminar por sus deleznables orillas. No lo arredra la ruptura de una relación matrimonial inconveniente. El admirador de Rimbaud expone (¿a contrapelo?) la superioridad de la sólida razón, aun del cálculo, sobre una opción existencial irresponsable. Thomas Pollock Nageoire, empresario de una Norteamérica recién descubierta por el embajador Claudel, conjuga el instinto de acaparamiento con el buen sentido. A él ha de arrimarse Martha, viuda de un Louis bohemio, amante infeliz de una actriz Lechy Elbernon casada. Y casada con Thomas Pollock.
Si se me sugiriera tratar con humor (el mío suele ser inoportuno) El cambio, endosándoleuna descartable moraleja, me serviría (mis cinco dedos esconden la cara vergonzante) del título de una comedia de Juan Ruiz de Alarcón, Mudarse pormejorarse. No se adivina aquí, por cierto, sílaba o párrafo para la sonrisa.
Un artista da cuenta de su entorno real, consciente o inconscientemente. Se le filtra a una esquina del extenso solar de sus invenciones, entrelazado con sus propósitos estéticos. La redacción original del drama data de fines del siglo XIX, de la primera estadía del poeta y diplomático en los Estados Unidos. Observa, lo acabo de anotar, un país excéntrico y costumbres para él inéditas.
La trilogía se despliega a partir de L’otage (El rehén, 1910; revisión, 1914). Le siguen Le pain dur (El panduro, 1914-1915; revisión 1949) y Le père humilié (El padre humillado, 1916; variantes para la escena, 1944). La preeminencia del sino, la reparación exigida por la tragedia arcaica (Ismaíl Kadaré resaltará tales características en su Esquilo, desde un punto de vista “balcánico”, de supervivencia de derechos ancestrales), de relevancia secundaria para la modernidad, se han desnudado de sus certezas. Encara el dramaturgo un nudo irresoluble de interrogantes históricos, religiosos, sociales, personales. Habrá que dejar a la desmesura de una síntesis como la de El zapato de raso la de misión de desenhebrar el ovillo laborioso.
Para situar la Trilogía, bastará señalar que le antecedieron Tête d’or (Cabeza de Oro), Partage de midi (Partición de mediodía) y L’annonce faîte a Marie (La Anunciación a María). Le sucederán Le soulier de satin (El zapato de raso), Le livre deCristophe Colomb (El libro de Cristóbal Colón), Jeanne au bûcher (Juana en la hoguera) y Le Ravissement deScapin (El rapto o El arrebatamiento de Scapin), chispeante derivación (colaboración, la bautizará Claudel) de Les fourberies de Scapin de Molière.
El siglo XIX (alrededor de sesenta de sus años, de 1813 a 1870), período de consolidación de una Francia ya moderna con la Europa tras bambalinas, va deshojándose a lo largo de tres dramas, de las postrimerías de la aventura napoleónica, secuencia de la revolución francesa y paradójica causa de la difusión de sus ideas; de una restauración monárquica diminuta, constreñida a obedecer a la constitución, al segundo imperio, la guerra franco-prusiana y la anexión de los Estados Pontificios a la Italia unificada. El imponente retablo aprovecha el trasfondo de la realidad de una manera diferente a la escogida para las demás piezas de ambientación no puramente ficcional: El zapato de raso se toma la España de los descubrimientos y la colonización, América, África, Europa, condimentando el tablado con una mirada de soslayo a la China y la pintura japonesa… (La trayectoria del diplomático fecunda con su limo la inspiración caprichosa del artista). Asciende al Cielo y baja a ras de tierra. Valen por igual el ilimitado escenario y las peripecias trascendentales de sus protagonistas. Don Rodrigo, doña Proeza, y “toda la caterva” de navegantes, renegados, santos y colonizadores, enrumban o extravían sus existencias por y contra los designios divinos. Entes de ficción, defienden su condición de carne y hueso (confinada al papel) y aceptan la de símbolos de una época, una actitud; la de un bullente conglomerado de fidelidades y de rebeldías.
El libro de Cristóbal Colón y Juana en lahoguera apuntalan sus andamiajes en torno a las columnas —biografía y leyenda— del navegante y de la santa (el estandarte prima sobre la espada de la guerrera), seres que “han hablado” —la expresión es de Paul Claudel—, por ende resistentes a las libertades de la fantasía. El poeta se sitúa arriba, muy arriba, para elaborar sus tapices. No hay anacronismo. Ha escogido bordar con una hilacha de intemporalidad el tapete de la crónica. Acudo al ejemplo del frère Dominique, santo Domingo de Guzmán: expone el contenido de las hojas de su cuaderno de bitácora a una campesina analfabeta, aparta para ella el velo de lo inmediato, que la privaba de la contemplación panorámica de su andar por el mundo y de la justificación de sus actos, enmarcados por una conflagración franco-inglesa, profana y no sin visos de intestina. Acudo al doble de Colón, voyeur de sí mismo y de sus viajes. Juana en la hoguera se apropia de los recursos del Libro de Cristóbal Colón: la simultaneidad del momento mensurable y de la eternidad, y el desentrañamiento atemporal de su significado.
La trilogía ata a sus personajes a los bienes terrenales, a las escrituras del industrial, las firmas funambulescas del especulador, a la propiedad feudal identificada con un escudo de nobleza y un patriciado militar y campesino. El panel inicial y el intermedio, los más puramente teatrales, menos líricos, muestran los perfiles endurecidos de las gárgolas de la catedral claudeliana. Los héroes y antihéroes reales, con la excepción de un rey Luis XVIII de caricatura y de dos papas, Pío VII y Pío IX (el rehén de Napoleón liberado del emperador y retenido por los legitimistas para conveniencia de la intriga; el más reciente privado de su ordinal) no salen a escena. Por las tablas circulan criaturas de tinta e inteligencia —los acontecimientos excepcionales de la época por telón de fondo— que resuelven sus opciones enredando y desenredando los telares de su entorno, acertando aquí y allá, modesta o sensiblemente, a enderezar, confirmar o torcer los engranajes de la política y de las transformaciones sociales, asumiendo sus roles según sus caracteres y a horcajadas de la coyuntura. Encarnan los sentimientos y conflictos individuales, adicionándolos a los característicos de una centuria convulsa, la del paulatino establecimiento de una república —la autocracia no ha de agitar una bandera blanca conciliadora— y de una reordenación de clases e intereses.
La imprenta y su doble, el teatro, aportan a la acción tres generaciones de una crónica familiar, de caracteres cuya humanidad quebranta los linderos de las convicciones y de los discursos. L’Otage y Le pain dur difieren, por su realismo y su crueldad, así como por su rigor narrativo y la brida impuesta a una difícilmente domable poesía, de Le père humilié. Lo implacable de las exigencias éticas desconcertará al poeta trocado en espectador. Con felicidad dramática, rondan por los contornos estrechos de las unidades de lugar (la biblioteca de un antiguo monasterio, actual dominio de la casa Coûfontaine) y la de acción. (La libertad del papa se subordina a los conflictos de los parientes en crisis y a la venalidad del que fuera su siervo). La trama ha de romper la unidad de tiempo de L’Otage, atrapada por el decurso natural que va de un matrimonio no deseado al nacimiento de un niño, heredero de sospechosos blasones y de un futuro rol protagónico. Igual atrapa al lector la impresión de continuidad, de la inmediatez de los hechos. Se pregunta uno si Claudel quiso medir su arte y su ritmo con las restricciones clásicas, cotejarlos con la eficiencia de un ajustado mecanismo… La austeridad funciona como engranaje técnico y emocional de un combate, a ras de suelo, del cielo y el infierno. El autor saborea el vino amargo de la negación de la Gracia. Desnuda el cínico egoísmo, la hipocresía de la fuerza, la decadencia de la aristocracia de viejo cuño y el surgimiento de una burguesía sedienta de riqueza que no desdeña vestirse de ajados terciopelos.
Le père humilié no se deja maniatar por la continencia lírica ni se engalana de la armonía de la tragedia raciniana. Se desplaza de los jardines señoriales a las habitaciones palaciegas, a un claustro de Roma… La anexión a Italia de los Estados Pontificios, el desvanecimiento del dominio temporal del papado (Pío IX y un frère mineur franciscano se oponen y complementan a lo largo de un diálogo casi independiente, en torno a un despojamiento que ha de ser voluntario, no simple sometimiento a la violencia. Una admonición del religioso, una interrogación de afirmativa hondura, resume el clima lírico del episodio: “Santo Padre, ¿qué hace el que no ya no tiene pecados? ¡Canta!”) encajan de inmediato en la marquetería argumental. Pío recibe a los hermanos De Homodarmes, Orian y Orso., defensores de la Roma pontifical. Enamorados de la misma mujer, Pensée de Côufontaine, la entrevista orientará con decisión el porvenir de los dos y de la amada ciega. La unidad de tiempo se diluye de acto a acto, de escena a escena. Se despedaza con el salto al cuadro final: la irreversibilidad de los hechos, invisibles para el tablado y la curiosidad del auditorio, ya ha tenido cumplimiento.
Tres o cuatro estaturas de distinto cuño aportan la base de cada una de las obras. El parentesco alarga el cordón y los hilos flotantes de las tramas enlazadas. Los rostros envejecen; son reemplazados, obedientes a la fatalidad de los hechos o al relevo de las generaciones. Expresan las vivencias de grupos sociales, de clases en conflicto o en trance de concertar alianzas. Implican, no obstante, posturas personales irrenunciables. La destreza, la solidez de las encarnaciones compensan los riesgos del símbolo, de los tipos y de la representación colectiva.
Sobresalen, por encima de las modestas estaturas del comparsa y del comodín, de L’Otage, el papa Pío (Pío séptimo) y el sacerdote Badilon. De Le pain dur, la polaca Lûmir, Alí Habenitchs y Sichel, judíos de teatro que provocarán la excusa de un azorado Claudel a Darius Milhaud, atenuándola con el cotejo de su tratamiento negativo y la condena a los retorcimientos de los cristianos. De Le père humilié, el frère mineur, Pío IX, Sichel, respetada por los años, sobreviviente de la composición anterior, y los efímeros pero gratamente trazados perfiles de Lady U y del príncipe Wronsky, copartícipes de los intercambios de impresiones y las escapadas líricas de una fiesta de máscaras.
Sygne y Georges de Coûfontaine, primos y prometidos, sobrevivientes de la tradicional y ya desplazada nobleza (el escritor, por presiones de la historia y de la composición, se habría visto constreñido a defender a una aristocracia que desprecia. Confesará también su incomodidad al mencionar al Proust cronista de una sociedad ociosa) y Toussaint Turelure, barón del imperio napoleónico, hijo de un guardabosque, emprenden una partida de oposiciones ajena a toda concesión. El devenir exterior proporciona oportunidades concretas a las voluntades enfrentadas, sus valores y sus móviles, confesados crasamente o de una soterrada insinceridad…
A la decepción mutua derivará el acuerdo de Sygne y de Georges, un compromiso matrimonial concertado con la finalidad de preservar una línea y el honor de una estirpe. Turelure, el “parvenu”, ha de empujar a Sygne a la traición: son sus propósitos desposarla, consolidar para su beneficio la propiedad patriarcal y asegurar para su descendencia, desnaturalizándolo, la continuidad de un apellido emblemático. El papa Pío (Pío VII), literaria y libremente arrebatado por la pluma a Napoleón y su ensayo fracasado de instituir una iglesia galicana, amparado por Côufontaine, político y monárquico antes que fiel creyente, tomará la función de eje pasivo de la acción. Su seguridad, amenazada por Turelure, va a decidir la claudicación de Sygne. Aun la iglesia, personificada por Monsieur Badilon, el confesor, —una escena de ascendrada crudeza —y aquí la inclemencia no es la excepción— conminará a Sygne a salvar al pontífice renegando de la palabra dada. Unida a Toussaint, madre sin amor, reaccionará, al reclamo del novio desdeñado, debatiéndose entre la desolación y la resignación. Un azaroso duelo, favorable a Turelure, se resolverá con la muerte de Georges y de Sygne.
Claudel ajustará la tuerca hasta el borde de su resistencia: Badilon degrada a coacción espiritual la asistencia a la moribunda. Quiere que perdone. Al parvenu, a él, rígido sacerdote, a ella misma. La mujer no consentirá.
El telón al caer, siega un cuadro anticlimático e irónico: el rey restituido concede la dignidad de conde a Toussaint Turelure.
La continuidad de la trilogía exige la línea sucesoria. Claudel sabrá conjugarla con la nitidez de los destinos particulares y el vívido tapiz de una época, desdeñoso de las ilustraciones pintorescas. La descendencia de Côufontaine se ha enlazado con la plebeya del guardabosques.
De las polémicas librescas me atrevo a sacudir el polvo, a limpiar la carátula de una discusión pendiente e irresoluble. ¿Prima el albedrío del creador cuando amolda y conduce a un fin —o a ninguna parte— a sus criaturas? ¿Se ha de sentir aherrojado por la traza íntima de sus fantasmas y las disposiciones de un proceso que claman por lograr coherencia y encadenan la imaginación y el lápiz con rigores no previstos por la autocomplacencia del el artista? El dramaturgo de L’Otage y Le pain dur se entiende con el rigor argumental reduciendo al mínimo el número de convidados. Evita la distracción de las ramificaciones. No arriesga ahora el florecimiento de rostros inolvidables y pasajeros furtivos de sus frescos hispánicos. La resistencia, la rebeldía de las máscaras las arrastra, no obstante, a actitudes extremas. Conmoverán al autor algunas décadas después, reconociéndose apenas, al releer sus textos o al revivirlos, con inevitable distanciamiento, desde la butaca de un auditorio.
…………………
Toussaint Turelure, su hijo Louis (el de Sygne), prevalido del remoquete de Côufontaine, suman el dúo masculino del cuarteto principal de Le pain dur, una aceda comunidad dividida —conducida al fin— por las pasiones: la codicia, el poder, el odio. La contrapartida femenina corre a cargo de Lumir, la emigrada polaca, y Sichel, la judía, dos versiones del desarraigo y de su revés, el anhelo de una comunidad propia, de una pertenencia inalienable. La acción recurre, para ir cortando sin piedad el nudo de los conflictos, a una técnica de enfrentamientos y de complicidades.
Una panorámica de Le pain dur situaría, a guisa de centro o núcleo de los acontecimientos, el asesinato de Toussaint Turelure. Louis, perjudicado por la avidez paterna, intimida al anciano, enfermo del corazón, apuntándolo con un par de pistolas, una de ellas supuestamente descargada. La pólvora falla, no así el miedo. Sichel y Lumir han tejido la red; la segunda ha inducido a Louis a arrojarla sobre la caza. Sichel, enamorada del asesino, menospreciada por Toussaint, su amante, conseguirá casarse con el heredero y se asegurará una plaza en la familia y la sociedad gala. Lumir cobrará su crédito. Partirá a su desmembrada Polonia, a la ventura y a una previsible desaparición. La brújula del dinero marca el norte de las decisiones, anudada con finos cordeles a un aliarse y deshilacharse de los amores en pugna: la especulación de tierras, la desertada abadía, el inminente emplazamiento de un tramo del ferrocarril. El joven Turelure enderezará sus negocios con el prestamista Ali Abenich, padre de Sichel (la mujer rompe el documento con la constancia de las obligaciones financieras de Turelure) y solicitará la mano de la hebrea. Contrapartida irónica del crimen, venderá a Alí, con regateo, el bronce de un Cristo destrozado, reliquia de la abadía que el recinto conservaba… Ha eliminado al padre y se deshace de la imagen del Hijo de Dios. Su precio no se equipara con el de los papeles valorados, con el de un puño de monedas…
El resumen reemplaza pobremente la lectura o la representación, talladas en la rugosa piedra de las almas. Asistí a la reposición de la pieza intermedia, montada por la Comedia Francesa, hace alrededor de cinco décadas…
Sorprende, sin la adherencia de aproximaciones sicoanalíticas, sin el recurso a exhibiciones de impacto visual o sensorial, una inesperada manifestación del “teatro de la crueldad”. El elemento trascendental, del que desconfiaba Antonin Artaud, refuerza la supresión de cualquier signo de misericordia. Ni recibe el auditorio de L’otage y Le pain dur el latigazo de un desordenado análisis del inconsciente, ni enfrenta un abisal quebrantamiento de huesos, menos aún lo divierte una decorativa simulación de sadismo. La conciencia ha de mantener su lucidez y disponerse a contemplar una situación estremecedora que elude la compasión y concita el horror, un frío horror. La muerte de Sygne y la de Toussaint Turelure rinden un desgarrado testimonio.
Sichel y Lumir encarnan el desarraigo de Israel, su trágico acomodo en los pueblos cristianos, una, y el exilio político, el desmembramiento de una nación que aún ha de sobrevivir a la codicia de sus vecinos, a dos guerras mundiales, otra. Son los rostros trágicos, acomodaticio uno, desafiante el otro, del despojo jamás consentido y el “no” pronunciado a la cara de la resignación. El drama tornará a subrayar la “cuestión de Israel”. Pensée, ciega, hija de Louis y de Sichel, se declarará judía, por ende copartícipe de la sangre de Cristo. Para Claudel (huellan los umbrales del viejo continente, cinco décadas no bastan para explicarlos, disimulados por la miopía universal, la schoa y el nazismo) el tema no se circunscribe a una injusticia colectiva, adquiere una dimensión religiosa. Refleja la atmosfera de su tiempo, que pudo ser la del siglo XIX a las puertas del XX. No expone convicciones sino interrogantes. La experiencia y la reflexión han modificado la postura del antisemita y antidreyfusard de la juventud. Hacia 1916, viajará al Brasil, acompañado de su secretario, el compositor Darius Milhaud.
Milhaud se calificaba, con cierta imprecisión geográfica local, de “francés provenzal de religión judía”. La dispersión se asentaba, para él, en un solar que ya no era de adopción sino tan propio, tan “nacional” como el de sus conciudadanos de fe cristiana.
Más tarde (1941), Paul dirigirá una carta al Gran Rabino de Francia, para expresarle su solidaridad y su indignación por la persecución emprendida contra su religión y su pueblo. Tratará a Israel de “hijo mayor de la Promesa”. El gobierno de Vichy dispondrá la vigilancia del poeta.
La tonalidad lirica invade el cierre de la trilogía. El mural de la Europa convulsionada ensombrece sus detalles, enciende sus conflagraciones detrás de las bambalinas. Libera el espacio escénico, para favorecer a una historia de amor y de honor aligerada del fárrago del debe y el haber, de la hipocresía (¿flagrante?) de las segundas intenciones.
Le père humilié (el título se deriva de la reclusión simbólica del papa en el Vaticano, de su autoelegido “secuestro”) prescinde de contradicciones abandonadas al arbitrio de la fuerza. La práctica dialogal de la disputa se remansa hasta una manera de ir develando entendimientos. Subsisten la renuncia y una desolación mitigada. Las exalta el reflorecimiento poético del verbo claudeliano. Pensée, hija ciega de Sichel y de Louis, Orian y Orso De Homodarmes, Sichel (sus motivaciones, oscuras, angustiadas, se han dulcificado), comparten la dinamia de los cuadros con Pío IX, el frére mineur y dos comparsas ocasionales, nostálgicos, Lady U y el príncipe Wronsky. El coloquio de los hombres de iglesia (cercano a la confidencia del penitente a su confesor, del pontífice agobiado al humilde franciscano) en torno a la reducción de los Estados Pontificios, de una construcción tan redonda, tan singular que roza la autosuficiencia, es igualmente indispensable al conjunto desde la perspectiva teatral. El subsiguiente acatamiento del enamorado Orian de la súplica de Pío Nono (la línea central reasume la preeminencia) toma distancias de la crueldad de L’Otage. Defenderá la Roma asediada. Su amor ha de consumarse no con la “angustia y el torcedor” de Partage demidi, sino subordinado a fines eclesiales y espirituales. Derrotada la causa, la guerra franco-prusiana lo convocará de vuelta a las armas. La caballerosidad se impondrá a los sentimientos. Sugiero releer el largo y bello diálogo de despedida de Pensée y Orian. (Habrá todavía un encuentro íntimo y desesperado, invisible a las tablas).
La contienda de los hermanos De Homodarmes por el amor de Pensée se asemeja más a una competencia de generosidades. Orso se ha comprometido con la triple heredera de las estirpes de Le pain dur. Su rival ha renunciado a solicitarla obediente a la súplica papal. Romperá el menor el noviazgo cuando advierta, entre la amada y Orian, el vínculo de la vocación mutua tan cara a Claudel.
El escritor omite la caída de los amantes con el criterio de un hombre de teatro consciente de la eficacia de veladuras, del tiempo contenido y el misterio. Pensée está encinta. Ella y Orian se medirán en desiguales platillos de la balanza: la pertenencia y el alejamiento. Prefiguran a la Proeza y al Rodrigo de El zapato de raso. La hija del renegado Cacha-Diablo (se ha reportado la existencia real de un corsario turco del siglo XVI, Hardín Cachi-diablo) y de Proeza será criada por Rodrigo, de cuya vejez se apartará para unir su juventud a Juan de Austria, a la cabeza de la armada de la Liga Santa, en Lepanto…
Orián ha muerto. Orso, regresa a Pensée y a una silenciosa Sichel. Simula la voz y la presencia del primogénito. Pensée lo identifica. Se anticipa al anuncio irreversible. Por el niño, da a Orso la mano en matrimonio. El hombre de honor ha de tornar a los combates, a la muerte acaso.
¿Solo ofrece su nombre? Ha traído un presente. Ha guardado el corazón de Orián entre las raíces de una planta. El gran gesto romántico y simbólico pide el telón definitivo. Una redacción previa, tremendista, cambiaba la ofrenda de la víscera por la cabeza del difunto.
Paul Claudel nunca retirará las cortinas de una cuarta ventana. No quebrantará los trabados herrajes. Por tal mirador ilusorio habría proseguido el curioso la lectura. Hojearía la crónica de una estirpe acrecentada por los caudales, variados y confluyentes, de la sangre —Côufontaine, Turelure, Abenicht, De Homodarmes. Observador objetivo de encontradas relaciones, compartiría con los protagonistas el humano vaivén, la convivencia de ideales y sinuosos instintos. Acosará al poeta la veleidad de descorrer las pesadas telas. Las Memorias improvisadas rememoran el desvanecimiento de una visión nocturna que proyectaba sus nieblas a una continuación. Según asevera Paul a Jean Amrouche, una idea no basta para desbordar indecisos contornos y desencadenar el proceso de la creación. Ha de arrastrar la imaginación y la inteligencia del poeta. Determinados puntos suspensivos de la trilogía tuvieron tal vez por sobrescritos ciertos parlamentos y peripecias de El zapato de raso. La renuncia, la elección de un destino, el amor, la ingratitud…: Don Rodrigo ascenderá a las alturas de la gloria imperial y descenderá a presa de su tiranía… El aliento épico y lírico —a menudo matizado de un humor socarrón—, la asunción del universo del fresco español deslavan con esplendida luz los arcanos del libro no escrito, amarillan hasta la invisibilidad la tinta de sus planas. Solicitados por el lector de un periplo irrealizable, ¿encenderían los vestigios de esos fuegos la mecha de una vela, iluminarían compasivamente la reminiscencia y la cuna vacía del vástago de Orian y de Pensée.