«Las palabras de la ley», ensayo de Fabián Corral B.

La literatura y el derecho, la palabra y la norma, son hermanas, y constituyen a la vez, paradojas esenciales. Son amigas y enemigas y, con más frecuencia, compañeras indiferentes...

La literatura y el derecho, la palabra y la norma, son hermanas, y constituyen a la vez, paradojas esenciales. Son amigas y enemigas y, con más frecuencia, compañeras indiferentes. Escritores, poetas y juristas conviven, a veces sin quererlo, en la palabra, y comparten la fascinante realidad del idioma, pero desconfían de la tarea del Otro; los unos, porque desprecian el utilitarismo de las leyes y su propósito, escondido o explícito,  de reprimir las libertades  y de articular la obediencia; los otros, porque creen que contar, imaginar, decir buscando la belleza o la memoria, son tareas inútiles, contrarias al pragmatismo de la legalidad. Cada uno desde su torre de marfil, desprecia las tareas ajenas. Así, literatura y derecho prosperan entre la indiferencia y el conflicto.

Aquello no excluye, sin embargo, el testimonio de obras excepcionales, como El Proceso (1925) de  Kafka, en que el autor explora desde la literatura la tragedia de los seres atrapados en el laberinto de los juicios, o de aquellas en que, con extraordinaria lucidez, pensadores como José Ortega y Gasset (vid. 1966) o Eduardo García de Enterría (vid. 1994), advierten la extraña y sorprendente hermandad de las dos vocaciones humanas que usan como herramienta la palabra.

1. Literatura del poder, entre la ficción y el testimonio

El poder, como fenómeno político, y como tragedia social, es quizá, el punto en que coinciden con más frecuencia la literatura y el derecho. La novela del poder, testimonial, dolorosa y veraz, es  género latinoamericano por excelencia. Narración de las aventuras y desventuras de esos personajes peculiares de nuestra historia: los caudillos, sus secuaces y el pueblo obediente, que conviven en un pacto implícito de mando y servidumbre.

La novela del poder es la crónica del genio y de la figura de caudillos y redentores. Y, al mismo tiempo, es la historia de la negación del derecho, de la destrucción de ese alero que sirve de refugio a la persona común frente a las tormentas autoritarias, fabricado de palabras, que encarna ideas y que se sustenta en valores: la ley.

La literatura latinoamericana, especialmente en el siglo XX, se ocupa del derecho con más frecuencia en la perspectiva de su negación; en la transformación de la ley en voluntad de poder, de las constituciones en vestuario de los caudillos, de las instituciones en los canales de expresión del mando, de la democracia en ficción electoral, de la república en palabra vacía. Esta es la polémica y trágica concurrencia del derecho, la literatura y la política.

Yo El Supremo (1974), de Roa Bastos; El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias; Oficio de Difuntos (1976), de Uslar Pietri; El Otoño del Patriarca (1975), de García Márquez, o La Fiesta del Chivo (1998), de Vargas Llosa, son, a su modo y en su tiempo, la narración de la arbitrariedad, de la ausencia de los derechos como potestades individuales que nacen de la dignidad de cada ser, de la manipulación del derecho como norma y de la transformación de las constituciones en las hojas de ruta de proyectos autoritarios.

La novela política latinoamericana es la crónica de la abolición del estado racional, llamado, hasta hace poco, “estado de derecho”; es la historia de la negación de aquella ingenuidad doctrinaria de que “la ley es el poder sin pasión” (cfr. Aristóteles, 1995: 219), de que la república es escenario de derechos y campo propicio para el disfrute de las libertades. La literatura ha dicho, con excepcional claridad que, desde los tiempos fundacionales, en nuestra tierra americana, la ley es el poder apasionado, el poder secuestrado, el poder utilitario. Ha dicho que la república es apenas una palabra que se transforma en sarcasmo cuando se contrastan las ilusiones de liberales y demócratas con la realidad, con aquella verdad que es el argumento de esos libros, en los que se cuenta desde la barbarie de la mazorca del dictador argentino, hasta las extravagancias de Vicente Gómez, el dictador gallero de la Venezuela dolorida de siempre, pasando por la truculenta figura de Trujillo y por las extravagancias del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, en el Paraguay del siglo XIX.

El más importante punto de contacto entre el derecho y la literatura, al menos en América Latina, es la novela histórica que, a veces, es simplemente biografía del hombre de poder, o  certera caricatura de la trágica comedia que son sus regímenes. Novelas, crónicas y testimonios históricos son la narración de la negación del derecho; testimonio de la juridicidad abolida, de la norma entendida como herramienta de la voluntad de poder, de la democracia reducida a una oligarquía por representación, del pueblo transformado en espectador, de los juristas convertidos en ministriles, de los intelectuales silenciosos en su papel de cómplices, de los ciudadanos en el papel de siervos  complacientes.

Los novelistas de ese género, algunos al menos, son  extraños sobrevivientes del tiempo hipotético de las libertades. Otros, con menos talento y con ninguna dignidad, se transformaron en los panfletarios del caudillo o en narradores de sus  grandezas y aventuras.

Desde los remotos episodios de la inauguración de las repúblicas, cuando algunos juristas y  muchos políticos abdicaron de su papel de vigilantes del derecho, la literatura tomó la posta y, desde entonces, como el chasqui incaico, lleva el mensaje de la decadencia republicana y, quizá, el atisbo de la esperanza de que, alguna vez, el poder estará, de verdad, al servicio de los ciudadanos. Esa literatura portadora de una historia que se confunde con la versión mágica de la realidad, fue, y es, escritura subversiva.

Este género ha sido fecundo en América Latina, quizá marca registrada de nuestra tierra, y es evidencia del encuentro polémico entre la literatura y el derecho. Constancia lúcida de la evidencia de su negación casi permanente por la política, entendida como el quehacer del poder sobre la sociedad, y de la transformación del estado de derecho en el estado de autoridad.

La novela del poder, ya sea en la versión de Vargas Llosa, o en la de García Márquez, o en la de Roa Bastos, es la historia de las jefaturas supremas, de la personalización de la autoridad, de la concentración de los poderes. La literatura cumplió el papel de testigo, de cronista y de crítico, y así suplantó a la historia, enriqueció la memoria y lo hizo desde la narración. Semejante circunstancia permitió, además, que las historias fuesen contadas con el excepcional talento de los novelistas, y que a la simple cronología de los hechos y a la mención de los redentores portentosos, se agregue la gran capacidad de evocación que hace de la buena novela un género vívido, una especie de resurrección histórica.

Literatura y literatos del poder hicieron una renuncia incómoda pero imperativa: la renuncia a la imaginación, porque los hechos la superaron y dejaron a los escritores de novelas en el papel de cronistas y, a veces, de testigos presenciales y de rigurosos narradores de los acontecimientos. La política latinoamericana retratada de ese modo no requirió de fábulas ni de fabuladores, no fue preciso apelar a ese recurso que, en otra dimensión y en otros espacios, es el alma de la novela (Cfr. García Márquez, 1989).  Es la prevalencia de la realidad que abruma, y ausencia de la imaginación que adorna.

La superación de la imaginación por los hechos —el realismo mágico— es el hilo argumental de la novela política latinoamericana. La transformación del novelista en cronista obedece a una vieja tradición: en América, la literatura comenzó con las Crónicas de Indias, que fueron, al mismo tiempo, reportajes de la conquista, testimonio a medio camino entre la mitología, la ficción y la historia (cfr. Vargas Llosa, 2002); fueron la visión de los vencedores, al estilo de Bernal Díaz del Castillo o de Pedro Pizarro o de Pedro Cieza de León; pero, a veces, fueron también testimonio de los vencidos, como  la estremecedora y rica crónica del Códice Florentino y de la memoria de los antiguos mexicanos, que recogió Bernardino de Sahagún.[1]

Los hechos protagonizados por caudillos y dictadores, por cortesanos y delatores, superaron a la capacidad soñar y a la posibilidad de imaginar. Caudillos y hombres fuertes lo inventaron casi todo, desde el entierro, con pompa napoleónica, de la pierna de Antonio López de Santa Anna, el portentoso reyezuelo mejicano, hasta las extravagancias de Vicente Gómez, el  venezolano; desde la austeridad casi monacal del doctor Francia, hasta las disparatadas grandezas de Trujillo, el Protector de la Dominicana; desde las anécdotas de los jefes de las montoneras argentinas, hasta las tenebrosas celdas destinadas al entierro en vida de los opositores a todas las revoluciones; desde “la mazorca” de Juan Manuel Rosas, hasta la adoración al general Perón y la consagración de la sociedad argentina a la santidad laica de Eva Duarte.

Fruto de los hechos, evidencia del realismo mágico, es la historia de José María Velasco Ibarra, el gran ausente y eterno presidente del Ecuador. Velasco triunfó cinco veces, en elecciones libres. En cada ocasión, al poco tiempo de ejercer la presidencia,  sufrió destitución y destierro, a veces por el mismo pueblo que lo aclamaba en tiempos de plenitud política. Realismo mágico cuyo protagonista es un personaje ascético, culto, jurista, demagogo, filósofo, que espera la novela magistral aún no escrita, que evoque aquellos increíbles años de un país —llamado por entonces el último rincón del mundo— anclado entre la línea ecuatorial y los Andes, que vivió casi cuarenta años suspirando por el caudillo ausente, para derrocarle cada vez que retornaba como el redentor de todos los males.

Al realismo mágico corresponden escenas que muestran a masas de indígenas humildes, arrebujados en sus ponchos multicolores, reunidos en la plaza de cualquier aldea andina, aplaudiendo a rabiar el discurso en que Velasco Ibarra se elevaba a consideraciones filosóficas sobre Kant, Hegel, Kelsen u Ortega y Gasset. O aquellas donde se aplaudía al “doctorcito”, a su imagen, distante, urbana y paternal, atrincherada en el balcón de alguna casa solariega, listo para decir su inefable oración al pueblo. La literatura, en ese escenario, no necesitará construir argumentos ni apelar a la imaginación. Será preciso narrar y hacer una fotografía del instante, que es la del pueblo sumiso y esperanzado aplaudiendo a su caudillo, que ejercía el oficio de su retórica desde la distancia de su discurso.

El caso de Velasco Ibarra es un punto de inflexión entre la literatura y el derecho. Velasco es un personaje novelesco sin novela; es un populista culto, jurista recursivo y talentoso, que sabía argumentar con lógica implacable, propiciar constituyentes y redactar constituciones, y cuando era preciso, dar golpes de Estado. Velasco usó el derecho y lo transformó en la hoja de ruta de sus revoluciones. Velasco es vértice entre el derecho político, la doctrina constitucional y la negación de las instituciones. Escritor prolífico, abogado ilustre, ensayista y académico, constitucionalista de fuste y de discurso, fue, sobre todo eso, hombre de poder. Su trayectoria es la historia de la contradicción constante entre política y derecho, entre la  literatura —porque literatura fueron sus numerosos discursos— y la  ley.

2. Las dos lógicas, distancias y coincidencias

La novela y el derecho usan la misma herramienta; tienen, por tanto, una raíz que les vincula y les ata. La ley, como la novela, son expresiones de la lengua. El idioma es el hilo conductor de los mandatos, permisiones, prohibiciones y declaraciones que regulan la conducta y articulan la vida del hombre en sociedad. La norma es lo que podríamos llamar “la literatura de los comportamientos”, y es también, parte sustancial del discurso del poder político.

La literatura es lengua, palabra, memoria, rara vez es silencio,  y puede serlo en tiempos ominosos de censura y de opresión. Usualmente es narración, pero la narración inevitablemente encarna la sociedad y sus huéspedes: nace de ellos y vuelve a ellos, y sirve también para que algunos hombres y mujeres, curiosos e inconformes, se evadan y superen sus límites; sirve para curar con la imaginación, o con el simple discurrir de los hechos que se cuentan; sirve para evocar y crear mundos mejores, o para enterrar al lector en tragedias imaginadas, en ilusiones inventadas, en mundos hechos partir de la humanidad, pero contra esa misma humanidad. La lengua evoca con frecuencia esa realidad inescapable, esas ilusiones movilizadoras, en donde germinan los derechos y caminan las soledades y las compañías. En otras ocasiones afirma las razones del poder.

La literatura y la ley son hermanas. Su sitio de encuentro y de partida es la siempre fecunda y paradójica sociedad. Ambas tienen un punto de contacto conflictivo, esquivo y polémico en el asunto de las libertades. Novelas, ensayos y poesías se ocupan inevitablemente de la libertad, ya para contar sus dramas o alabar sus triunfos, o para edificar sobre ella las hipótesis de un mundo feliz, ya también para discurrir, a su modo y en su forma,  en torno a  historias de esclavitud, servidumbre y abdicación.

La libertad es la sustancia de la literatura, ella nace de su ejercicio y muere con la represión y la censura. La literatura, a veces, se concreta en la historia de la libertad soñada a partir de la locura de un idealista que se estrella a cada instante con la realidad. Esa es la del Quijote. Es otra la historia de la libertad censurada y del poder triunfante, como ocurre en 1984 (1949) de George Orwell. Otra es la historia contada desde la riesgosa afirmación de la libertad, pero nacida de las entrañas del poder, como La Fiesta del Chivo. Diferente es la historia sencilla y didáctica de cómo se forman el poder y el contrato, en el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe. Y otra es la narración de los vericuetos en que se pierde la justicia, como ocurre en El Proceso de Kafka.

Entre la literatura y el derecho hay puntos de contacto,  el más obvio es el uso de la lengua, y el más conflictivo, su posición ante el problema de la libertad. Sin embargo, las lógicas a que cada uno obedece marcan las inevitables identidades y distancias.  Norberto Bobbio, aludiendo a la sustancia de la norma jurídica, dice que literatura y derecho tienen su propia estructura lógica y lingüística. Ambas son expresiones del idioma, son lengua.

Creo que se pueden distinguir tres funciones fundamentales del lenguaje: la descriptiva, la expresiva y la prescriptiva. Estas tres funciones dan origen a tres tipos de lenguajes bien distintos: el lenguaje científico, el poético y el normativo (…) un código, una constitución, son ejemplos muy interesantes de lenguaje normativo, así como un tratado de física o biología constituyen ejemplos característicos del lenguaje científico, y un poema o un cancionero son ejemplos representativos del lenguaje poético.

(1996: 60-61)

Según Bobbio, las distancias y diferencias entre literatura y derecho se advierten en la función del lenguaje. El lenguaje expresivo, literario o poético, tiene una función expresiva que:

(…) consiste en hacer evidentes ciertos sentimientos y en intentar evocarlos en otros, en modo tal de hacer participar a otros de alguna situación sentimental; la función prescriptiva, propia del lenguaje normativo, consiste en dar ordenes, consejos, recomendaciones, advertencias, de suerte que influyan sobre el comportamiento de los demás y lo modifiquen.

(62).

De allí que la literatura sea testimonio que evoca hechos, días, gentes y procesos, y de ese modo convoca sentimientos. El derecho, en cambio, tiene la finalidad de articular comportamientos, de normar conductas, de perfilar un modo de ser social, por eso y para eso prescribe, ordena, prohíbe. Y lo hace a través de las palabras de la norma.

El derecho se ocupa, a su modo, de la libertad. Si la libertad no existiese, la ley no tendría razón de ser. Los estados serían un estatuto organizado de servidumbre y las sociedades, un escenario caótico de anarquía. Para el jurista y el legislador republicanos el punto de inflexión, el que distingue a la república de la dictadura, está en encontrar el certero equilibrio entre el mandato prudente y la permisión, entre el margen que se deje para el ejercicio de los derechos individuales y de las libertades y los límites que el interés común impone.

Lo problemático del derecho es que proviene de las órdenes del poder. En esa perspectiva, con frecuencia,  el legislador se desvía de la tarea primera de proteger a los derechos individuales —facultades y refugios de la gente— e incurre en el papel de represor, de instrumento al servicio del silencio. La norma se emplea, al mismo tiempo, para declarar las libertades, señalar los límites de la burocracia portentosa; pero también para condenar rebeldías legítimas y expropiar las facultades de la gente. Sirve, a veces, para imponer caminos sin apelar al consentimiento, para determinar un destino colectivo sin consultar los intereses de las familias y las personas.

El derecho, cada vez con más frecuencia, queda atrapado en las visiones de iluminados que creen ser portadores de la verdad, y se convierte en expresión de las ideologías, esos catecismos y dogmas que descartan réplicas y debates, y que condenan diversidades y disidencias.

La literatura no está tampoco a salvo de semejantes riesgos: en no pocas ocasiones, los intelectuales se han puesto al servicio del poder, han abdicado de su función de críticos, de su tarea de testigos, de creadores, y han optado por ser panfletarios eficientes, fabricantes de argumentos para proteger al gobernante, para edificar en torno a la persona  del caudillo escenarios de grandezas, alfombras rojas, liderazgos falsos, timbales  y fuegos de artificio.

Lo problemático del derecho es que, inevitablemente, nace de la legislatura, que es poder, y el poder, incluso el legítimo, es adversario de la libertad. La ley es la imposición unilateral que llega desde arriba; es obligatoria, y puede ser injusta. El derecho se ocupa, al mismo tiempo, de la libertad y de la obediencia, de las garantías y de los mandatos, y ese es su gran conflicto.

La literatura se ocupa también, a su modo, de la libertad: la expresa, la rubrica, la testimonia con el esfuerzo creativo, y con una narración que puede ser más imaginativa que histórica. Mantiene vivo el sentimiento de autonomía individual y la conciencia de la  dignidad. La literatura no pretende marcar comportamientos ni determinar conductas. Pretende decir, contar, evocar sentimientos, nostalgias y hasta suscitar rebeliones. El escritor no quiere normar, ni quiere, como el jurista, prescribir el debe ser. Quiere describir, explorar al ser, sus tendencias y angustias, rememorar los vericuetos en que ese ser se  mueve, recordar sus tragedias y sus ilusiones.

La literatura, a diferencia del derecho, quiere compartir, y esa es, en cierto modo,  su sustancia. Se escribe como mensaje a destiempo para que el Otro lea.

Escribir es entablar un diálogo sui géneris en la soledad de la escritura. Por eso, el que escribe debe pensar siempre en el que lee (…) El lector es el reto, el destinatario y el tribunal. En él vive el artículo, el ensayo o el libro, y no es necesario que lo sea siempre a gusto; a veces lo escrito debe vivir en el lector a disgusto, a su pesar, suscitando su discrepancia y su debate. Entonces se alcanza la plenitud polémica.

(Corral, 2002: 13)

Albert Camus dijo, al recibir el Premio Nobel de Literatura,

El arte no es a mis ojos un deleite solitario. Es un medio para conmover al mayor número posible de personas ofreciéndoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y de las felicidades comunes (…) Es por ello que los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender antes que a juzgar, y si tienen que tomar un partido en este mundo, no podría ser otro que el de una sociedad, en la que según las grandes palabras de Nietzsche, ya no reine el juez  sino el creador.

(2003: 57)

El derecho, al contrario, no se propone compartir, ni suscitar ideas, ni promover polémica. El derecho puede ser extraño a la estética, aunque no lo deba ser ni a la moral ni a la historia. Se propone hacer explícitas las pautas jurídicas de comportamiento; permitir, prohibir, suscitar obediencia, tolerar o condenar, prescribir, que, en definitiva, es imponer. Los juristas escriben bajo la consigna utilitaria de obtener, o de preservar, un determinado modelo de sociedad. Su relación con el poder es esencial, ya sea que obre el jurista como legislador, ya como defensor.

3. Literatura y derecho político, las ficciones necesarias

La literatura y el derecho público tienen otro punto de encuentro: la ficción.

La novela es ficción, a veces, nacida de la pura capacidad imaginativa, de la potencia fabuladora, de la “memoria” de lo que nunca ocurrió; pero, con frecuencia, también la novela es hija de la realidad, es, como dije, realidad contada, vida cotidiana narrada con talento,  es el reportaje del poder.

La ficción, al parecer patrimonio exclusivo de la literatura, sin embargo, empapa al poder, penetra en el derecho, y hace de las doctrinas políticas, hipótesis, mitos de legitimación, teorías que permiten con alguna certeza y otra tanta precariedad,   justificar el hecho de mandar y darle razones a la obligación de obedecer.

La literatura es ficción, salvo sus proximidades con la historia y con la realidad cotidiana, esto parece incuestionable; pero que el derecho sea ficción, puede parecer improbable y  hasta absurdo. Sin embargo, una reflexión que penetre un poco más allá de la superficie de las normas y de los dogmas políticos, dejará al desnudo la evidencia de que el poder político es un poder fiduciario, condicionado por hipótesis, articulado en torno a ficciones y sometido a la creencia colectiva de que es legítimo y de que puede ser útil. La obediencia misma se basa en la creencia en una ficción: en la legitimidad del mando.

Hablando de la legitimidad, ese arduo y no resuelto problema de la teoría política, Bertrand de Jouvenel dice que:

Este principio es, unas veces, la voluntad divina, cuyos vicarios serían ellos; otras veces, la voluntad general, de la que serían mandatarios; o bien el genio nacional, del que serían encarnación, o la conciencia colectiva, cuyos intérpretes serían, o incluso el finalismo social, del que ellos serían los agentes.

(1998: 71)

Pero todas esas vertientes doctrinarias están, en definitiva, basadas en la ficción de la soberanía, de la cual nace el derecho inapelable a mandar y la obligación de obedecer. El concepto de soberanía se alimenta de la ficción de que existe “una voluntad suprema que ordena y que rige a la comunidad humana, una voluntad buena por naturaleza y a la cual resulta delictivo oponerse, voluntad divina  o voluntad general” (75).

A las ficciones políticas, a veces muy próximas a la literatura, les da sustento el consenso y un sistema de creencias que hace posible el ejercicio del poder y su legitimidad. La creencia en una ficción hace posible el estado y la obediencia a las leyes. Las doctrinas políticas, su diversidad y abundancia, ponen de manifiesto que todas ellas, a su modo y en su tiempo,  fueron y son hipótesis, ficciones que queremos convertir en realidad, esfuerzos para dotarle de explicación racional al fenómeno del poder y el hecho de la obediencia.

Las sucesivas “invenciones” imaginadas para dotarle de legitimidad al poder y de razones morales a la obediencia, han sido tan fértiles que parecen literatura. Si se leen ahora los innumerables textos (e intertextos) acerca del origen divino del poder, y de su revelación a favor de la realeza, quedará en no pocos lectores la impresión de que está frente a una novela de caballerías, y no a rigurosa doctrina política.

¿No es parte de la ficción casi novelesca aquello del Papa de Roma, dictando la bula por la que asignó a España y a Portugal la propiedad sobre América recién conquistada, y en la que dispuso la división de sus territorios entre los dos imperios, todo en nombre de Dios y por obra de la revelación?

¿No es mejor que novela, la carta del conquistador español Lope de Aguirre al rey Felipe Segundo, increpándoles su ingratitud y mezquindad y afirmando el primer sentimiento de independencia?

Las ficciones no son cosa del pasado. Están presente en el poder, en los fundamentos del Estado, en la democracia plebiscitaria, en la teoría de la soberanía popular, en la suposición de que el pueblo existe como entidad política orgánica, en la representación política de los electores por los diputados, en la presunción del conocimiento de la ley. “Pensar que toda nuestra convivencia, nuestros sistemas políticos, nuestras teorías éticas se basan en ficciones, nos estremece” (Marina, 2008: 211). Como Marina escribe, nuestras sociedades políticas están edificadas sobre ficciones constituyentes. “Entiendo por ficción constituyente aquella sobre la que se puede construir un proyecto real, de tal manera que si desaparece la ficción, lo construido se desploma” (210).

Y son ficciones constituyentes la democracia plebiscitaria, los derechos de los revolucionarios, la legitimidad del poder, el absolutismo de las asambleas y el derecho absoluto de las mayorías. A veces, el propio Estado parece una ficción que ostenta, como en la mejor novela de Orwell, la posibilidad infinita de penetrar en la intimidad, invadir las conciencias, determinar los sentimientos y controlar hasta las pasiones. La Rebelión en la Granja (Orwell, 1945) es la parábola de una verdad edificada sobre las ficciones de las teorías revolucionarias, y es una parábola trágica, espejo de lo real.

Siempre la literatura de ficción encontró un competidor en la historia, en el Estado, en la política y en las teorías de la justificación del mando y de explicación de la obediencia, y en esos seres impredecibles, a medio camino entre redentores y déspotas, que han sido, a la vez, materia prima de la novela, o que en sí mismos han sido novela, por su truculencia, su vocación por la eternidad en el mando, su convicción de seres hijos de la revelación.

Referencias bibliográficas

Aristóteles. Política, Madrid, Istmo, 1995.
Asturias, Miguel Ángel. El señor presidente, Cátedra, Madrid, 1996.
Bobbio, Norberto. Teoría General del Derecho, Debate, Madrid, 1996.
Bodenheimer, Edgar. Teoría del derecho, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1997.
Corral, Burbano de Lara, Fabián. Notas para un lector, Santillana, Quito.
De Jouvenel, Bertrand. Sobre el Poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 1998.
García de Enterría, Eduardo. La Lengua de los Derechos”,  Alianza Universidad, Madrid, 1994.
García Márquez. “La soledad de América Latina”, El coronel no tiene quien le escriba. Cien años de soledad. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1989.
El otoño del patriarca, Barcelona, Bruguera, 1982.
Kafka, Franz. El proceso, Akal, Madrid, 2007.
Marina, José Antonio. La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación, Barcelona, Anagrama, 2008.
Ortega y Gasset, José. “La deshumanización del arte e ideas sobre la novela”, Obras Completas (1917-1928), TomoIII, Revista de Occidente, Madrid, 1966.
Orwell, George. 1984, Destino, Barcelona, 1984.
La Rebelión en la Granja, Ediciones Leyenda, México, 2004.
Pietri, Uslar. Oficio de difuntos, Seix Barral, Barcelona, 1995.
Roa Bastos, Augusto.  Yo El Supremo, Barcelona, Cátedra, 2005.
Vargas Llosa, Mario. La verdad de las mentiras, Madrid, Alfaguara, 2002.
La fiesta del Chivo, Alfaguara, 2000.


[1] Conocido también como Historia general de las cosas de Nueva España (nota del editor).

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