pie-749-blanco

«Las prosas de un poeta», por don Bruno Sáenz A.

Reproducimos para ustedes la intervención de don Bruno Sáenz en el acto de presentación del libro «Hojas del árbol de la vida», de don Julio Pazos B, que se realizó el pasado 21 de abril.

Artículos recientes

El pasado miércoles 21 de abril, la Casa de la Cultura Ecuatoriana «Benjamín Carrión» y la Academia Ecuatoriana de la Lengua presentaron «Hojas del árbol de la vida», última obra de don Julio Pazos Barrera. En este acto intervinieron don Camilo Restrepo, presidente de la Casa de la Cultura, doña Susana Cordero de Espinosa, directora de la Academia, don Bruno Sáenz Andrade, miembro numerario, y el autor. El video de todo el evento puede verse en este enlace.

A continuación, el texto de la intervención de don Bruno Sáenz:

Prólogo

Julio Pazos…Para el estudiante, el amateur de la piedra, la talla y la historia de las truncadas auroras de nuestro país (aún no acaba de despertar), su figura es la del maestro universitario y la del escudriñador de volúmenes arquitectónicos que disfruta compartiendo sus descubrimientos. Para el aficionado a la cocina nacional, se muestra como el investigador de recetas y combinaciones culinarias, sobre todo de sabores ancestrales. Dobla su apetito ideal su calidad de reconocido anfitrión. El lector lo reconoce en una poesía que, ajena a la pura evidencia, a la simpleza de la reproducción verbal, quiere recoger, con nostalgia y sentido crítico, con amor al objeto y a la letra, la intimidad y las varias singularidades nacionales. El autor va refinándose, esencializándose desde ya una lejana Ciudad de las visiones, hasta las sugerencias pronunciadas con voz serena, semejante no sé si al misterio o a su revelación, propias de sus publicaciones tardías. La literatura le ha ofrecido algunos reconocimientos (cito el prestigioso Casa de las Américas y el Premio Nacional Eugenio Espejo), y su buena conciencia idiomática la dignidad de miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Y, más que mediada su séptima década de vida, no ha abandonado su obra ni perdido la curiosidad.

Pero Julio no solo es hombre de letras, de empolvadas galerías y de trastos de una cocina con visos de legendaria. Quienes nos movemos cerca de este baneño de alma nacional, lo conocemos como un conversador singular, como un tejedor y divulgador de anécdotas, de episodios y curiosidades que generalmente lo han tocado de cerca en la familia o el entorno de pueblos y ciudades. Narra intempestivamente. Se inicia con un “¿Ya les he contado…?” o una expresión análoga. Desarrolla su ejercicio de comunicación e información acordándolo a su memoria y a su ánimo, ampliándolo o acortándolo (una prodigiosa variedad no lo exime de la remozada repetición de los hechos). No ha faltado el amigo dispuesto a sugerirle la conversión de los testimonios verbales a la relativa perennidad de la palabra escrita, preguntándose a la vez si las convenciones literarias podrían reducir su espontánea oralidad a las fórmulas bien probadas pero ineludibles del arte.

De cierta manera, estas Hojas del árbol de la vida, esta recopilación de alrededor de cuarenta relatos, satisface la amigable exigencia. La respuesta a la interrogación anterior no es terminante. Se advierte en ellos un cuidado mayor, la voluntad de elaboración resulta mucho menos evidente en los “cuentos” transmitidos por vía puramente verbal, ajena a la escritura. Las anécdotas se entrecruzan, aquí y allá, se sostienen una a otras dentro de un mismo texto. Introducciones y transiciones obedecen a la necesidad de claridad de la exposición, pese a determinados saltos breves de una circunstancia a otra, típicos del poeta habituado a sugerir, a solicitar la activa colaboración del lector… Reflexiones de libre formulación interrumpen el cuerpo principal o lo clausuran… No hace falta buscar la relación directa, automática, de adiciones e interpolaciones con el desarrollo. Establecen un ambiente acaso póstumo, proyectan una luz indirecta sobre su significado. Cabría dudar un poco de la denominación de “cuentos”. No solo palpan la referencia a la realidad. A menudo no concluyen. Son relatos que hasta imitan a la vida en la ausencia de trama y de terminación definitiva. Ese es su mensaje radical, si de mensaje han de ocuparse: las ventanitas se asoman a un exterior que no deja de concernirnos. La observación y la inteligencia se ceden los turnos de la contemplación, la del presente, sí, aunque incidentalmente del pasado; la del gesto cotidiano, sin excluir el excepcional (suelen, quizá, identificarse) y la referencia cultural y artística.

El género no pretende ser nuevo. Trasciende, gracias a la participación del testigo, a su toma de partido sentimental o a su supuesta despreocupación, a la nota costumbrista. La “costumbre” literaria se promete diferenciar los hábitos de un grupo social de los modos de ser y de actuar de prójimos y de extraños. Lejos se ubica el libro de los tiempos heroicos y la ilustre chismografía del volumen escolar. La visión de Pazos conserva las particularidades (aún lo excéntrico de una localidad) en tanto configuran el ser humano y espiritual de sus protagonistas, pero apuntan más lejos, a su inalienable humanidad. Y lo hacen con una paleta de neblinas y colores grises, no obstante cuidadosamente matizados. Con ternura, incertidumbre, ironía, protesta (suelen provocarla las sombras de la política), solidaridad, con un respeto desolado ante lo muy difícil de comprender o ante aquello que no se tiene derecho a comprender.

No me atrevo a distinguir, entre las figuras que dan ocasión a la narrativa de Pazos, a los “personajes” de los “tipos”. Los segundos abundan, pero lo íntimo de sus sentimientos les ofrece una entidad cercana a lo personal, apartándolas de la pura representación de un estrato popular, por ejemplo. El autor, la voz narradora, no tiene miedo de inmiscuirse, de comentar y calificar, de sorprenderse. La eventual pintura de caracteres prefiere difuminarse en la acción, la anécdota. Los protagonistas no se exhiben pasivamente, actúan o están enredados en su modesto devenir. Son unos con él. Algo de indefinido posee esta forma de contar, que la lleva a la subjetividad de la lírica.

La lucidez de Julio frente a su creación me parece indudable. Asienta la constancia de ella al menos en dos de sus relatos. Confirma allí la faz profunda de sus inquisiciones. En A la sombra de palmeras y guadúas se lee: “es la vida que, por fugaz que parezca, intercala el dolor, la tristeza, el desconcierto de la edad, los artilugios del pensamiento, la euforia del arte y las voces, siempre jóvenes, de la amistad”. Y en Un pescador sin piernas: “Recomiendan que al argumento termine con desenlace, recurso que conviene al suspenso que anhelante busca el receptor, pero en este caso nos conformamos con los hechos, lo que carecen de heroicidad y que, cuando más, informan”. Las dos consideraciones aclaran la intención de los relatos con mayor precisión que todo lo enunciado por esta breve aproximación. Se corrigen y complementan. Cabe insistir en el título del libro: Hojas del árbol de la vida. Hojas simplemente, sueltas o escogidas, no la masiva uniformidad del follaje. La majestad del tronco sostiene al árbol, es el árbol, pero el poderoso ente vegetal respira por su follaje, ofrece a la vista las ramas y la profusión de sus frutos. Por humilde que luzca, cada lámina verde defiende su responsabilidad, cede al aire su aroma, lo troca por una bocanada de oxígeno vital.

Epílogo no impreso, a vuelapluma

La opción de la síntesis se ha encarnado en un aleteo de pájaro sobre el plano del libro, un aleteo ignorante de los detalles y de los rincones del mapa, consciente tan solo de la visión panorámica de plazas y tejados. No voy a obligar al plumífero observador a emprender la inspección analítica de técnicas ni la elaboración de listados temáticos; al menos he de tentarlo a descender a los alambres de luz, nuestros nada estéticos “tallarines”, a fin de facilitar desde allí a su curiosidad la observación de tal o cual escena, siquiera a través de opacas ventanas, y brindarle la constancia del revuelo desordenado de las hojas por patios y corredores. He de subrayar una aparente contradicción: el revoltijo de ramitas secas y hierbajos, confiado a la brisa, contrapuesto a la sólida unidad del volumen, sustentada por el tono moderado del poeta y una invariable simpatía dedicada a todos y cada uno de los cristales de su caleidoscopio. La narración, verbo de un testigo de faz oculta y pronunciación astutamente inocente, enemiga de cualquier altisonancia, se atiene a un lenguaje diario, coloquial, salpicado a trechos por el eco de un oído entrenado o el rasgo furtivo de una reminiscencia erudita. Su expresión es popular y personal de modo simultaneo. Julio habla por sí, no lo hace tras el velo de dialectos robados a labios ajenos o ceñidos a una voluntad de representación naturalista. El conversador disciplina aquí su discurso, lo ciñe a una forma que podría ser definitiva, independiente de su innata facundia; constriñe la información multiforme a lo esencial. El texto se independiza de la volubilidad de la charla. Ya no es la sombra de su creador sino ente por derecho propio… Sin perjuicio de volver a transformar la crónica a caballo sobre la tertulia o de un capricho posterior de la pluma.

¿Qué percibe nuestra ave de presa de la atalaya de su inestable hilo de cobre y energía? El resorte animal de su cuello brinca de un relato a otro. Los va considerando y los deja caer. No en vano se trata de una “cabeza de pájaro”. Acaso el conjunto, el árbol, se le escape, y no distinga mucho más allá de los bichos humanos y su incomprensible agitación, es decir de algo nada bueno para comer o construir nidos. Los calificará de ramas desgajadas, láminas vegetales a medio amarillarse. Acaso se detenga fugazmente a picotear los surcos de una de las narraciones, de dos o tres de ellas, al azar. Probará su contenido y saltará enseguida del cerco de la página.

Hé aquí un puñado de muestras de una lectura atribuible al volátil sapiente:

Gustaría, de Chocolate, el esbozo de arcaicas costumbres culinarias, los sabores de la infancia, la revelación de las fobias de Montalvo (aquí, el chocolate; allá, otro es el ensayo, el aguacate), la dieta saludable aunque bizarra de la anciana tía, la destreza del autor para circular entre los temas sin provocar disonancias. De Sorprendente actividad sanguinaria advertiría el trueque de la pasión artística por la incipiente locura de una hematidrosis aproximativa y provocada. Humanizado por el comentarista, sería suyo el asombro que no busca causas ni respuestas. Un sueño le informaría de la confesión de la pecadora arrepentida, forjadora de un infierno tan personal o impersonal, a gusto del lector, como el del cuadro del hermano Hernando de la Cruz. Le haría sonreír el recurso casi burocrático de la enumeración pura y simple de viandas y de penas infernales. Con Los oficios de las Parcas seguiría al poeta, hastiado viajero, hasta detenerse junto a la estampa vistosa y serena de las tres hermanas, disminuidas de cómplices del destino a iluminación de revista. Ha de entrever la muerte como quisicosa privada de maldad, cotidiana… Y así…

La fotografía y el instante narrativo fijan el movimiento, lo prolongan. La responsabilidad del narrador se detiene a un costado de la vida, afirma lo inconcluso de un misterio dinámico, irresoluble. No toca al escritor armar las piezas de un rompecabezas. Propone antes un juego de reflejos, de imágenes que se complementan o rechazan, añaden o quitan del lienzo o la acuarela una esquina, una silueta, un paisaje, una golosina… Querría uno acercarse al mecanismo lírico-narrativo según va transformado, de modo parcial o invasivo, un episodio, un viviente diseño, trasladándolos a un marco diferente, a una parábola otra y semejante, a un sí es no es la misma cosa.

Pero llega la hora de soltar a mi pájaro ejemplar y simbólico, de devolverle el vuelo…

5 1 vote
Article Rating
0
Would love your thoughts, please comment.x