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«’Las secretas formas del tiempo’ de Diego Araujo Sánchez», por don Bruno Sáenz

La novela se centra en el siglo XIX, en el asesinato del presidente Gabriel García Moreno. Recoge las declaraciones de testigos incorporadas al proceso de la investigación, relatos y comentarios...

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Imagen tomada de la web de Alfonso Reece

Entre las ventajas de conocer a un autor o los primeros estados de un texto está la posibilidad de acudir a fuentes directas para asegurar su comprensión y evitar un comentario apresurado. Elimino con el propio Diego Araujo una duda proveniente de una lectura descuidada y confirmo cierta sospecha acerca de las libertadas de la ficción. Puedo ahora arriesgar un comentario a propósito de Las secretas formas del tiempo, segunda novela de Diego Araujo Sánchez. (El doble apellido se vuelve obligatorio. Un segundo Diego Araujo, Moreno esta vez e hijo del primero, se destaca en el campo de la cinematografía).

La novela se centra en el siglo XIX, en el asesinato del presidente Gabriel García Moreno. Recoge las declaraciones de testigos incorporadas al proceso de la investigación, relatos y comentarios de protagonistas e historiadores. Se desliza a la narración complementaria del descubrimiento del cadáver, oculto por precaución política y quizás devoción religiosa. Se desenvuelve al paso de una pareja de investigadores contemporáneos, una mujer y un hombre que, si bien se han de desempeñar en función de sus pesquisas, viven sus conflictos, su crónica de amor y sus apreciaciones, no siempre coincidentes, de hechos y de explicaciones. El autor construye este mundo paralelo y vital en continua superación de la banalidad cotidiana, de la que ha de desprender a sus figuras enfrentándolas a determinadas circunstancias conflictivas del quehacer público contemporáneo: el tráfico de obras de arte, el comercio de la droga, la mistificación de la propaganda gubernamental, la peste de nuestro siglo, la pandemia del llamado covid-19… No ha de sorprender que sea válido aludir a un actante sin voz, la muerte, tema subyacente y contrapeso de la voluntad de conocimiento y de amor. El resultado del trabajo concienzudo: una novela cuya estructura se sostiene sobre dos columnas alternas (ocasionalmente simultáneas), la recuperación polémica del magnicidio y sus consecuencias, la primera; la construcción de un afecto sobre las ruinas del ayer y la reconstrucción del añejo edificio, apoyado sobre las columnas siempre deleznables del presente, la segunda. De allí la diversidad de voces y de enfoques, particularmente en torno al asesinato; el cambio de perspectivas (generalmente críticas) y la reivindicación de la mujer, sea como redescubridora de verdades ocultas, sea como pieza fundamental de la máquina de la historia. En esta última característica, más aún que en el ejercicio de las voces múltiples, radica la novedad de la novela. En esta y en el desvelamiento de causas poco conocidas del hecho y la revisión de una añeja mitología urbana, como la que atribuye la crueldad de Rayo a la venganza por el supuesto adulterio de su mujer, o el papel de defensores de la legitimidad (la nuestra habitualmente asimiló la fuerza como su aliada) concedido a quienes pudieron ser cómplices y auténticos cerebros, beneficiarios también, de la acción criminal, más allá de las justificaciones teóricas en favor del tiranicidio.

Llama la atención lo extenso de la investigación bibliográfica. Araujo desentierra páginas desdeñadas, mal leídas o ignoradas, simplemente por cuanto contradicen las versiones «consagradas» del juicio histórico. No hay pecado mayor contra la santa pereza que poner en duda las consejas de las abuelas y la omisión de la copia cómoda de otros textos, de las interpretaciones adoptadas por «biógrafos» apresurados. Diego tiene el acierto, al evitar la dispersión narrativa, de subordinar las criaturas contemporáneas a la cronología de la conspiración, la muerte y la identificación del cadáver de García Moreno, procurando a la vez darles verosimilitud y una encarnación suficiente. Valga el término robado a la imaginería colonial.

Faltaría decir que Araujo no teme sobrepasar la barrera interpuesta entre realidad y ficción. Llega a dar la palabra a figuras reales de la época garciana, cuyo parentesco comparte el escritor con su protagonista. A reforzar este efecto de voluntaria ruptura del muro divisor contribuyen ciertas travesuras, por ejemplo la suposición (hábilmente disfrazada por el misterio que evita abrir la ventana de la revelación diurna) de la comparecencia en la «escena del crimen» de alguna figura que adquirirá singularidad no mucho después en nuestra historia, y por derecho propio. Andan por allí «fantasmas del futuro».

Una infidencia, al cerrar esta nota: Diego Araujo mostró, mientras elaboraba su novela, una extraordinaria apertura hacia las apreciaciones de quienes pudieron leer, con su anuencia, los borradores de su work in progress. Las soluciones del autor no ignoraron opiniones ajenas, pero fueron siempre personales, absolutamente propias. Tal combinación de modestia y de objetividad, me temo, no es frecuente… El narrador ha confiado al lector los fundamentos de su obra, pero ha pronunciado invariablemente su propia sentencia, la que consideraba más conveniente hacia el logro final, hacia su realización y conclusión.

Este artículo apareció en la revista Rocinante.

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