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«Leonor», por don Marco Antonio Rodríguez

Leonor está sentada en su taburete, la mirada fija en quien la captó, empuñando un pincel como un artilugio de combate, en la otra mano la paleta de colores....

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En la portada del libro Leonor Rosales, pintora guayaquileña, Leonor está sentada en su taburete, la mirada fija en quien la captó, empuñando un pincel como un artilugio de combate, en la otra mano la paleta de colores. Usa un vestido blanco salpicado de pigmentos, al frente su caballete con un bodegón inconcluso. Celia Zaldumbide, la impulsora del libro, artista multifacética, puso en mis manos su iconografía: fotografías viradas a sepia, ese color del olvido.

Leonor Rosales Pareja (Guayaquil, 1892-1963) pintó durante diez años en París. A su regreso al Ecuador dejó de pintar. El porqué se pierde en brumosas elucidaciones. Pero su arte triunfó, fue elogiado por la crítica y expuesto en importantes centros culturales.

Por su serie de desnudos fluye una eroticidad marcada por dos signos: desazón y una leve alusión de placidez. La mayoría revela abatimiento, pesadumbre, opresión. Véase ‘Desnudo de espaldas en una cama’. Un cuerpo voluminoso, bullente de espesores. La mujer vieja exuda soledades y despedidas. Su rostro y cuerpo lo patentizan. El vientre laxo y la pierna derecha fofa enardecen más la sensación de acabamiento.

Pocos de sus desnudos muestran sosiego (trabajos de “academia”). La mayoría son recreaciones del cuerpo femenino, cargado por dolientes secretos. Dominio del dibujo y del color, siempre buscando el lado sombrío del ser humano.

El paisaje de Rosales es intimista. Trazos duros, circuitos violentistas, cromática fuerte y fría, privilegiando la ‘impresión’ del espectador. Lo lastimero como intensidad. Hay muchos grises, el de los colores que se mezclan es el del fracaso, el gris de Rosales es germinador de colores. Sus paisajes son una suerte de escapismo de la realidad y también un modo de humillar aquello que subyace en las oquedades de su ser.

Sus dibujos tienen singulares atributos. Sepias, carbones, lápices, que la ubican entre nuestros más significativos oficiantes de este género. Estadios del alma. Abrazos furtivos. Plegarias. Confesión y expiación. Ensimismamiento. Alejamiento y censura. Formas de meditación y liberación.

El tiempo figura como su adversario. ‘Árbol a la orilla del agua’: un árbol añoso rendido por la edad, absorto en su vencimiento. El borroso espejo del agua parece teñido por el anuncio de su ruina. ‘Paisaje con árbol’ deviene prueba de una borrasca interior. El ramaje ha caído y zozobrado en un amasijo de opacidades.

El estilo de Rosales es desordenado, excesivo. ¿Resoluciones catárticas? Pulsión del gesto, atravesando una red precisa. Adelantada de su tiempo en el sentido de que, en los artistas pintores que vinieron después, la ‘forma’ no se despliega en la integralidad de la obra, sino que se considera el ‘tema’ como límite o logos. Estilo que atiende a su esencia humana y no a estatutos. Sentimiento poético que esparce un manto umbrío. ‘De un día a otro nos desamparamos./ Nada cierto nos une con nosotros./ Somos quien somos y es/ Cosa vista por dentro lo que fuimos’.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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