La literatura y el derecho, la palabra y la norma, son hermanas, y constituyen a la vez, paradojas esenciales. Son amigas y enemigas y, con frecuencia, compañeras indiferentes. Escritores, poetas y juristas están vinculados por la palabra, y comparten el fascinante recurso del idioma, pero desconfían de la tarea del Otro; los unos, porque desprecian el utilitarismo de las leyes y su propósito, escondido o explícito, de reprimir las libertades y articular la obediencia; los otros, porque creen que imaginar, contar y decir buscando la belleza o la memoria, son tareas inútiles, contrarias al pragmatismo de la legalidad. Cada uno desde su torre de marfil, con las excepciones necesarias, sospecha del otro y, a veces, desprecia las tareas ajenas. Así, literatura y derecho conviven entre la indiferencia y el conflicto.
Aquello no excluye, sin embargo, el testimonio de obras excepcionales, con gran trascendencia en el derecho, como El Proceso (1925) de Kafka, en que el autor explora, desde la literatura, el absurdo de los seres humanos atrapados en el laberinto de los juicios, o de aquellas en que, con extraordinaria lucidez, pensadores como José Ortega y Gasset (1966) o Eduardo García de Enterría (1994), advierten la sorprendente hermandad de las dos vocaciones que usan como herramienta la palabra.
Literatura del poder, entre la ficción y el testimonio
El poder, como fenómeno político, como necesidad e invento y como tragedia social, es quizá, el punto en que coinciden con más frecuencia la literatura y el derecho. La novela del poder, testimonial e imaginativa a la vez, dolorosa con frecuencia, es género latinoamericano por excelencia. Es la narración de las aventuras y desventuras de esos personajes peculiares de nuestra historia: los caudillos y los dictadores, sus secuaces y el pueblo obediente, que conviven en un pacto implícito de mando y servidumbre. Es la historia de las víctimas, los contestatarios, los arriesgados hombres de letras, los rebeldes y los seres comunes, los que asumen la obediencia como destino y costumbre y, con frecuencia, como drama.
La novela del poder es la crónica de la personalidad trágica y de la figura esperpéntica de caudillos y redentores, es el testimonio de sus palabras, su violencia, su barbarie y su corrupción. Y, al mismo tiempo, es la memoria de la negación del derecho, y de la destrucción del alero de precaria legalidad que sirve de refugio a la persona frente a las tormentas autoritarias.
La literatura latinoamericana, especialmente en el siglo XX, con frecuencia, se ocupa del derecho en la perspectiva de su negación; de la transformación del concepto de la ley en voluntad de poder, de las constituciones en vestuario de los caudillos, de las instituciones en canales de expresión del mando, de la democracia en ficción electoral y de la república en palabra vacía. Esta es la polémica concurrencia del derecho, la literatura y la política.
Yo El Supremo (1974), de Roa Bastos; El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias; Oficio de Difuntos (1976), de Uslar Pietri; El Otoño del Patriarca (1975), de García Márquez, o La Fiesta del Chivo (1998), de Vargas Llosa, son, a su modo y en su tiempo, la narración de la arbitrariedad, de la ausencia de los derechos entendidos como potestades individuales que nacen de la dignidad de cada ser, de la manipulación del derecho como norma y de la transformación de las constituciones en hojas de ruta de proyectos autoritarios.
La novela política latinoamericana es la crónica de la abolición del estado racional, llamado, hasta hace poco, “estado de derecho”; es la historia de la negación de aquella propuesta doctrinaria de que “la ley es el poder sin pasión” (cfr. Aristóteles, 1995), de que la república es escenario de los derechos subjetivos y campo propicio para el disfrute de las libertades.
La literatura ha dicho, a veces con excepcional claridad que, desde los tiempos fundacionales de nuestros países, la ley es el poder apasionado, el poder secuestrado, el poder utilitario. Ha dicho la literatura que la república es apenas una palabra que se transforma en sarcasmo cuando se contrastan las ilusiones de liberales y demócratas con la realidad, con aquella verdad que es el argumento de esos libros, en los que se cuenta desde la barbarie de la mazorca de Juan Manuel De Rosas, el argentino, hasta las extravagancias de Vicente Gómez, el dictador gallero de la Venezuela dolorida de siempre, pasando por la truculenta figura de Trujillo y por las extravagancias del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, en el Paraguay del siglo XIX.
El más importante punto de contacto entre el derecho y la literatura, al menos en América Latina, es la novela histórica que, a veces, es biografía del hombre de poder, o certera caricatura de la comedia de sus regímenes. Novelas, crónicas y testimonios históricos son la narración de la negación del derecho; son testimonio de la juridicidad abolida, de la norma entendida como herramienta de la voluntad de poder, de la democracia reducida a una oligarquía por representación, del pueblo transformado en recurso útil, de los juristas convertidos en ministriles, de algunos intelectuales silenciosos en su papel de cómplices, de los ciudadanos en la función de siervos complacientes.
Los novelistas de ese género, algunos al menos, son extraños sobrevivientes del tiempo hipotético de las libertades. Algunos, con menos talento y dignidad, se transformaron en panfletarios del caudillo o en narradores de sus aventuras y desventuras.
Desde los tiempos de la inauguración de las repúblicas, cuando algunos juristas y muchos políticos abdicaron de su papel de vigilantes del derecho, la literatura tomó la posta y, desde entonces, como el chasqui incaico, lleva el mensaje de la decadencia republicana y, quizá, el atisbo de la esperanza de que, alguna vez, el poder estará, de verdad, al servicio de los ciudadanos. Esa literatura portadora de una historia que se confunde con la versión mágica de la realidad, fue, y es, escritura subversiva.
Este género ha sido fecundo en América Latina, quizá constituye la marca registrada de nuestra tierra, y es evidencia del encuentro polémico entre la literatura y el derecho. Es constancia lúcida de la evidencia de su negación casi permanente por la política, entendida como el quehacer del poder sobre la sociedad, y evidencia, además, de la transformación del estado de derecho en un estado de autoridad.
La novela del poder, ya sea en la versión de Vargas Llosa, o en la de García Márquez, o en la de Roa Bastos, es la historia de las jefaturas supremas, de la personalización de la autoridad, de la concentración del poder. La literatura cumplió el papel de testigo, de cronista y de crítico, y así, en cierto modo, suplantó a la historia, enriqueció la memoria y lo hizo desde la narración. Semejante circunstancia permitió, además, que los textos se enriquezcan con el excepcional talento de los novelistas, y que a la simple cronología de los hechos y a los nombres de los redentores, se agregue la gran capacidad de evocación que hace de la buena novela un género vívido, una especie de resurrección histórica. Leer uno de esos libros es vivir la historia desde las palabras, condolerse desde los textos, indignarse desde las frases.
Los novelistas del poder hicieron una renuncia incómoda pero imperativa: la renuncia a la imaginación, porque los hechos la superaron y dejaron a los escritores de novelas en el papel de cronistas y, a veces, de testigos presenciales y de rigurosos narradores de los acontecimientos. La política latinoamericana retratada de ese modo no requirió de fábulas ni de fabuladores, no fue preciso apelar a ese recurso que, en otra dimensión y en otros espacios, es el alma de la novela (García Márquez, 1989). Es la prevalencia de la realidad que abruma, y la ausencia de la imaginación que adorna.
La superación de la imaginación por los hechos es el hilo argumental de la novela política latinoamericana. La transformación del novelista en cronista obedece a una vieja tradición: en América, la literatura comenzó con las Crónicas de Indias, que fueron, al mismo tiempo, reportajes de la conquista, testimonio a medio camino entre la mitología, la ficción y la historia (Vargas Llosa, 2002). Fueron la visión de los vencedores, al estilo de Bernal Díaz del Castillo o de Pedro Cieza de León; a veces, fueron también testimonio de los vencidos, como la estremecedora y rica crónica del Códice Florentino y de la memoria de los antiguos mexicanos, que recogió Bernardino de Sahagún.
Los hechos protagonizados por caudillos y dictadores, por cortesanos y delatores, superaron a la capacidad soñar y a la posibilidad de imaginar. Caudillos y hombres fuertes lo inventaron casi todo, desde el entierro, con pompa napoleónica, de la pierna de Antonio López de Santa Anna, el reyezuelo mexicano, hasta las extravagancias de Vicente Gómez, el venezolano; desde la austeridad casi monacal del doctor Francia, hasta las disparatadas grandezas de Trujillo, el Protector de la Dominicana; desde las anécdotas de los jefes de las montoneras argentinas, hasta las tenebrosas celdas destinadas al entierro en vida de los opositores a todas las revoluciones; desde “la mazorca” de Juan Manuel Rosas, hasta la adoración al general Perón y la consagración de la sociedad argentina a la santidad laica de Eva Duarte.
La genialidad creativa de los hechos está en el fondo del realismo mágico, que, desde el boom, marcó nuestro quehacer intelectual. En donde la genialidad creativa de los simples hechos ha sido ciertamente fecunda y hasta paradigmática, es en los temas relativos a la política. La novela del poder ha encontrado riquísimos filones, y fuentes de inspiración, en los eventos de la vida pública de estos países. Lo singular es que para ello ha bastado que los escritores registren los acontecimientos, los cuenten, pero ya no en el árido estilo del reportaje o de la crónica, sino apelando a recursos propios de la novela. Lo característico, sin embargo, está en que la novela, en muchos casos, ha quedado reducida al papel de testimonio, que con solo serlo ha creado obras que superan a la ficción. La imaginación de los literatos ha sido en esos eventos la gran perdedora porque su papel de la “loca de la casa”, su potencia creadora, y en el caso de la novela política, su potencia destructiva, ha sido asumida por personajes de carne y hueso y no por personajes inventados.
Así pues, los creadores de “absurdos novelables” han sido los dictadores, caudillos, jefes supremos y presidentes. Los cronistas han sido eso, cronistas que relatan la ardiente y dolorosa verdad de nuestros pueblos. Los dictadores y sus curiales han sido creadores de situaciones a los que la imaginación les sigue como el perdiguero sigue a la caza, siempre a la zaga, perdiendo a veces sus huellas y encontrándolas otra vez, en ese juego de escondidas cuyas claves están allí, en la simple historia. En semejante circunstancia, los escritores, tienen minas enteras de hechos a su disposición para novelar sobre ellos, sin embargo, todos quienes han emprendida la ardua tarea de novelar el poder, se han encontrado con la sorpresa de que la imaginación ha quedado como la cenicienta del cuento.
El desafío del escritor ha consistido, en tan curiosa circunstancia, en escribir y en ambientar lo que la política ya hizo, lo que el caudillo provocó, lo que la gente sintió. Así, pues, es el papel de buenos narradores el que los escritores cumplen, ya que la coyuntura les ha negado ejercer el papel de inventores. O a lo mucho, la invención, la imaginación, es apenas adorno o complemento de la realidad.
Si el Dr. Gaspar Rodríguez de Francia, gobernó por tantos años en el Paraguay postcolonial y si generó un ambiente que supera al que cualquier novelista puede crear, lo que hizo Roa Bastos es registrar a tal personaje y a tal ambiente con maestría inigualable.
Si Vicente Gómez, el extravagante dictador venezolano, con su estilo campesino y cazurro, magnificó el poder desde el estado venezolano, en los tiempos libres que le dejaba su afición a los gallos de pelea, entonces lo que Uslar Pietri logró, con gran maestría, en Oficio de Difuntos, es novelar y plasmar en palabras su estilo y su cinismo.
Este curioso desplazamiento de la imaginación por la política, por la tradición dictatorial de América Latina, se vuelve paradigma en el Otoño del Patriarca y en la Fiesta del Chivo. De novela parecen las huellas que dejó Castro en Cuba. Las que dejó Perón en Argentina y Getulio Vargas en el Brasil. En esos novelones no podía faltar, por cierto, el vestuario y el disfraz, porque de tragedias y de teatro se trata. Vestuarios y oropeles del poder, no fruto de novelas, sino de realidades vividas casi como sueños, malos sueños, quizá.
En este contexto se inscribe la historia de José María Velasco Ibarra, el gran ausente y eterno presidente del Ecuador. Velasco triunfó cinco veces, en elecciones libres. En cada ocasión, al poco tiempo de ejercer la presidencia, sufrió destitución y destierro, a veces por el mismo pueblo que lo aclamó en sus tiempos de plenitud política. Realismo mágico, en cierto modo, cuyo protagonista es un personaje ascético, culto, jurista, demagogo, filósofo, que influyó poderosamente sobre el Ecuador que vivió casi cuarenta años suspirando por el caudillo ausente, para derrocarle cada vez que retornaba como el redentor de los marginados.
A esa suerte de magia, de absurdo histórico, corresponden escenas que muestran a masas de indígenas humildes, arrebujados en sus ponchos, reunidos en la plaza de cualquier aldea andina, aplaudiendo a rabiar el discurso en que Velasco Ibarra se elevaba a consideraciones filosóficas sobre Kant, Hegel, Kelsen y Ortega y Gasset. O aquellas donde se aplaudía al “doctorcito”, a su imagen, distante, urbana y paternal, atrincherada en el balcón de alguna casa solariega, listo para decir su oración al pueblo. La literatura, en ese escenario, no necesitará construir argumentos ni apelar a la imaginación. Será preciso capturar la energía del personaje y hacer una fotografía del instante en que el pueblo sumiso y esperanzado aplaude a su caudillo.
El caso de Velasco Ibarra es un punto de inflexión entre la literatura y el derecho. Velasco es un personaje novelesco; es un populista culto, jurista recursivo y talentoso que sabía argumentar con lógica implacable, propiciar constituyentes y redactar constituciones y, cuando era preciso, dar golpes de Estado. Velasco usó el derecho y lo transformó en la hoja de ruta de sus revoluciones. Velasco es el vértice entre el derecho político, la doctrina constitucional y la negación de las instituciones. Escritor prolífico, abogado ilustre, periodista de opinión, ensayista y académico, constitucionalista de fuste, fue, sobre todo, hombre de poder. Su trayectoria es la historia de la contradicción constante entre política y derecho, entre la literatura —porque literatura e incluso filosofía fueron sus numerosos discursos— y la ley.
Las dos lógicas, distancias y coincidencias
La novela y el derecho usan la misma herramienta; tienen, por tanto, una raíz común que les vincula. La ley, como la novela, son expresiones de la lengua. El idioma es el hilo conductor de los mandatos, permisiones, prohibiciones y declaraciones que regulan la conducta y articulan la vida del hombre en sociedad. La norma es lo que podríamos llamar “la literatura de los comportamientos”, y es también, parte sustancial del discurso del poder político.La literatura es lengua, palabra, memoria, rara vez es silencio, y puede serlo en tiempos ominosos de censura y opresión. Usualmente es narración, que encarna en la sociedad y en sus huéspedes: nace de ellos y vuelve a ellos, y sirve también para que algunos hombres y mujeres, curiosos e inconformes, se evadan y superen sus límites; sirve para curar con la imaginación, para evocar y crear mundos mejores, o para enterrar al lector en tragedias imaginadas, en ilusiones inventadas, en mundos hechos a partir de la humanidad, pero contra esa misma humanidad. La lengua evoca con frecuencia esa realidad inescapable, o esas ilusiones movilizadoras donde germinan los derechos y caminan las soledades y las compañías. En otras ocasiones, afirma las razones del poder.
La literatura y la ley son hermanas. Su sitio de encuentro y de partida es la siempre fecunda y paradójica sociedad. Ambas tienen un punto de contacto conflictivo, esquivo y polémico en el asunto de las libertades. Novelas y cuentos, ensayos y poesías se ocupan inevitablemente de la libertad, ya para contar sus dramas o alabar sus triunfos, o para edificar sobre ella las hipótesis de un mundo feliz, ya también para discurrir, a su modo y en su forma, en torno a historias de libertad, esclavitud, servidumbre, heroísmo y abdicación.
La libertad es la sustancia de la literatura, ella nace de su ejercicio y muere con la represión y la censura. La literatura, a veces, se concreta en la historia de la libertad soñada y a partir de la locura de un idealista que se estrella con la realidad. Esa es la locura de El Quijote. Pero es otra la historia de la libertad censurada y del poder triunfante, como ocurre en 1984 (1949) de George Orwell. Otra es la historia contada desde la riesgosa afirmación de la libertad, pero nacida de las entrañas del poder, como La Fiesta del Chivo. Diferente es la historia sencilla y didáctica de cómo se forman el poder y el contrato, en el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe. Y otra es la narración de los vericuetos en que se pierde la justicia, como ocurre en El Proceso de Kafka.
Entre la literatura y el derecho está la hermandad de la lengua. Sin embargo, las lógicas a que obedece cada una de ellas marcan sus inevitables distancias. Norberto Bobbio, dice que literatura y derecho tienen su propia estructura lógica y lingüística. Ambas son expresiones del idioma, son lengua.
Creo que se pueden distinguir tres funciones fundamentales del lenguaje: la descriptiva, la expresiva y la prescriptiva. Estas tres funciones dan origen a tres tipos de lenguajes bien distintos: el lenguaje científico, el poético y el normativo (…) un código, una constitución, son ejemplos muy interesantes de lenguaje normativo, así como un tratado de física o biología constituyen ejemplos característicos del lenguaje científico, y un poema o un cancionero son ejemplos representativos del lenguaje poético (1996).
Según Norberto Bobbio, las distancias y diferencias entre literatura y derecho se advierten en la función del lenguaje. El lenguaje expresivo, literario o poético, tiene una función expresiva que:
(…) consiste en hacer evidentes ciertos sentimientos y en intentar evocarlos en otros, en modo tal de hacer participar a otros de alguna situación sentimental; la función prescriptiva, propia del lenguaje normativo, consiste en dar ordenes, consejos, recomendaciones, advertencias, de suerte que influyan sobre el comportamiento de los demás y lo modifiquen (1996).
De allí que la literatura sea testimonio que evoca hechos, días, gentes y procesos, y de ese modo convoca sentimientos. El derecho, en cambio, tiene la finalidad de articular comportamientos, normar conductas y perfilar un modo de ser social, por eso y para eso prescribe, ordena, prohíbe. Y lo hace a través de las palabras de la norma.
El derecho se ocupa, a su modo, de la libertad. Sin la libertad, la ley no tendría razón de ser. Los estados serían un hecho primario de servidumbre, y las sociedades, quizá, un escenario caótico de anarquía. Para el jurista y el legislador republicanos el punto de inflexión, el que distingue la república de la dictadura, está en encontrar el certero equilibrio entre el mandato prudente y la permisión, entre el margen necesario para el ejercicio de los derechos y las libertades, y los límites que el interés común impone.
Lo problemático del derecho es que proviene del poder. Legislador y jueces, con preocupante frecuencia, se desvían de la tarea primera de proteger los derechos individuales e incurren en el papel de represores, de instrumentos al servicio del silencio. La norma se emplea, al mismo tiempo, para declarar las libertades y señalar los límites de la burocracia; pero también para condenar rebeldías legítimas y expropiar las facultades de la gente. Sirve, a veces, para imponer caminos sin apelar al consentimiento, y para determinar un destino colectivo sin consultar los intereses de las personas.
El derecho, cada vez con más frecuencia, queda atrapado en las visiones de los iluminados que creen ser portadores de la verdad. Se convierte, entonces, en expresión de las ideologías, esos catecismos que descartan réplicas y debates, y condenan diversidades y disidencias.
La literatura no está a salvo de semejantes riesgos: en ocasiones, los intelectuales se han puesto al servicio del poder, han abdicado de su función de críticos y de su tarea de testigos, de creadores, y han optado por ser panfletarios eficientes, fabricantes de argumentos para proteger al gobernante, para edificar en torno a la persona del caudillo, escenarios de grandezas, alfombras rojas, liderazgos falsos y fuegos de artificio.
Lo problemático del derecho es que, inevitablemente, nace de la legislatura, que es poder, y el poder, incluso el legítimo, es, de algún modo, adversario de la libertad. La ley es la imposición unilateral que llega desde arriba; es obligatoria, y puede ser injusta. El derecho se ocupa, al mismo tiempo, de la libertad y de la obediencia, de las garantías y de los mandatos, y ese es su gran conflicto.
Eduardo García de Enterría escribió que “quien gana la batalla de las palabras puede ganar normalmente la posición política dominante, puesto que su discurso pasa a ser el discurso autorizado, o más propiamente, el que tiene autoridad. La lengua del poder va a intentar convertirse inmediatamente en la lengua del Derecho.” Y “todo intento de abusar de las palabras es el de apoderase de todo el poder social”. (1994)
Por cierto, la literatura se ocupa también de la libertad: la expresa, la rubrica, la testimonia con el esfuerzo creativo, y con la narración que puede ser más imaginativa que histórica. Mantiene vivo el sentimiento de autonomía individual y la conciencia de la dignidad. La literatura no pretende marcar comportamientos ni determinar conductas. Pretende decir, contar, evocar sentimientos, nostalgias y hasta suscitar o apoyar rebeliones. El escritor no quiere normar, ni quiere, como el jurista, prescribir el debe ser. Quiere describir, explorar al ser, sus tendencias y angustias, rememorar los vericuetos por los que ese ser se mueve, recordar sus tragedias y sus ilusiones.
La literatura, a diferencia del derecho, quiere compartir, y esa es, en cierto modo, su sustancia. Se escribe como mensaje a destiempo para que el Otro lea.
Escribir es entablar un diálogo sui géneris en la soledad de la escritura. Por eso, el que escribe debe pensar siempre en el que lee (…) El lector es el reto, el destinatario y el tribunal. En él vive el artículo, el ensayo o el libro, y no es necesario que lo sea siempre a gusto; a veces lo escrito debe vivir en el lector a disgusto, a su pesar, suscitando su discrepancia y su debate. Entonces se alcanza la plenitud polémica. (Corral, 2002)
Albert Camus dijo, al recibir el Premio Nobel de Literatura,
El arte no es a mis ojos un deleite solitario. Es un medio para conmover al mayor número posible de personas ofreciéndoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y de las felicidades comunes (…) Es por ello que los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender antes que a juzgar, y si tienen que tomar un partido en este mundo, no podría ser otro que el de una sociedad, en la que según las grandes palabras de Nietzsche, ya no reine el juez sino el creador. (2003)
El derecho, al contrario, no se propone compartir, ni suscitar ideas, ni promover polémica. El derecho puede ser extraño a la estética, aunque no lo deba ser ni a la moral ni a la historia. Se propone hacer explícitas las pautas jurídicas de comportamiento; permitir, prohibir, suscitar obediencia, tolerar o condenar, prescribir, que, en definitiva, es imponer. Los juristas escriben bajo la consigna utilitaria de obtener, o de preservar, un determinado modelo de sociedad. Su relación con el poder es esencial, ya sea que obre el jurista como legislador, ya como juez o defensor.
Literatura y derecho, las ficciones necesarias
La literatura y el derecho tienen un punto de encuentro en la ficción.
La novela es ficción, a veces, nacida de la pura capacidad imaginativa, de la potencia fabuladora, de la “memoria” de lo que nunca ocurrió; pero, con frecuencia, también la novela es hija de la realidad, es la realidad contada, es la vida cotidiana narrada con talento, es también el reportaje del poder.
La ficción, al parecer patrimonio exclusivo de la literatura, sin embargo, empapa al poder, penetra en el derecho, y hace de las doctrinas políticas, hipótesis, mitos de legitimación, teorías que permiten con alguna certeza, y otra tanta precariedad, justificar el hecho de mandar y darle razones a la obligación de obedecer.
La literatura es ficción, salvo sus proximidades con la historia y con la realidad cotidiana, esto parece incuestionable; pero que el derecho sea ficción, puede parecer improbable y hasta absurdo. Sin embargo, una reflexión que penetre un poco más allá de la superficie de las normas, dejará al desnudo la evidencia de que el poder político es un poder fiduciario, condicionado por hipótesis, articulado en torno a ficciones y sometido a la creencia colectiva de que es legítimo y de que puede ser útil. La obediencia misma se basa en una creencia, en una ficción: la legitimidad del mando.
Hablando de la legitimidad, ese arduo y no resuelto problema de la teoría política, Bertrand de Jouvenel dice que:
Este principio es, unas veces, la voluntad divina, cuyos vicarios serían ellos; otras veces, la voluntad general, de la que serían mandatarios; o bien el genio nacional, del que serían encarnación, o la conciencia colectiva, cuyos intérpretes serían, o incluso el finalismo social, del que ellos serían los agentes. (1998)
Pero todas esas vertientes doctrinarias están, en definitiva, basadas en la ficción de la soberanía, de la cual nace el derecho inapelable a mandar y la obligación de obedecer. El concepto de soberanía se alimenta de la ficción de que existe “una voluntad suprema que ordena y que rige a la comunidad humana, una voluntad buena por naturaleza y a la cual resulta delictivo oponerse, voluntad divina o voluntad general” (1998).
A las ficciones políticas, a veces muy próximas a la literatura, les sustenta el consenso y un sistema de creencias que hace posible el ejercicio del poder y su legitimidad. La creencia en una ficción hace posible el estado y la obediencia a las leyes. Las doctrinas políticas, su diversidad y abundancia, ponen de manifiesto que todas ellas, a su modo y en su tiempo, fueron y son hipótesis, ficciones que queremos convertir en realidad, esfuerzos para dotarle de explicación racional al fenómeno del poder y al hecho de la obediencia.
Las sucesivas “invenciones” imaginadas para dotarle de legitimidad al poder y de razones morales a la obediencia, han sido tan fértiles que parecen literatura. Si se leen ahora los innumerables textos acerca del origen divino del poder, y de su revelación a favor de la realeza, quedará en no pocos lectores la impresión de que está frente a una novela de caballerías, y no a rigurosa doctrina política.
¿No es parte de la ficción casi novelesca aquello del Papa de Roma, dictando la bula por la que asignó a España y a Portugal la propiedad sobre América recién conquistada, y en la que dispuso la división de sus territorios entre los dos imperios, todo en nombre de Dios y por obra de la revelación?
¿No es mejor que novela, la carta del conquistador español Lope de Aguirre al rey Felipe Segundo, increpándoles su ingratitud y mezquindad y afirmando el primer sentimiento de independencia?
Las ficciones no son cosa del pasado. Están presentes en el poder, en los fundamentos del estado, en la democracia plebiscitaria, en la teoría de la soberanía popular, en la suposición de que el pueblo existe como entidad política orgánica, en la representación política de los electores, en la presunción del conocimiento de la ley. “Pensar que toda nuestra convivencia, nuestros sistemas políticos, nuestras teorías éticas se basan en ficciones, nos estremece” (Marina, 2008). Como Marina escribe, nuestras sociedades políticas están edificadas sobre ficciones constituyentes. “Entiendo por ficción constituyente aquella sobre la que se puede construir un proyecto real, de tal manera que si desaparece la ficción, lo construido se desploma”.
Y son ficciones constituyentes la democracia plebiscitaria, los derechos de los revolucionarios, la legitimidad del poder, el absolutismo de las asambleas y el derecho absoluto de las mayorías. A veces, el propio Estado parece una ficción que ostenta, como en la mejor novela de Orwell, la posibilidad infinita de penetrar en la intimidad, invadir las conciencias, determinar los sentimientos y controlar hasta las pasiones. La Rebelión en la Granja (Orwell, 1945) es la parábola de una verdad edificada sobre las ficciones de las teorías revolucionarias, y es una parábola trágica, espejo de lo real.
La literatura de ficción siempre encontró un competidor en la historia, en el Estado, en la política y en las teorías de la justificación del mando y de explicación de la obediencia, y en esos seres impredecibles, a medio camino entre redentores y déspotas, que han sido materia prima de la novela, o que en sí mismos han sido novela, por su truculencia, su vocación por la eternidad en el mando, su convicción de seres hijos de la revelación.
La función de la palabra: literatura, periodismo y poder
La palabra sirve para defender las libertades. Sirve para justificar las tiranías, endiosar a los caudillos y censurar los excesos del poder. Sirve para escribir las leyes, trazar las historias mentirosas, o para decir la verdad. Es útil para escribir los derechos o negarlos. La palabra escrita es memoria y recuerdo, proyecto y doctrina.
El poder de la palabra explica la frecuencia de los discursos y la reiteración de la propaganda. Es allí donde adquiere significado político, y entonces, se transforma en instrumento para la negación de las ideas, en afirmación de las consignas. Las repúblicas son, en realidad, palabras. Las constituciones son palabras que viajan con el viento, y que, a veces, se afirman en el suelo de un país y germinan como instituciones. La historia del Ecuador, mi país, es la crónica de los textos legales perdidos en el torbellino de los hechos, es la hojarasca de las reglas.
Quizá la esencia de los problemas esté en la devaluación de la palabra, en la minusvalía de las reglas que son, en definitiva, palabras. Quizá esté en la habilidad para hacerles decir a las leyes lo contrario de lo que el sentido de justicia indica. Quizá el tema esté en que la verdad se ha transformado en el invitado de piedra en el gran banquete de la retórica y la fraseología, donde reina el coro de las justificaciones, los adulos y los miedos.
Signo de decadencia es la baratija de las palabras, es la habilidad para responder lo que no se pregunta, y para suplantar la claridad y la sencillez del idioma con los vericuetos de interpretaciones que confunden. Signo de decadencia es la complicidad con el que miente, con el que inventa, y es el temor a llamar a las cosas por sus nombres. La herramienta y la víctima es la palabra, que es al mismo tiempo el escudo y la defensa, el recurso para no abdicar del todo de la dignidad, para mantener, en el refugio de la casa de cada cual, la claridad de las ideas.
La palabra es arma de dos filos. Con ella se han escrito las lápidas de las tiranías, y al mismo tiempo, los elogios a los déspotas, los cuentos de repúblicas inexistentes o los folletines de salvaciones hipotéticas. Con ella se puede pensar la democracia y cultivar la rebeldía. Con ella, se puede convocar a la imaginación y darle sentido a la vida cotidiana. Se puede escribir, pero, con ella se puede golpear. Paradójicamente, es el arma para demoler, la flecha que lleva la verdad y la memoria que desmiente. Es la fórmula para decir lo que queda. La palabra es lo que persiste y lo que renace.
El lenguaje político
La cuestión de fondo tiene que ver con la relación entre el poder y la palabra, y esto constituye un problema: es indudable la tensión que existe entre el empleo común y honrado del lenguaje, incluso en la literatura, y el uso y abuso de la palabra, en el ejercicio de ese método para llegar al poder y controlar a la sociedad, que se llama política.
Entonces, el asunto nos conduce a una aproximación a la colisión entre la verdad y la mentira, entre la demagogia, las falsas expectativas que ella suscita y los límites que impone la realidad. Tema extraordinariamente importante porque tiene que ver con la formación de la opinión pública y su influencia sobre la capacidad de elección de los ciudadanos.
El poder se manifiesta en actos y en palabras que se dicen o se escriben. La Constitución es un texto que enuncia preceptos, límites, obligaciones y derechos. Poder y Constitución son sistemas para lograr obediencia y hacer posible la convivencia. También pueden ser estructuras de dominación que someten a la sociedad a ideologías que imponen estructuras contrarias a la libertad, que es el bien mayor y que, más que a una condición jurídica, alude a una vocación, a una virtud: ser libre.
Si la palabra es por excelencia el instrumento humano para comunicar, el lenguaje político es herramienta para convencer, sugerir un proyecto, atacar una idea, demoler una creencia o edificar una fe. El lenguaje puede servir para formular propuestas, rescatar la dignidad de un país, pero también se lo emplea para vender ilusiones, encubrir propósitos ocultos, diseñar imposibles, o comprar votos, es decir, para ejercer la demagogia.
La función del lenguaje en la política y sus distorsiones son temas de vieja data. La interrogante esencial es si la palabra dicha desde un balcón, enunciada en la televisión, expresada en un debate, inflamada en los actos de masas, o repetida en las redes sociales, debería servir para decir la verdad, explicar una circunstancia, proponer un proyecto. Y cuál es el juicio que corresponde hacer si ella se emplea para atizar odios, construir ilusiones imposibles, engañar y, de ese modo, llegar al poder.
La relación entre la política y la palabra, plantea el gran problema de la verdad y su reverso, el de la mentira. Desde esa perspectiva, la pregunta de fondo es si el discurso debe estar revestido de veracidad, o debe estar determinado únicamente por los planes electorales, los cálculos y los sondeos, esto es, por las estrategias para llegar al poder.
El lenguaje frente al poder plantea otra paradoja: la palabra sirve para defender las libertades. Pero sirve también para justificar las tiranías, endiosar a los caudillos y, a la vez, censurar los excesos del poder. Sirve para hacer leyes, escribir historias mentirosas, o decir la verdad. Es útil para escribir los derechos o para negarlos. El lenguaje es la memoria, el recuerdo, el proyecto y la doctrina. A veces, puede ser su negación.
Quizá la esencia del problema radique en la devaluación de la palabra, en la minusvalía de las reglas jurídicas y morales que son, en definitiva, lenguaje. Quizá esté en la habilidad para hacerles decir a las leyes lo contrario de lo que el sentido de justicia indica. Quizá el tema esté en que la verdad se ha transformado en el invitado de piedra en el gran banquete de la retórica y la fraseología.
Y en todo eso, la herramienta y la víctima es el lenguaje que, paradójicamente, es, al mismo tiempo, escudo y defensa, recurso para no abdicar del todo de la dignidad, para mantener el valor de los conceptos, la claridad de las ideas, la capacidad crítica; para obrar, pese a todo, con el atrevimiento de pensar.
La palabra es peligrosa para el poder, por eso, su principal preocupación es callarla, someterla y censurarla.
Lima, Perú, 26 de octubre de 2023
Esta fue la conferencia inaugural del XVIII Congreso Internacional de Lingüística «Los estudios lingüístico-literarios y el reto de su aplicación en el aula», que don Fabián Corral Burbano de Lara pronunció el 26 de octubre de 2023 en la Academia Peruana de la Lengua, en Lima.