En una de sus últimas obras, el reconocido escritor y filósofo argentino, Ernesto Sábato, decía: “Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Este es uno de esos días”. Así, Sábato daba inicio a un maravilloso libro reflexivo al que tituló ‘La Resistencia’, publicado once años antes de su muerte, acaecida en 2011 cuando estaba cerca de cumplir un siglo de vida.
Con esas palabras llenas de sabiduría, plasmadas en el papel con el sosiego que le dio la edad avanzada y con la soltura de quien sentía a la muerte cercana, Sábato invitaba al ser humano a rebelarse contra el vértigo de una sociedad que miraba el cambio de siglo, entre el XX y el XXI, sumida cada vez más en una preocupante deshumanización y al mismo tiempo en un aberrante automatismo, que ha dejado en manos de la tecnología esas acciones y comportamientos que antes siempre estuvieron reservados a la persona por su propia y natural condición: el trabajo, las labores manuales, la creación artística, la comunicación verbal, e incluso el afecto, el cariño y el sexo, que hoy encuentran sustitutos en esos pequeños aparatos digitales que nos acompañan a todos los lugares sin que sea imaginable siquiera pensar en la posibilidad de prescindir de ellos.
Tras aquel despertar fatal, Sábato continuaba así su ejercicio final de resistencia: “… me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con urgencia, como quien quiera salir a la calle a pedir ayuda ante la amenaza de un incendio… Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que únicamente los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana.”.
No son muchos los intelectuales que pueden hablar de resistencia con seriedad, experiencia y compromiso real. Ernesto Sábato, sin duda, es uno de los que sí pudo hacerlo. En su legado se encuentra esa extraordinaria y brutal trilogía que desnudó los horrores de la dictadura argentina, quizás la peor de todas las que azotaron a nuestro continente en el siglo XX. ‘El Túnel’, ‘Sobre Héroes y Tumbas’, y ‘Abaddón el Exterminador’ han sido verdaderas referencias testimoniales en clave de ficción acerca del horror y el coraje, de la muerte y de la vida en las páginas más oscuras de la historia argentina. Pero también responde a la autoría de Sábato, al menos en parte, aquel informe descarnado al que se tituló ‘Nunca Más’, y que fue el resultado de las investigaciones de personas desaparecidas en aquella época temible e inquietante en que las oscuras fuerzas de la tiranía, el absolutismo y el fanatismo hundieron a su nación en el horror.
Y aunque hoy nos parece que estamos hablando de un pasado distante tanto en el tiempo como en el espacio, no podemos olvidar que las fuerzas de la opresión y la tiranía son capaces de mutar y adoptar diversas formas para hundirnos en las tinieblas, para restringir nuestros derechos, controlarlo todo, silenciar a los críticos y encarcelar o exterminar opositores. Contra esas fuerzas y sus insondables reductos, solo cabe resistir, y para hacerlo, los seres humanos contamos esencialmente con un arma: la palabra.
La resistencia es un derecho innato de la persona, un derecho que todos estamos obligados a reivindicar, pero es además, de manera especial, uno de nuestros deberes primordiales. Es en la edad temprana cuando los seres humanos empezamos a asumir como único y propio este atributo de la palabra que nos diferencia de los demás animales, así como asumimos, comprendemos y ejercemos desde niños otros derechos esenciales: la vida, a la que nos aferramos desde el inicio, o la felicidad que nos resulta casi omnisciente en esos maravillosos e ilusorios tiempos de la infancia; o la libertad, que solo llegamos a comprender y añorar cuando la perdemos por azar o por la fuerza de circunstancias desgraciadas, que las hay, sin duda, pero que solo detonan nuestra rebeldía cuando proviene de alguna de esas formas extrañas que suele adoptar el poder cuando pretende imponernos límites al margen de la razón, de la justicia o del imperio de la ley.
La vida humana, desde el primer segundo, se convierte en un ejercicio constante de resistencia. El instinto de conservación es parte de este complejo engranaje de defensa con el que nacemos. Nuestra protección y la de quienes nos rodean es una obligación de la que no podemos desligarnos con facilidad a menos que nos encontremos en un pozo tan profundo de depresión, locura o inconsciencia, que nos hayamos escindido de nuestra verdadera naturaleza o que alguien nos la haya arrebatado con cadenas, imposiciones o leyes injustas. La obsecuencia y la sumisión, que en estos tiempos nebulosos y facilistas se encuentran tan en boga, son también, de algún modo, formas de renuncia voluntaria a la posibilidad de pensar, reflexionar, disentir y resistir…
Nadie puede arrebatarnos el derecho innato de pensar distinto a los demás, de tomar opciones diferentes, de escoger un camino y decidir cuál será nuestro propio sendero en un ejercicio pleno de libertad. Desde el primer instante en que la humanidad aprendió a comunicarse a través de la palabra, comprendió que en ella habitaba una fuerza inusual, una fuerza que bien podía servir para gobernar, ordenar, engañar o dominar, como también para seducir, convencer o acariciar.
La palabra se convirtió entonces en el arma principal del ser humano. Quienes la han dominado, ya sea por virtud de su oratoria como por la contundencia de su pluma, han sido protagonistas de los grandes momentos de la historia.
La literatura, como arte de la expresión verbal, esto es el arte que se refiere a la palabra o se sirve de ella, en sus distintos géneros orales o escritos, ha sido desde tiempos inmemoriales un arma de eficacia comprobada contra los grandes males de la humanidad resumidos en conceptos tan amplios como temibles: ignorancia, insensatez, intolerancia, fanatismo, injusticia u opresión.
Allí donde surgieron valientes de verbo y pluma aguda, se forjaron las auténticas revoluciones, las que cambiaron el rumbo de los pueblos hacia destinos cobijados por la libertad real, la que se siente y se vive sin condiciones, ni subterfugios ni engaños; así nacieron aquellas rebeliones que aplacaron tempestades de sangre, las que derrumbaron muros, las que acabaron con sufrimientos ancestrales, las que conjuraron tiranías sin convertirse ellas mismas, más tarde, en nuevas y peores tiranías; las que se encaminaron con sinceridad hacia el reconocimiento de todos los seres humanos, sin excepción alguna, en igualdad de derechos y deberes.
Allí donde aparecieron las obras de un escritor rebelde se gestaron los grandes sueños, las empresas imposibles, los viajes insólitos, las aventuras extraordinarias, las historias de amor y también las de desengaño. Allí donde alguna vez surgió un narrador, nació la magia, se definió el horror, nos deslumbró la fantasía y descubrimos, gracias a esa multiplicación infinita de palabras, a ese caos maravilloso de letras, símbolos, ritmo y musicalidad, nuestra esencia vital, el alma, esa sustancia que nos habita y nos gobierna.
Me he preguntado muchas veces cuál habría sido el destino de esta sociedad en la que hoy vivimos, todavía desordenada, inculta e imperfecta, si aquellos alquimistas de la palabra hubieran renunciado a usar ese poderoso armamento en beneficio del bien común. ¿Seríamos libres aún? ¿Gozaríamos del privilegio de expresar nuestras ideas sin temor, sin convertirnos en autómatas que solo repiten lo que oyen, o seríamos tan solo integrantes de una manada como la que imaginó George Orwell en su novela ‘Rebelión en la Granja’, un rebaño de ovejas tontas que, cómodas y obedientes, se limitan a balar tal como lo hace su líder?
La respuesta es no. No seríamos libres ni podríamos expresar nuestras ideas si no hubiera sido por esos hombres y mujeres que entendieron el verdadero peso de su voz y de su escritura, de la palabra con la que se rebelaron y resistieron los embates perversos de aquellos que los querían ver cabizbajos, humillados, de los que pretendían silenciarlos, de los que solo anhelaban que cada uno de ellos claudicara y se arrodillara a sus pies.
Pero ni se humillaron, ni callaron ni claudicaron. Por el contrario, combatieron desde sus espacios con palabras feroces, hirientes como puntas de lanza, y al final, a pesar de los infortunios, de la persecución, el acoso, la prisión o el miedo, terminaron derrotándolos, y por eso, por ellos, hoy seguimos de pie.
No claudicó jamás Juan Montalvo, por antonomasia el escritor combativo cuya pluma plasmó en su obra ‘Las Catilinarias’ estas palabras: “He desollado verdugos, he desollado pícaros, he desollado ladrones, he desollado traidores, he desollado indignos, he desollado viles, he desollado agiotistas, he desollado tontos mal intencionados, he desollado ingratos, he desollado todo lo desollable en este mundo, y, gracias a Dios, a justo título soy un monstruo. A mí también me han desollado con mano inhábil, torpe; pero yo no dejo mi piel, me la echo al hombro, y como San Lorenzo, me voy muy fresco, porque un rocío celestial me baña en lo vivo, y destruye los dolores de esa inmensa llaga”.
Pero no fue Montalvo el único autor que ejerció con la palabra una auténtica labor de resistencia ante la tiranía, el abuso, la criminalidad, las cadenas, la sumisión o la estupidez. Otros notables narradores, ensayistas, articulistas y oradores de nuestro país, poseedores de ese don conferido a las mentes ilustres y a los valientes que no tiemblan ante las adversidades, combatieron con sus letras las grandes injusticias que les tocó vivir, en especial en el ámbito político. Entre ellos, y sin ningún orden en particular menciono a Pedro Fermín Cevallos, que fuera el primer director de esta Academia Ecuatoriana de la Lengua y uno de sus fundadores en 1874; a Juan Benigno Vela, coterráneo y discípulo de Montalvo, que heredó de éste no solo la escritura ácida y el temperamento fogoso, sino además aquella sangre rebelde que hervía ante las injusticias, ante los crímenes y los abusos. Permítanme en este punto una breve digresión, un acto de vanidad como aquel que confesó Danny Boodman el célebre y entrañable personaje de la obra Novecento, de Alessandro Baricco, cuando le puso su nombre a un bebé que encontró abandonado en su barco, un bebé que sería no solo su hijo sino también el mejor pianista del mundo.
Quiero hacer un breve homenaje a Juan Benigno Vela, mi tatarabuelo, un hombre íntegro y valiente que se quedó ciego en plena juventud, a sus treinta tres años, por una enfermedad degenerativa. Pero a pesar de esa oscuridad que lo envolvió, se mantuvo siempre firme e iluminado en mente y espíritu, y conoció también la fuerza abrumadora de la tiranía. Se convirtió en enemigo poderoso de los más poderosos. Fue objeto de ataques, venganzas, apresamientos, exilios y persecuciones. Pero ni las limitaciones físicas ni los barrotes lo amedrentaron jamás, pues aunque se había convertido en un viejo roble desprovisto de luz y también de música, pues unos años después perdió el oído, siguió fustigando al despotismo y denunciando a los corruptos en manifiestos libertarios como “El Combate”, “La Tribuna” y “El Pelayo”. Para muestra de la firmeza de sus convicciones, de su inquebrantable vocación democrática y de sus sólidos principios, a pesar de su vínculo ideológico y de su amistad con Eloy Alfaro, lo acusó y lo atacó con vehemencia durante el período en que éste se convirtió en dictador tras derrocar al gobierno de Lizardo García. Dijo entonces el ciego Vela cuando cayeron las críticas de sus compañeros liberales que esperaban misericordia de parte de aquel que compartía su ideología: “Yo no escribo por complacer a ningún círculo, no tengo caudillo; mis ideales han desaparecido; moriré con mis ideas, no esperen ustedes modificaciones en ellas.” Cierro comillas y cierro también esta digresión.
Más tarde, avanzado el siglo XX, surgirían otros notables autores, narradores y sobre todo, incómodos y críticos detractores del poder. Sólo mencionaré a unos pocos a riesgo de olvidar a muchos otros que han servido con la palabra a los intereses de la libertad, de la justicia y del bien común: hablo, por ejemplo, de Benjamín Carrión, Alfredo Pareja Díez-Canseco, Alejandro Carrión, Raúl Andrade, Simón Espinosa, también miembro de número de esta academia y que durante tantos años y tantas justas se ha jugado la piel con su pluma irónica y punzante, venenosa, contra tiranuelos, aspirantes a dictadores y, especialmente, contra los corruptos.
Pero, si escribir un ensayo, una crónica o un artículo de opinión crítica en un entorno político hostil y sin barricadas democráticas constituye un verdadero acto temerario, narrar en una novela o en un cuento a través de la ficción, o escribir poesía transgresora sobre los desafueros y tropelías de algún personaje real, suele ser visto como un acto intolerable de insurrección y rebeldía, merecedor de los castigos más severos y brutales de parte del poder absoluto.
La ficción literaria, la metáfora, la alegoría o el simbolismo tienen ese poder de permanencia, contundencia y persuasión del que no disfruta muchas veces la historia pura y rígida, que suele ser despreciada o denostada por sus propios personajes tildándola de subjetiva, parcializada o tendenciosa. ¿Cuántas veces hemos visto a déspotas y tiranos alterar la historia a su antojo para borrar episodios vergonzosos o para crear artificiosamente glorias o epopeyas que nunca ocurrieron? ¿Y, por el contrario, cuántas veces los hemos visto reformando novelas, modificando relatos o transmutando versos? En algún caso algún tirano lo habrá hecho, sin duda, o quizás incluso han llegado a plagiarlos o mal interpretarlos, pero lo que sí es cierto es que, por sobre todas las cosas, los han temido, y por esa razón, más de una vez se los ha visto quemando libros, proscribiendo autores y enterrando poetas. Y aún así, a pesar del fuego, de la censura, de los barrotes y de la muerte, ellos siguen vivos, más vivos que nunca, ayudándonos a resistir.
Y es que la ficción está protegida por un halo mágico que trasciende casi siempre a los protagonistas de los hechos. No son pocos los casos en que esos protagonistas se ven desfigurados por personajes salidos de la tinta y de la mente de un escritor, o sus hazañas, desventuras y perversiones, alteradas por la imaginación de alguien que además, los dejará retratados, entre líneas, para la posteridad. O, como ha sucedido muchas veces en estas naciones más bien incultas en las que tiranos, corruptos y abusivos, han sido garabateados en cientos de novelas y relatos de los que ellos ni leyeron ni escucharon jamás, ni tampoco la mayoría de sus servidores obsecuentes, que suelen ser tan o más ignorantes que sus líderes, y que con su ignorancia y rusticidad, bendicen esas obras que los han retratado para siempre.
La literatura ecuatoriana también se forjó, entre finales del siglo XIX y principios del XX, en el hierro mortal del lenguaje plasmado en poesía y narrativa con escritores como Joaquín Gallegos Lara y su magnífica novela ‘Las Cruces Sobre el Agua’; Jorge Icaza con la ilustre ‘Huasipungo’; Demetrio Aguilera Malta con ‘Siete Lunas y Siete Serpientes’, Medardo Ángel Silva con la antología recogida en ‘El ‘Árbol del bien y del Mal’, todos ellos, que no son todos, por supuesto, se reunieron en la resistencia de la llamada literatura costumbrista, indigenista o de denuncia social.
Pero si hubo transgresores en las letras ecuatorianas de ficción que merecen por tanto llevarse alguna referencia en estas líneas, son dos autores que antes de combatir a los monstruos externos y a los fantasmas de su entorno, lucharon contra ellos mismos, contra sus propios demonios, hasta quedar expuestos ante una sociedad que no los comprendía, y que, incluso hoy, todavía, no los comprende. Hablo en este punto de Pablo Palacio y de Lupe Rumazo, el primero, autor del pasado aunque su obra siga tan vigente como siempre -he allí una prueba irrefutable de sus méritos narrativos-; la segunda, escritora contemporánea poco conocida y divulgada en este país por haberse radicado desde joven en Venezuela. Lupe Rumazo, que honra también a esta Academia como miembro correspondiente, ha sido olvidada o aislada como referencia literaria del Ecuador en buena parte por la distancia geográfica que marcó su vida, pero también por esa maníaca y arcaica costumbre de las sociedades machistas de mirar por encima del hombro y empequeñecer los logros de sus mujeres, de manera especial en esos reductos que se creían reservados estrictamente para los varones.
Sobre Palacio, en mi opinión el autor más representativo de la resistencia literaria ecuatoriana, debo decir que no apeló como sus contemporáneos a la presencia cercana del realismo social, sino más bien a la exploración interior del ser humano, a sus desvaríos e iluminaciones, a la barbarie y al amor, sin llegar jamás a traspasar los límites melosos del romanticismo.
Palacio fue un adelantado a su tiempo, un visionario y vanguardista que se atrevió a usurpar esos terrenos asignados naturalmente al realismo social, al costumbrismo y al romanticismo, o a la épica y a las aventuras, áreas de las que prescindió para incursionar en los comprometedores y sinuosos campos dominados por la insensatez, el abandono y la locura. Y, desde allí, nos regaló páginas y páginas memorables en las que sorprendían los personajes monstruosos, aquellos que de manera consuetudinaria habían sido marginados por la sociedad. Habló, como pocos lo hicieron en su tiempo, de homosexualidad, antropofagia, suicidio, brujería, deformidad, perversión, locura como la que él mismo padeció al final de su cortísima vida…
¿Existe acaso un acto mayor de rebeldía literaria que explorar el comportamiento humano desde los espacios más oscuros del alma?
Con Pablo Palacio y su obra el país realizó un acto mayor de resistencia.
Y, finalmente, cómo no referirme a Lupe Rumazo, escritora y crítica ecuatoriana, mujer que se define a ella misma como rebelde y anticanónica, nacida de la insurgencia de una época en la que se ignoraba y se apartaba aún más que hoy a las narradoras y poetisas. Y, sin embargo, ella supo abrirse camino en el intrincado mundo de las letras con el conjunto de una obra que en palabras de Wilfrido Corral, académico de esta institución, le pertenece a una escritora “…doblemente adelantada, como crítica y novelista impasible al carácter pusilánime del mundo intelectual femenino continental, liberada mucho antes, y no por medio de cuotas políticamente correctas sino por su talento.”
Una de sus obras más provocadoras se titula ‘Rol Beligerante’ un libro de ensayos literarios que fue prologado precisamente por Ernesto Sábato, que dijo entonces de ella: “¡Qué coraje intelectual, cuánta honestidad espiritual respira cada una de sus páginas! Pienso que marcará un hito decisivo en la crítica continental y que de él en adelante habrá que tener mucho cuidado con ese pretencioso macaneo con que se abruma al lector de lengua castellana”.
También he tenido la oportunidad de leer la que tal vez es su novela más aclamada: ‘Carta larga sin final’, que recoge en una prosa fina y aterciopelada el diálogo franco y sin ambages con su madre muerta, el diálogo de una vida entera condensado en una obra sutil que llega a tener desde las primeras líneas hasta el punto final una hondura capaz de helar la sangre. Y es que las palabras dirigidas por Lupe Rumazo como si se tratara de una gran orquesta, se exponen desnudas, diáfanas y contundentes ante el lector. Esta impresión que provoca Rumazo, no es otra cosa que LITERATURA Y RESISTENCIA en letras mayúsculas.
Cuando hablo de la conjunción de literatura y resistencia, hablo de provocación, mordacidad, denuncia, e incluso, de ser necesario, sedición. No se trata de resistir para sobrevivir, pues la supervivencia sin dignidad y peor aún, sin la verdadera libertad se acerca más al conformismo y a la resignación.
La literatura en cualquiera de sus formas nos proporciona el blindaje indispensable para transitar por la vida con entereza, coraje y decisión, con esos valores que resultan imprescindibles para vivir con dignidad y en libertad, sin conformarnos o resignarnos ante los abusos, las injusticias y las arbitrariedades.
Si a través de esas manifestaciones diversas de la literatura: novelas, cuentos, poesía, ensayo o crónica, no somos capaces de transgredir las normas, de soportar las heridas y llevar con altura nuestras cicatrices; si no somos capaces de reaccionar, de levantar la voz y de protestar; si no somos capaces de quebrar las leyes naturales y de asombrarnos como cuando éramos niños, probablemente ya nadie nos acusará de ser sumisos, mediocres o débiles, nos acusarán, quizá con fundamento, de estar muertos.
Oscar Vela Descalzo