La lágrima vacila
en tu regazo
turbio;
diminuta, la aurora, trascendiendo
neblina;
es el mismo diamante con venda
en la pupila
ordeñando la gota de rocío
de algún cuello,
y mi mirada blanca
soñando con la nieve.
Deja el cirio
de llanto en la sortija
—la sortija, otro cirio
entibando mi labio.
Asciende en el reflejo
opaco de su espejo
un escote a perfume de garza
o azucena.
Palpitación blanquecina
en aurícula de humo,
remedas en mi yema sensación
de burbuja.
Cae
la madrugada,
gota a gota, en el raso frágil
de una sonrisa;
yo quiero dialogar con tu pureza,
oír
secretos de la escarcha
dentro
tu curvatura,
pedirte un aleteo de tu alma
para mi alma.
Perla que no murmuras,
oigo tus blanco ecos
en el botón
del lirio.
Agónica, la lágrima,
expira en tu mortaja, lágrima
de ángel o hada
en la urna
de la Antártida.
Bríndame tu sudor beato
para orar;
tus caricias redondas en mis ojos
despiertan una lluvia de sueños
en pantallas
de nácar.
¡Perla,
novia de gemas,
caída de la láctea humedad
del lucero!
(De Odas al vuelo, 1966)