Llegar a Lima es como empezar a leer otra vez alguna de las novelas que se han escrito sobre ella. Es recoger los pasos de ‘Los Cachorros’, que conducían a Lalo, Chingolo, Mañuco y Choto a correr las olas en las playas de San Isidro o Barranco, o vivir la desgracia de Cuéllar con Judas en el colegio Champagnat. Es volver a los tiempos oscuros del Leoncio Prado y acompañar al Jaguar, al Poeta o al Esclavo en sus desventuras, correrías y tragedias entre Bellavista, Miraflores o Victoria. Sí, llegar a Lima es recordar con emoción varias de las obras de Mario Vargas Llosa, en especial la maravillosa ‘Conversación en la Catedral’ y aquel inicio deslumbrante en el que Zavalita se pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
Llegar a Lima es imaginar que Julius, aquel niño solitario de clase alta, saldrá caminando de aquel palacio que era al mismo tiempo su refugio y su prisión. Es acompañarlo en alguno de sus deslumbrantes paseos imaginativos hasta el Markham College, o seguirlo en sus descubrimientos por el Hotel Country. Es tomarse una copa a altas horas de la noche en algún bar de Barranco con Alfredo Bryce y pedirle que nos lea un fragmento de esa, su obra cumbre, ‘Un mundo para Julius’, que sonaría en su voz aguardentosa y cantarina, más o menos así: “ Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor…”.
Llegar a Lima es perseguir las huellas de César Vallejo, un joven eterno que vio por primera ocasión la capital y su costa delineada con acantilados a los veinte años, y, poco tiempo después, se afincó allí para codearse con la intelectualidad del país y escribir su primer libro, ‘Los heraldos negros’, del que extraigo estos versos con el pensamiento en el cielo gris, nostálgico y reseco de esa ciudad que el gran poeta abandonaría temprano: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; / como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… / ¡Yo no sé! / Son pocos; pero son… / Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; / o los heraldos negros que nos manda la Muerte.”.
Llegar a Lima es serpentear su costa imaginando que alguna vez hicieron el mismo recorrido Ciro Alegría, Ricardo Palma, Clorinda Matto o Julio Ramón Ribeyro, o que están por allí, entre sus anchas avenidas, en sus plazas y jardines inesperadamente verdes, al pie de sus sorprendentes huacas preincaicas, los herederos de sus letras: Alonso Cueto, Santiago Roncagliolo, Iván Thays, Gabriela Wiener, Fernando Ampuero, Danny Salvatierra o la recordada poetisa Blanca Varela, que regaló sus valses y otros versos a su ciudad: “Siempre amé lo confieso / tus paredes aladas transparentes / con enredaderas de campanillas / como en Barranco cuando niña / miraba a una pareja besarse bajo un árbol”.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.