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«Los banquetes de los filósofos, de Juan Montalvo», por Francisco Proaño Arandi

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Francisco Proaño Arandi.- AEL, 5 y 6 de octubre de 2017. (Fotografía ubicatv)

Más allá de ciertos giros, ideas y términos que hoy nos suenan arcaicos, propios del estilo de Montalvo en su faceta ornamental, neoclásica y barroca, este, el penúltimo de sus Siete Tratados, constituye, como sucede con otros tantos y tantos textos del gran ambateño, una verdadera caja de sorpresas y, acaso, reiterando de una u otra manera el pensamiento montalvino, uno de los más reveladores de la intimidad del ser considerado, aún hoy, una de las cumbres de la literatura en lengua castellana.

                El estilo de Montalvo es reconocible en cualquier latitud de su vasta obra: riqueza de imágenes y giros retóricos; metáforas; enriquecimiento del texto gracias a la eficacia de recursos como la hipérbole, la digresión e incluso el esperpento; erudición vasta y profunda; y don narrativo. Al mismo tiempo, la ironía, la burla feroz y el humor, dimensiones que caracterizaron siempre el fondo y trasfondo de su escritura: su constante requisitoria contra el abuso del poder y la prepotencia, contra las malas costumbres y, de manera particular, contra muy concretos miembros de la clerecía de la Iglesia que, por encima de sus falsas poses de beatería, escondían el magma de sus vicios, entre ellos, la gula, aspecto ligado naturalmente con el tema de este sexto tratado.

                Los Banquetes de los Filósofos relieva todo este universo montalvino. Es como un punto de fuga en el gran lienzo de su obra que nos lleva, como queda dicho, a lo esencial de sus múltiples temas: lo político, lo moralista, lo histórico-cultural y aún en este caso, de modo singular, lo antropológico, puesto que la gastronomía o lo gastronómico es una faceta central para conocer las singularidades comunitarias o propiamente identitarias.

                Constan también aquellos aspectos que vistos desde nuestra época nos resultan hace tiempo sobrepasados o refutados, pero frente a los cuales no podemos perder de vista que se trata del siglo XIX y de un escritor inmerso en esa centuria, en sus costumbres y visiones más características. Cabe recordar aquí lo que el poeta uruguayo Mario Benedetti decía de su compatriota, el pensador y escritor José Enrique Rodó[1]:

                Es abusivo confrontar a Rodó con estructuras, planteamientos, ideologías actuales. Su tiempo es otro que el nuestro […] su verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX.

                Y todo esto a propósito de su interés en lo gastronómico, interés que sorprende en un hombre tan austero, por convicción y también por circunstancias económicas reales, como fue Juan Montalvo, pero es justamente allí donde se manifiesta con renovada fuerza su condición esencial de moralista y narrador insigne –ya lo dijimos–: precursor no tanto del costumbrismo que era ya, para cuando él vivía, una de las corrientes predominantes de la época, sino del realismo que veremos surgir con vigor en el Ecuador ya bien entrado el siglo XX, así como también de otros géneros que florecerán, asimismo, en décadas posteriores a su muerte: el esperpento, por ejemplo[2] que, me parece, constituye uno de los rasgos más característicos de Montalvo:

                La suma última de Las Catilinarias resulta el antihéroe como motivo y el esperpento como técnica.

                Hernán Rodríguez Castelo y Julio Pazos[3]centran la aparición del esperpento más que nada en Las Catilinarias. No obstante en obras anteriores, como en los Siete Tratados, se encuentran motivos y pasajes sin duda esperpénticos.

                Los Banquetes de los Filósofos, sexto tratado, ilustra mucho sobre ello, más todavía al tratarse de temas como lo gastronómico y la cocina, de los cuales Montalvo se revela como un gran conocedor y en cuyas aguas navega con plenitud, sin prisa y solazándose en las magnificencias de su prosa. Este sexto tratado se compone de cuatro partes: Preliminares, Banquete de Xenofonte, Banquete de Platón y Banquete de Alcibíades. En las tres últimas partes, Montalvo desplaza sus conocimientos de la vida y obra de los mentados filósofos griegos, entre los que ha incluido a Alcibíades, discípulo amado por Sócrates y a este mismo, una de las figuras que retrata con mayor viveza y admiración. Se impone allí el narrador quien, sin ajustarse incluso a las reglas tradicionales del diálogo –allí no hay guiones, por ejemplo–, describe con dinamismo la acción, el carácter de los personajes y el desplazamiento en el tiempo de todo ello: personajes y acción.

Montalvo ensaya en su narración de los tres banquetes una suerte de novela. De hecho, los banquetes que ofrecen a sus conmilitones tanto Platón como Alcibíades constituyen una respuesta o una atención en términos de reciprocidad a cada uno de los que le precedieron: el de Platón con respecto al de Xenofonte y el de Alcibíades al de Platón. Se teje así una trama, un transcurrir del tiempo novelesco, incidencias que se enlazan unas con otras, construcción de personajes.

 Sin embargo es en los Preliminares donde Montalvo discurre largamente en torno al tema, desde una perspectiva histórica, llena de erudición, hasta la puesta en escena de sus propias vivencias. Allí, sus preferencias, sus fobias, lo que no le gusta de las mujeres en relación con el ejercicio de comer y, una vez más, sus requisitorias contra tiranos y clérigos. Con respecto a esto último, uno se explica, sin aceptarlo –obviamente–, la reacción del Obispo Ordóñez, quien condenó los Siete Tratados, pidió que se lo incluyera en el Índice y provocó la fulminante respuesta de Montalvo, nada menos que ese formidable libelo que es la Mercurial Eclesiástica.

                Leamos al respecto algunos pasajes significativos:

                -Página 393 de la edición de Americalee, Buenos Aires, 1944. Todas las demás citas pertenecen a esta edición:

                “Cuanto al canónigo de papada reverenda, el cura de barriga venerable, el provincial de cuello corto, adrede lo hacen: ¡bonitos son ellos para comer lechuga y adormideras, para beber agua de la fuente Castalia! Carne, vino, chocolate; logros y placeres; pecados mortales a manta de Dios: ellos al cielo; nosotros, todos cuantos somos, escritores, filósofos, poetas, hombres de Estado, guerreros, pobres diablos, al infierno. El cielo es mayorazgo de los católicos, esto es lo que comen, beben, duermen más y mejor que los herejes, y se llevan la mayor parte de los bienes del mundo, para mandarnos muertos de hambre al abismo de los dolores sin remedio […] yo no los condenaría sino a no comer carne ni pescado; a no tomar chocolate ni vino; a no fumar; a no dormir en tres colchones hasta las nueve del  día; a no recibir capones rellenos sobre fuentes de confesión; a no tener baúles de onzas de oro, ni huchas donde entierren la peseta, el real; a no hartarnos de injurias y necedades, socolor de decir la palabra de Dios; a no ir a visitas con sotana de raso, monda y lironda la quijada, peinados cual mancebitos de primera tijera, sin ahorrarse el aceitillo aromático ni el agua de Florida; a no salir de noche disfrazados, ni recibir palizas de equivocación; a no caer enfermos para que vayan a asistirlos las beatas jóvenes; a no hallarse mal del estómago, a efecto de que no menudeen la copa de coñac ni de anisado. Privarlos de estos que son verdaderos males para hombres de virtud, bastaría para que a ésos se los llevase el diablo: se morirían de pura cólera; y ahí me las diesen todas”.

                Esta visión anticlerical que encuentra en los vicios de la gula para satirizar a frailes y curas, la tiene  Rabelais, quien en los varios libros de su Gargantúa y Pantagruel, obra maestra francesa del siglo XVI, no elude ocasión para zaherirlos y criticarlos en una suerte de sublimación de lo grotesco, muy característica de aquel libro. Montalvo no gustaba de Rabelais o, mejor dicho, de su Gargantúa, obra de la que dijo, nos recuerda Julio Pazos[4]: “es la vergüenza de la más culta de las naciones”. Pese a ello es evidente que coinciden en muchos temas, aunque les separasen trescientos años. Sin duda, lo que les aproxima es su moralismo. A este respecto, cabe decir que Montalvo no fue en estricto sentido un filósofo: el lenguaje con que explicita su pensamiento es el artístico, ajeno al rigor y a la abstracción propios del filosófico. Y, por añadidura, sus referentes vienen tanto de la antigüedad clásica, como del Renacimiento, y no se preocupa ni refleja el pensamiento científico que ya cundía en Europa mucho antes de su redacción de los Siete Tratados. Juan Valdano[5]señala:

                A Juan Montalvo se le ha dado la fama de filósofo pero rara vez su pensamiento asciende a la abstracción pura; al contrario, para explicitar la amplitud de sus ideas busca siempre el asidero de lo concreto y dentro de él, de aquello que es más gráfico y sensible. La comparación, la parábola, la imagen fueron sus recursos más socorridos. Demuestran en esto que él era un literato ante todo, no un pensador y menos un filósofo cuyo lenguaje es exclusivamente denotativo […] Al defender en 1880 una concepción moral del poder, demostraba en sus ideas un rezagamiento de por lo menos dos siglos, es decir, se unía al pensamiento  que a fines del siglo XVII defendía Bossuet”.

                Tal como se acerca a la visión de Rabelais, sin llegar a sus límites grotescos y desmesurados. Sin embargo, esa “concepción moral del poder”, donde se privilegia lo ético, anticipa lo que en tiempos actuales, en el siglo XXI, se exige de los gobernantes: una dimensión ética, que impediría la manipulación de las instituciones en el seno mismo de los regímenes llamados democráticos y que desemboca, reiteradamente, en autoritarismo, represión y corrupción.

                La visión que Montalvo tiene de la mujer aparece y reaparece en una buena parte de sus escritos. Es una visión paternalista que, si bien señala la necesidad de que la mujer debe ser instruida, no deja de verla más bien en el hogar, haciendo gala de dotes como la honestidad, la mesura, la delicadeza. Pero, creo, que es aquí, en las páginas de Los Banquetes de los Filósofos, donde, sin dejar de desplegar su fina ironía, incide más en ello: las virtudes que, en la perspectiva de muchos en el siglo XIX, deben “adornar” a la mujer.

                Riéndose de sí mismo y de los otros llega a Montalvo a discurrir en que más conveniente fuera vivir de oler ciertas fragancias que del comer. Dice en las “Preliminares” de Los Banquetes….”:

                “Plinio, historiador que tiene en  mucho la verdad, habla de un pueblo que vivía sin comer, sino oliendo cosas aromáticas. Las mujeres de ese pueblo sí que han de haber sido adoradas por los hombres para quienes comer y beber son groserías incompatibles con las hambres místicas con la más poética y extravagante de las pasiones. ¿Quién duda sino que el comer les perjudica inmensamente a las mujeres? Lo vago, aéreo, lo misterioso  del amor se va con ese mascar a dos carrillos con que asesinan dentro de nosotros los sueños de felicidad angélica propias de entes superiores  a nuestras ruines necesidades. Hasta carne comen las tontas, y papas una tras otra, y beben chicha después de las cosas picantes, y piden más, y quieren que nos estemos muriendo por ellas. Muriéramonos, sin duda, si una muchacha de veinte años hiciera su almuerzo en el jardín con las vaporaciones del tomillo, la albahaca y la violeta, poniendo de cuando en cuando el rostro hacia el oriente, de donde acude un vientecillo matinal impregnado en los regalos de la aurora. El olor del clavel les debe servir de vino; el del jazmín sería delicado sorbete”.

                Suerte que párrafos más abajo y casi sin darse cuenta admite que las mujeres tienen también que alimentarse con algo más asible y mascable. Pero matiza (pp. 405-406):

                “… que en hecho de verdad no hay cosa en el mundo  que más despierte inclinación y apetito que ver a una culta joven  tomar con donaire entre los dos dedos un alón de pollo, y llevárselo a los dientes con pulcritud y gracia digna de las doncellas de Calipso. Si les prohibimos la comida, ¿cuándo les vemos las sonrosadas encías, los abiertos rubicundos labios? Coman las pobres, pero no mucho ni cosas bravas: coman pechuga de alondra, curruca, pitirrojo, ficédula y toda esa volatería fina que Dios crió para estómagos poéticos y paladares esquilimosos. De las frutas coma, fuera de esa carne de perro vegetal que llaman aguacate, y de esa de caballo que dicen zapote, concedo que se regalen con todas las demás: naranjas de color de azafrán por defuera, de oro por dentro; duraznos que se están derritiendo entre los dedos; albaricoques maduros, provocativos y maliciosos como los versos de Safo; y aún plátanos, como no sean hartones o barraganetes, esos monstruos que parecen boas tendidos a la sombra de sus árboles: tomen el plátano de seda, esa manteca dulce que despierta en la boca los espíritus de la voluptuosidad inocente; el guineo barrigón, el de Otaiti, y otras mil clases de esta admirable fruta que magnifica los huertos y los bosques del Nuevo Mundo”.

                Todo esto escribía Juan Montalvo en su primer grande exilio en Ipiales, hacia el primer lustro de la década de 1870, es decir, alrededor de sus cuarenta años. Llevaba a cuestas su enorme erudición, su privilegiada memoria, un destino marcado por la pasión y la necesidad de escribir y un profundo desencanto frente a la entronización de la dictadura en su patria. Pero, a esa edad, ¿cuáles eran los frutos de la tierra de los que más gustaba y aquellos que detestaba? De un pequeño muestreo a través de las páginas de Los Banquetes…., podemos deducir algo de ello. Empecemos por los segundos, los que detestaba, justa o injustamente:

                Las almejas, de las que despreciándolas dice por ahí: “así como un plato de almejas es nonada ridícula…”; el churo o caracol andino, del que señala: “El ser viviente que está oculto en los rincones torcidos de su casa, debe ser muy feo: chupar su coraza, arrancarle con fuerte inspiración y mascarle crudo, allá se va con levantar una piedra y echarse a la boca de uno en uno los gusanos que van saliendo”. No habla del gusano de la chonta, al menos en este tratado, pero es seguro que también abjuraría de él. Otro alimento del que no gusta es la lechuga: “El pescado –dice– nutre especialmente el cerebro, las aves engruesan la sangre; el efecto de la lechuga, ¿cuál es? ¿alimenta, regenera? ¿comunica vigor y actividad” Y líneas más atrás ha dicho: “¿Cuál fuera la escuela que yo fundara, si el maestro (Zenón de Elea) me obligara a comer lechuga? El nombre no hace al caso; pero yo enseñara en ella la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, el amor a las virtudes, la desconfianza en los frailes y el desdén por la lechuga”.

                Del aguacate y el zapote, como citamos más arriba, se expresa así: “De las frutas, fuera de esa carne de perro vegetal que llaman aguacate, y de esa de caballo que dicen zapote , concedo que se regalen con todas las demás”.

                En contrapartida, hace en diversas partes, el elogio de la papa, de la col, de la coliflor, del café, los espárragos, el queso, y enseña cómo debe comerse la alcachofa: “La alcachofa … y miren se la bellaca no echa por las de Pavía, cuando no la saben morder, chupar y saborear golosamente. Ella, como Aquiles, no puede ser herida sino por una parte: el hijo de Peleo por el talón, la alcachofa por el cimiento; quien la embistiere por otro lado, saldrá por el albañal, y más si le está mirando una hermosa pronta a reírse de su desmaño  …  comerse la alcachofa en vez de chuparla, a más de un tonto le ha sucedido. ¡Qué plato este! Dice para su capote en cuanto está mascando esa hojita dura, estoposa, irreducible: estos ricos comen una cosas …. ¡Bruto! No se coma usted la hoja entera; muérdale la raíz, y saque con gracia esa jugosidad suavísima, y vea si le gusta la alcachofa”.

                De ese modo discurre don Juan  Montalvo: condenando unos alimentos, alabando otros. Mientras lo hace no puede resistirse a uno de sus principales dones, el del narrador, el contador de anécdotas. Volviendo al tema de los famosos churos andinos, cuenta que, estando de visita en una casa de gente adinerada en Imbabura, “sucedió que hubiese caracoles (es decir, churos) a la mesa: cada cual de los circunstantes apañó un buen porqué de esas conchitas cavernosas, y se puso a chuparlas muy de propósito. Don Guillermo, dijo la dueña de casa a un escocés que en su vida los había catado, ¿usted no come churos? Ah, sí, comonó, comonó, respondió el buen viejo, y tomando de la fuente una porción, abrió un jeme las mandíbulas, se la echó con fuerza adentro, y se puso a mascarlas a dos carrillos, de suerte que su boca era una caja de música con el ruido de los caracoles fracasados. Nadie pudo guardar el semblante de la moderación: Don Guillermo, volvió  a decir la señora, esto no se come así. Ah, sí, sí, respondió el escocés, esto no se come así, esto no se come así; y de una horrible gaznatada se tragó toda esa ampolleta de vidrio mal molido. En poco estuvo que nos acabásemos de morir de la risa cuántos éramos allí presentes; Don Guillermo, con una cara de Olliverio Cromwell, estaba repitiendo. Ah, sí, sí, esto no se come así, esto no se come así”.

 


[1] Benedetti, Mario (1966). Genio y figura de José Enrique Rodó. Buenos Aires, p. 128.

[2]Rodríguez Castelo, Hernán (s.f.). Prólogo a Las Catilinarias, 2 vols., número 65 y 66. Guayaquil: Clásicos Ariel, p. 29.  

[3] Pazos, Julio (2002). “Juan Montalvo”, en Historia de las Literaturas del Ecuador, Literatura de la República, 1830-1895. Vol. 3. Quito: Corporación Editora Nacional-UASB, pp. 194-195.

[4] Pazos, Julio (2002). Op. cit. pp. 194-195.

[5] Valdano, Juan (1987). “Prólogo” a Las Catilinarias. Ambato: Ediciones Sesquicentenario, I. Municipio de Ambato, p. 20.

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