La risa, esta genuina expresión del ser humano, fue secularmente censurada por filósofos y gazmoños de sacristía. Platón fue el primero en cargar contra la carcajada cuando dijo que es algo perturbador y violento. Opinión que fue secundada por Aristóteles quien consideró que la risa es una mueca que deforma el rostro. ¿Es que los filósofos no ríen como cualquier ser humano? Si miramos las efigies, nada risueñas, de filósofos como Hegel y Schopenhauer, tentados estamos a pensar que la sonrisa nunca iluminó rostros tan adustos y resecos.
A lo largo de la Edad Media se mantuvo la condena a la risa.En el siglo XIII no faltaron escolásticos que disputaron acerca de si Jesucristo rió o no alguna vez en su vida; como no hay indicio de que tal cosa haya ocurrido, concluyeron que la risa ni es buena ni santa, por lo que debía ser extirparla de la vida, y con ella, la alegría del mundo. Un recorrido por la Historia de la Filosofía revela que la risa no mereció otra cosa que indiferencia y desprecio de parte de los más ilustres pensadores. Se concluyó que la risa es un comportamiento vicioso en el que el alma pierde el control sobre el cuerpo. Spinoza fue el primer filósofo en destacar los elementos positivos y curativos de la risa. Solo a inicios del siglo XX, pensadores como Freud y Bergson valoraron el humor como un desfogue psíquico propio de un espíritu libre y una mente sana.
En El nombre de la rosa Umberto Eco nos transporta a un momento de la Edad Media, al siglo XIII. La novela teje una trama policial en la que misteriosos y trágicos acontecimientos ocurren al interior de un frío monasterio del Norte de Italia. Uno de los siniestros personajes es un monje viejo y ciego llamado Jorge de Burgos, quien oculta celosamente un tratado de Aristóteles que versa sobre la comedia. Jorge es enemigo de la alegría y está convencido que el humor y la risa son cosas del diablo. “Pero, el diablo no es solo el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia en un espíritu, una fe sin sonrisa y la verdad jamás tocada por una duda», comenta Eco.
La novela de Eco recrea el espíritu represivo de la Edad Media, el ánimo compungido, la devoción lloriqueante y la mortificación del cuerpo; la idea de que el jolgorio y la alegría llevan a la antesala del infierno. El libro de Eco bien podría verse como una meditación sobre el miedo en todas sus formas: el miedo que se convierte en el “temor y temblor” del que habla San Pablo, el miedo a la razón, a la duda y a la herejía, el miedo al placer, al poder liberador de la risa. Este temor y este tremor son los mismos que, siglos más tarde, atormentarán el alma acongojada de Lutero; los mismos que a Blas Pascal le hicieron vacilar ante ese “Deus absconditus” del que habla Jeremías; ese mismo temor y temblor que angustió el alma luterana de Kierkegaard.