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«Los enigmas de Carole Lindberg», por Marco Antonio Rodríguez

Carole es alta y tenue, transparente; en sus pupilas brilla una luz antigua, emergida de los meandros más hondos de su ser. Dispone de una facultad que proyecta a su alrededor un silencio y cierta avidez de sacrificio.

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«Promenade», detalle, de Carole Lindberg

Carole es alta y tenue, transparente; en sus pupilas brilla una luz antigua, emergida de los meandros más hondos de su ser. Dispone de una facultad que proyecta a su alrededor un silencio y cierta avidez de sacrificio. Una luz extraña la envuelve, ¿la misma que gravita sobre su obra? Visiones, apariciones, en el sentido mítico, fantasías, alucinaciones rompen desde su creación. Su rostro y sus manos inmaculados, la mirada velada por esa hipersensibilidad tan suya que la fragiliza y sustenta.

Dentro o fuera del país, la artista proclama que nació en Estados Unidos, pero que su vida comenzó en Ecuador. De padres sueco-norteamericanos, su infancia estuvo imbuida por los relatos de su padre sobre sus expediciones al lago Maracaibo donde trabajó. Esas narrativas indujeron a Carole a soñar con este continente; decidió aventurarse y vino a nuestra Amazonía. Nadie ha dicho la última palabra sobre el destino, pero de existir, no reina sin la connivencia secreta del instinto y la voluntad.

Devoción por los detalles y largas horas de trabajo consolidaron su estilo, entre lo real imaginario y el onirismo. Uno de sus primeros instantes inolvidables: verse cuando apenas frisaba cuatro años dibujando con una concentración, acaso imposible a esa edad, interminables horas, acompañada de su gato.

¿Catártica la obra de Lindberg? La artista migra en sus lenguajes: dibujo, grabado, óleo, ensamblajes, digitalismo. Fluyen personajes, escenografías, silencios, colores, ritmos que atrapan al espectador, conminado por el magnetismo que poseen, a procurar entender la intención de la artista. Su creación abruma, pero causa en el espectador algo inusitado, lo fuerza a penetrar en ella, posee un embrujo que lo internaliza en ella, y allí lo deja, indefenso para que desde su intimidad recorra cada uno de sus trazos.

Toda la vida de Lindberg es una sinuosa expedición por los laberintos de su alma. ¿Algún “fatum”, en el sentido originario de tragedia, su bienaventuranza o el camino que escogió a su libre albedrío?

“Lo peor que le puede ocurrir a cualquiera es que se le comprenda por completo”, sentenció Jung. Es tan inescrutable y evanescente el inconsciente que muy pocos artistas han llegado a él. De aquí que buena parte de la obra de Lindberg no es fácil. Susceptible de múltiples lecturas, su creación es críptica, propone la “sabiduría de los sueños”, imágenes móviles, estupor e impasibilidad, realidad y alucinamiento.

No es posible asomarnos a la obra de Lindberg desde resquicios, fisgonear desde aberturas sus secretos. Es preciso abordarla en su integridad. Así, al levantar unas mínimas láminas, del espesor subyacente de las imágenes se agrieta y abre; brinca el esperma de la vida, del amor y de la muerte; nos atiborra. Y nos asfixia una luminosidad contaminante, vertiginosa y final: la obscenidad glutinosa de la vida, del amor y de la muerte.

Este contenido se publicadó originalmente por diario El Comercio en esta dirección: https://www.elcomercio.com/opinion/columnista-enigmas-lindberg-marco-rodriguez.html.

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