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Poema del día: «El viejo que divaga con un libro en las manos» (Bruno Sáenz Andrade)

No sé si he de mirarle la espalda y la cabeza un poquito inclinada, / si he de seguir más bien la elocuencia del libro, la densidad del párrafo (o la atención dispersa). / El ojo no devana las hileras de signos...

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No sé si he de mirarle la espalda y la cabeza un poquito inclinada,
si he de seguir más bien la elocuencia del libro, la densidad del párrafo (o la atención dispersa).
El ojo no devana las hileras de signos. Las roza. Las descarta.
Recoge una oración. Aísla cada sílaba. El dedo de la luz limpia de la retina la mitad de la página.
El puño de la rosa hiere, desde el jardín, la blancura erudita del lirio y el aroma de tinta de los ramos.
La distracción se vuelve una forma libérrima de la contemplación.
¿Quién ha de discutir el derecho del hombre a admirar, desde lejos, la majestad del lienzo,
las colinas, las cúpulas, las calles insolentes, el palacete en ruinas?
Le hace falta apelar a una práctica antigua, a una jamás perdida adicción de lector, para volver al texto:
He mandado a mis ojos que se esfuercen por ver con toda claridad y he atrapado mi lengua entre dos de mis dedos.
He puesto un medidor de voces a mis labios, para no dejar sitio a la malevolencia[1]
La lengua no demuestra la menor intención de pronunciar palabra.
El viejo se abandona al placer de palpar (la textura del pliego, el abc de tejas…);
al riesgo de los saltos de la hoja a la calzada, del pensamiento puro a la reminiscencia.
(Vuelven a su memoria los andares del joven:
asciende a la colina sagrada de los quitus. No siente la fatiga, no se rinde a la cuesta.
Absorto en la lectura, compara la limpieza de los versos de Goethe (su Diván oriental)
con el paisaje espléndido de montañas abruptas, de valles luminosos.
Se da modos para ello…)
De las divagaciones del hombre encanecido, es ancla y es cadena el volumen abierto.
La seducción del texto, el grillete o la trampa de la coma precisa, se oponen a la fuga.
Las manos no se atreven a desgajar los pliegos.
Se aquietan los recuerdos. Permanece el paraje: la tierra, su discurso.
Persiste la silueta del anciano inconstante. El mismo es un vocablo, un renglón inconcluso.

(Poema sin publicar, gentileza del autor)


[1] Salmo 38, versión francesa de Paul Claudel: J’ai dit à mes yeux de tâcher de voir à bien regarder et j’ai attrapé ma langue avec mes doigts.

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