A partir del siglo XIX irrumpe en la escena pública ese grupo social muy caracterizado conocido como los “intelectuales”. Su oficio: opinar, trabajar con las ideas, proponer teorías y ejercer la crítica. A lo largo del siglo XX la palabra del intelectual influyó en la opinión pública, fue generalmente atendida y enaltecida por gobiernos tolerantes. Sin embargo, no por ello la vinculación del hombre de ideas con el poder político dejó de ser compleja, contradictoria y azarosa.
Los intelectuales optaron por distintas posturas: unos escogieron la adhesión ciega (compromiso) frente a un régimen (Sartre se hizo de la vista gorda ante el gulag soviético); otros, en cambio, manifestaron hostilidad ante esos mismos poderes (Chomsky y su crítica al capitalismo). Elogios desembozados o críticas despiadadas, lo cierto es que a los intelectuales no les faltaron espaldarazos y honores, pero también persecuciones y condenas. Y a pesar de ello siempre se honraron los principios de tolerancia y respeto al adversario.
Hoy en día, cuando con impavidez vemos que la banalidad y la estupidez dominan la escena pública, no faltan quienes se preguntan ¿dónde están los intelectuales? Tal parece que una pesada loza de silencio los cubre. Es verdad que los tiempos que corren no son buenos para la expresión del pensamiento crítico, creativo y transgresor, factores imprescindibles para que exista un proceso innovador que abra el sendero a una auténtica cultura. Los caminos para la opinión disidente están cerrados.
Los políticos de ahora no necesitan de filósofos ni letrados; al contrario, desconfían de ellos. No obstante, nunca faltan los que, por un plato de lentejas, entregan su talento a la innoble causa de un soez demagogo. Los ideólogos del poder son, ahora, aquellos que manejan el marketing, los magos del maquillaje y la publicidad mentirosa que a toda hora sofoca al ciudadano.
La concepción de la política se ha banalizado, su ejercicio se ha vaciado de humanismo, ha pasado a ser un espectáculo vulgar que se lo representa desde una tarima o un set televisivo. Hay mucho grito destemplado. La tolerancia de la que habló Voltaire ha pasado a ser símbolo de debilidad, en vez de democracia habría que hablar de autocracia; en vez de tolerancia, intransigencia; en vez de diálogo, autoritarismo. Para proceder así, el político ya no necesita de la palabra mesurada del filósofo; le basta aprender las habilidades del bufón.
En cada época el intelectual ha dicho siempre su verdad, la cual ha sido crítica y nunca complaciente. Su voz es el termómetro de la injerencia del poder en la vida de la sociedad. Si el intelectual se calla renuncia a su responsabilidad frente a la Historia; su silencio es un síntoma de que la vida espiritual de la sociedad y su ansia de libertad han sido ahogadas por el temor o el servilismo.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.