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«Madres e hijos», por doña Cecilia Ansaldo

Esto de habitar en el planeta llamado Cultura tiene sus bemoles. Nos exige una permanente atención al producto nuevo, al fenómeno de grandes alcances, sin recortar el exclusivo territorio del arte...

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Esto de habitar en el planeta llamado Cultura tiene sus bemoles. Nos exige una permanente atención al producto nuevo, al fenómeno de grandes alcances —llámese concurso, premio, festival, encuentro, feria, exposición, concierto—, sin recortar el exclusivo territorio del arte, porque la cultura abarca todo aquello que implique creatividad e ingenio. Sin embargo, pese a la denodada curiosidad sobre los parentescos creadores, nos especializamos. Yo transito los caminos de la literatura hace décadas y mi olfato me guía de libro en libro.

Vengo de reparar en un ámbito que se dio por natural durante la historia humana, pero que a la luz de los enfoques de hoy ofrece una profunda problematicidad. Una combinación de azar y oportunidad me ha puesto sobre novelas que tratan la relación madres e hijos desde muy diferentes puntos de vista. Vamos con ellas.

La marroquí-francesa Leila Slimani se ganó el Goncourt en 2016, con Canción dulce, una novela que trata la generalizada necesidad de las madres profesionales de contratar niñeras. Buceando en la reducción de la mujer atrapada por el cuidado de bebés —sin nada del romanticismo de sublimar el gozoso instinto materno— su protagonista entrega a una extraña el cuidado de sus pequeños. Esta se hace indispensable prodigando todas sus habilidades domésticas a cuatro personas, pero ocultando las sombras desequilibradas de su psiquis. Cualquier pareja que sale de su casa a las nueve de la mañana para regresar a las seis de la tarde, y encontrar departamento limpio, cena hecha y niños contentos, siente que ha hallado un tesoro. La empleada se adueña del espacio, de los planes familiares, de la educación de los niños. El desenlace de estos hilos cruzados con enorme profundidad, el lector lo encuentra en el primer capítulo.

La escritora mexicana Brenda Navarro puso su primera novela, Casas vacías, en el espacio virtual y desde allí la atrapó una sagaz editorial. Hoy es un éxito notable. Su historia avanza a doble voz: la de la madre, que por un descuido pierde a su niño de 3 años en un parque, y la de la secuestradora de esa criatura que se la llevó para llenar su anhelo maternal siempre descuidado por su marido. Dos clases sociales diferentes, dos formas de maternidad, el arrebato de la culpa, el frenesí de la posesión, van avanzando en paralelo, sin encontrarse jamás. La autora pasa del lenguaje contenido y amargo de una a la soltura oral y agresiva de la otra.

Una fantasía silenciosamente terrorífica, una de esas novelas de atmósfera es Distancia de rescate, de Samanta Schewlin, argentina aterrizada en Alemania. El original título responde al hilo invisible que une a las madres con los hijos marcando la posibilidad de una inmediata intervención protectora. Otra vez dos mujeres madres se vinculan en torno de un misterioso poder que actúa sobre sus niños y que metaforiza la intoxicación del campo y del mundo con procedimientos humanos desaprensivos de sus consecuencias. Esta breve historia de 120 páginas es capaz de sugerir y de presionar la conciencia lectora para esperar lo irremediable, para advertir que la humanidad está amenazada y que fuerzas superiores enredan los pasos de las personas.

Las tres son excelentes piezas literarias. Confirman que, en sus diferencias, sus autoras tienen algo en común: que ya nadie puede silenciar lo que las mujeres tienen que decir

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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